LAS MONARQUÍAS
CAPÍTULO VIII
Agostiño como había prometido
fue en su viejo y recauchutado coche al mercado de Trijueque. Tras volver,
preparó a mi cuñado huevos salteados, varias lonchas de jamón ibérico, pan, una
taza de muesli con frutos secos y leche, y de postre, varias piezas de fruta.
Bien alimentado, con los
músculos ya adaptados al trabajo de excavación, ahíto, como quien dice, de
lactato y piruvato todo bien regado de mitocondrias, y un horario fijo de labor
y descanso, a partir de aquel día cavar no es que fuera un momio, pero
sí más llevadero.
A la semana siguiente, y como
no encontrara agua habiendo ahondado ya no menos de veinte metros, mi cuñado se
dio un día más para hallarla. De lo contrario…,
a decidir.
Pero hete aquí, que por
suerte y perseverancia, en medio de un nuevo estrato sedimentario, mi cuñado
encontró algo que parecía hueso petrificado.
-
¡Anda! – se dijo
- ¡Ahí va!
Mi cuñado miró arriba y
abajo. Apartó pico, pala y espuerta de donde encontró el hueso, y colocándose
las manos alrededor de la boca para potenciar la voz, gritó:
-
¡Agostióoooooo!
Al cuarto grito, éste se
asomó al brocal del pozo
-
¿A cuántos metros
de profundidad crees que puedo estar? – preguntó mi cuñado
-
¡De treinta a
treinta y cinco, seguro. ¿Ha encontrado agua?
Treinta y cinco metros, – repitió para sí mi cuñado mirando el hueso – Porque,
sin duda, es un hueso.
Y, a modo de espoleta, aquel hueso puso en
ignición su fantasía, nada despreciable en él. (Espoleta, ignición… Hoy estoy
que lo bordo)
Este hallazgo puede ser
importante. – siguió diciéndose – A saber si no capital.
Treinta y cinco metros. Nadie
entierra tan hondo a prójimo ni a mascota. Al menos en los últimos milenios. ¡Vamos,
digo yo!
Mira que si acabo de descubrir un nuevo e
histórico yacimiento arqueológico. Mira que si me convierto en un nuevo y
eminente Juan Luis Arsuaga. Mira que si estoy
ante un nuevo homo antecesor, o tirando bajo, ante el homo Trijuequensis.
Mira que…
Pero mi cuñado no podía mirar
ya nada más, la tarde había caído y apenas se veía dentro del pozo. Para su
desgracia, aquella jornada había terminado.
Alborozado
como un niño, mostró el hueso a Agostiño.
-
¿Qué cree que es
esto? – dijo
-
Pues…,
-
Un hueso – atajó mi cuñado antes de que Agostiño
dijera cualquier barbaridad
-
Pues… parece una
ramita en forma de horquilla
-
Una ramita…, una
ramita – dijo mi cuñado. Y añadió con la
solemnidad de un patricio romano -
Agostiño, creo que podemos estar ante un nuevo Atapuerca.
-
¿Usted cree?
Mi
cuñado asintió con un leve y repetitivo movimiento de cabeza
-
Pues…
-
Déjese de más
pueses.
Mientras
cenaban con el hueso sobre la mesa, Agostiño no dejaba de mirarlo. El caso era
que extrañamente le resultaba conocido, casi familiar.
-
¡Una fúrcula! –
dijo de pronto sobresaltado
-
¿Una qué?
-
Una fúrcula. –
repitió Agostiño – Si esto que ha descubierto usted es un hueso, es una fúrcula
como un pino
-
¿Y eso como lo
sabe?
-
También
llamado hueso de los deseos. Lo sé
porque de chico cuando comíamos pollo en mi
casa, quien encontraba este hueso lo partía en dos y pedía un deseo.
Mi
cuñado sonrió condescendiente
-
Ande, acabemos de
cenar. Mañana me compraré una brochita como las que utilizaba mi ex para
maquillarse y desenterraré con mucho cuidado el resto del fósil.
-
Eso retrasará la
excavación.
-
De momento y
hasta que no descubramos ante qué tipo de resto arqueológico nos encontramos, cavaremos
con brochita.
-
Por mi…
-
Un yacimiento arqueológico es más importante
que encontrar vulgar agua, Agostiño. Tal vez estemos ante la Piedra Rosetta de la
paleontología. Es posible, amigo mío, que este pequeño hueso aquí donde lo ve,
abra un nuevo y definitivo episodio en el origen de la
humanidad.
-
¿Usted cree?
-
¡La evolución,
Agoastiño la evolución!
Ambos guardaron un repentino
silencio. Mi cuñado por tener la imaginación desbordada por el hallazgo, (Espoleta, ignición. Ya
saben) Agostiño, porque comiendo casi siempre
tenía la boca atiborrada.
Sin embargo, una leve nube gris de vacilación
se cernió de pronto sobre el pensamiento de mi cuñado. ¡Malditas nubes grises
de vacilación! - se dijo
-
Oiga, Agostiño –
dijo al cabo con la voz compungida -
¿Usted sabe si los homínidos tenían fúrculas como los pollos?
Agostiño desocupó su boca, lo
que le llevó su tiempo.
-
Francamente –
dijo – No lo sé. Mi casa siempre fue una casa humilde y jamás comimos
homínidos. Al menos que yo sepa.
Mi cuñado rió por la ocurrencia.
Fue una hilaridad espontánea que diluyó la nube gris, sin en menor atisbo de
menoscabo.
-
No, hombre, no. –
dijo mi cuñado – Con homínidos me refiero a los primates.
-
Ah, bueno…
-
A los monos
-
¿Monos? ¿Aquí en
Triujueque? Bueno. Quién sabe. Seguramente hay muchas raleas de monos, primates
u homínidos, como usted quiera
llamarlos. Tal vez hace millones de años Trijueque estaba plagado de homínidos
con fúrculas…
-
Sí, quién sabe…
Aquella noche mi cuñado
apenas pudo dormir. Pero sí lo suficiente para tener un agradable sueño.
En éste, después de varios
años de arduo trabajo en el yacimiento, él y Agostiño habían descubierto toda una tribu de cromañones en
perfecto estado de conservación.
En el sueño, mi cuñado veía a
Agostiño metido en una garita de madera cobrando diez euros la entrada a una cola de visitantes que se
perdía en el horizonte, y a él mismo, al lado del pozo, cortando las entradas
de acceso al yacimiento.
Cumplido el requisito, para
bajar al pozo, el visitante se deslizaba por una barra metálica, a modo de
cucaña, como las que hay en los parques de bomberos, y que conducía
directamente al yacimiento: una cueva
enorme, catedralicia, donde los restos fósiles de los cromañones se hallaban en
tan perfecto estado de conservación que parecían llevar difuntos escasas veinticuatro horas, disponiéndose,
dichos fósiles, en pequeños grupos simulando escenas típicas de la vida
cotidiana de hace miles de años.
Así se podía observar a dos hombres de Cromagnon ante un
mamut. Uno de ellos de rodillas y ataviado con una piel a modo de capote
recibiéndolo (Al mamut) a portagayola cual torero, y al otro mirando la escena
tras un peñasco con expresión aterrorizada.
O a otro individuo con una
paleta de pintor en la mano izquierda, bigote cual Dalí y un pincel en la derecha pintando cabras y
tías cromañonas desnudas en las paredes de la cueva. Eso sí, sin sexo
explícito, ya que el vello púbico de las cromañonas era tan abundante que
parecía la cabellera los Jacson five.
O también podía verse, que, sobre
una mesa tallada en roca viva, con un realismo que sobrecogía el alma, a cuatro
cromañones jugando al mus.
Sin embargo, aunque éste era un feliz sueño, un pequeño
problema despertó a mi cuñado: no todos los visitantes del yacimiento podían
subir de nuevo por la cucaña.
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