LAS MONARQUÍAS
CAPÍTULO IV
TRES CAMISAS HAWAIANAS
Mediaba julio. El sol asolaba el pueblo de Trijueque,
Guadalajara. Hacía ya una semana que mi
cuñado se había establecido en la futura
granja. Llegó al bar La
Jewellery antes de hora vestido con una llamativa camisa
hawaiana y pantalones holgados.
El encargado del bar le miró de hito en hito
tratando inútilmente de reconocerle.
En el local,
dos viejos jugaban solitarios a las cartas bajo uno de los ventiladores
de aspas. Echó un vistazo y fue a
sentarse a esperar en una de las mesas, junto al ventanal que
daba a la plaza.
A continuación, el dueño del bar se le acercó
y pidió una cerveza. Afuera, la poca
gente que cruzaba lo hacía con celeridad, como si cayeran invisibles chuzos.
Para hacer tiempo leyó una pequeña publicación
que se hallaba sobre la mesa con las actividades programadas para las fiestas
del pueblo.
El 25 y 26 de julio:
campeonato de mus; 1 y 2 de agosto: campeonato de dominó, y el 3: campeonato de
petanca. Precio de inscripción tres euros. El primer premio estaba dotado con
dos jamones, el segundo con dos lomos y el tercero con 2 chorizos. Y el mismo
día 1 de agosto, desde las 17:00 hasta las 22:00 horas, para la juventud,
concurso de DJ´s de música electrónica más sesión remember. No está mal, se
dijo.
Mi cuñado alzó el brazo y
pidió una nueva cerveza. En ese momento
un parroquiano entró en el bar. Era un hombre aproximadamente de su misma edad,
misma panza y similar camisa hawaiana en tonalidades naranjas.
Se acercó a la barra.
-
¿Sabe si han
preguntado por mí? – preguntó al encargado. Éste secaba vasos con un paño.
Parsimonioso, el hombre alzó el vaso y lo miró al trasluz.
-
No, creo que no –
dijo con el vaso alzado
-
¿Está usted
seguro?
-
Casi seguro. Pero
si quiere puedo asegurarme.
-
Asegúrese, por
favor
El barman bajó el vaso, lo
acercó a su boca y lo impregnó con su
aliento. Luego, dijo
limpiándolo de nuevo:
-
¿Cómo se llama
usted?
-
Agostiño
-
No. Nadie ha preguntado nunca por usted. ¿Quiere
tomar algo?
-
Póngame una caña.
El camarero cogió un vaso y
lo llenó en el grifo de cerveza
-
Esperaré sentado
– dijo Agostiño acomodándose en uno de los taburetes mirando hacia la puerta de
entrada
-
Es lo mejor.
Cerramos de madrugada. – dijo el camarero
Agostiño siguió hablando de
banalidades con el camarero mientras éste trasteaba detrás de la barra. Mi
cuñado al verlos hablar tan amigablemente pensó que ya se conocían. Luego, Agostiño, con una nueva cerveza en la
mano, paseó la mirada por el local y decidió sentarse en la mesa que se hallaba
frente a mi cuñado, al otro lado del ventanal.
Ambos se saludaron con un leve movimiento de
cabeza. Mientras tanto, dos nuevos clientes entraron en el bar. Uno de ellos
llevaba puesta otra camisa hawaiana con su particular y rutilante estampado.
De pronto oyeron que uno de
los viejos que jugaban a las cartas, gritó dirigiéndose al dueño del bar:
-
¿Qué pasa, Juan,
vas a celebrar una fiesta hawaiana?
-
Eso parece –
dijo
Mi
cuñado y Agostiño sonrieron.
-
Me encantan las
camisas hawaianas – dijo el primero
-
Sí, a mi también.
Son alegres.
Pasado el rato y tras un par
de cervezas más, Agostiño se miró el reloj de pulsera. Hizo un gesto de pesar
con el rostro. Eran ya las cinco y media de la tarde. Miró a través del
ventanal y le invadió un leve sentimiento de
desamparo, de no saber muy bien qué hacía allí, si no se habría
precipitado haciendo aquel viaje. Pensó que debería haber pedido a su potencial
empleador que le enviara un jamón como paga y señal.
-
¿Sabe si hay en
el pueblo algún hostal baratito? – dijo dirigiéndose a mi cuñado.
-
Lo siento, no soy
de aquí.
-
Yo tampoco. Estoy
esperando a alguien. Y se retrasa.
-
¿Una mujer?
-
No, un hombre.
Pero no soporto la impuntualidad.
-
Lo mismo me pasa
a mi. La impuntualidad me saca de quicio – dijo mi cuñado – También estoy
esperando a alguien.
-
¿Una mujer?
-
Un hombre, y
también se retrasa.
-
No esperaremos al
mismo hombre… - dijo Agostiño. Y añadió – : No me extrañaría. A saber con cuantas personas habrá quedado.
Claro que en ese caso podemos buscar juntos el hostal.
-
No. Yo tengo
alquilada una finca a las afueras.
-
¿Está de
vacaciones? He leído en los carteles que son las fiestas del pueblo.
-
No, trabajo. ¿Ha
venido solo o acompañado?
-
Solo. Soy
divorciado, sin hijos, sin dinero y sin trabajo.
-
Igual que yo
excepto en lo último. – dijo mi cuñado. Y añadió, como por decir algo – Son malos tiempos... La crisis, ya se sabe
Agostiño guardó silencio y
aprovechó para dar un buen tiento a la cerveza. Luego, dijo:
-
Si quiere puede
pasar la noche en mi finca.
-
No quisiera
molestarle.
-
En absoluto.
Aunque espero que no sea usted un amigo
de lo ajeno o un sicópata.
-
Si lo fuera ahora
tendría dinero y sería viudo.
-
Entonces no se
hable más. ¿Me permite que me siente con usted? Llevo una semana sin hablar con
nadie.
-
Cómo, no
Mi cuñado se levantó de la
silla y se acercó a la mesa de Agostiño. Antes de sentarse llamó la atención de
Juan y pidió dos nuevas cervezas. Tras
lo cual, alargó la mano y dijo su nombre.
-
Agostiño. – dijo
éste estrechándosela.
-
¿Agostiño
Loureiro Loureiro? – dijo mi cuñado
-
El mismo. ¿Es usted…?
-
El mismo.
-
Me alegro. Pero
siéntese, siéntese…
Ambos esbozaron una amplia
sonrisa de satisfacción. Sin admitirlo, horas antes de su encuentro, tanto uno
como otro sintieron, aunque leve, una cierta vacilación a convivir con alguien
desconocido, preguntándose si tal decisión no habría sido precipitada. Pero la
breve charla anterior disipó tales temores.
Más parecidos de aspecto, no
podían ser. No sólo físicamente, sino también de carácter. Cualquiera que los
viera charlar sentados a la misma mesa
en bar La Jewellery ,
hubiera dicho que eran mellizos, o a lo menos, amigos de infancia, aunque se
trataran de usted. Tratamiento que establecieron y que sólo abandonaban en
contados momentos.
Ambos eran confiados por
temperamento sin llegar a la candidez. Y en no pocas ocasiones sus allegados o
aquellos que decían quererles bien, les
censuraban tal inclinación, pero su experiencia les demostraba que las satisfacciones que les producía la
confianza eran cuantitativamente mayores
que las decepciones de lo contrario.
Sin vivencias del pasado o
idea de futuro que les escaldara al
punto de modificar su visión de la vida, no tenían más tiempo y pensamiento que
para el presente. Siempre a salto de mata.
Dos niños grandes que
aceptaban sin cuestionamientos inútiles sus existencias. Iguales, pero cada uno
a su modo, y cada uno con sus diferencias que perfectamente podían
intercambiarse como si fueran parte de una misma personalidad.
Dos seres que no perdían el
tiempo en baldías lamentaciones ni pensamientos agoreros o irresolubles. No tenían nada, bien es verdad, y de tener, a
buen seguro que vivirían con más comodidades,
pero no más satisfechos.
Con más posibles no buscarían, tal vez y sólo
tal vez, agua en una finca baldía, sino que
posiblemente harían prospecciones petrolíferas en los mares del norte,
aunque no con más aliciente y
entusiasmo.
Y allí estaban ambos, en bar
La jewellery Of The Tapa, en Trijueque: uno, encantador de serpientes y
constructor de castillos de arena en la playa, y otro, un zahorí dotado de
sensibilidades paranormales.
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