sábado, 11 de octubre de 2014

                            LAS MONARQUÍAS

                                CAPÍTULO IV

                   TRES CAMISAS HAWAIANAS




Mediaba  julio. El sol asolaba el pueblo de Trijueque, Guadalajara.  Hacía ya una semana que mi cuñado se  había establecido en la futura granja. Llegó al bar La Jewellery antes de hora vestido con una llamativa camisa hawaiana y pantalones holgados.

 El encargado del bar le miró de hito en hito tratando inútilmente de reconocerle.

 En el local,  dos viejos jugaban solitarios a las cartas bajo uno de los ventiladores de aspas. Echó un vistazo y  fue a sentarse  a esperar  en una de las mesas, junto al ventanal que daba a la plaza.

 A continuación, el dueño del bar se le acercó y pidió una cerveza.  Afuera, la poca gente que cruzaba lo hacía con celeridad, como si cayeran invisibles chuzos.

 Para hacer tiempo leyó una pequeña publicación que se hallaba sobre la mesa con las actividades programadas para las fiestas del pueblo.

El 25 y 26 de julio: campeonato de mus; 1 y 2 de agosto: campeonato de dominó, y el 3: campeonato de petanca. Precio de inscripción tres euros. El primer premio estaba dotado con dos jamones, el segundo con dos lomos y el tercero con 2 chorizos. Y el mismo día 1 de agosto, desde las 17:00 hasta las 22:00 horas, para la juventud, concurso de DJ´s de música electrónica más sesión remember. No está mal, se dijo.

Mi cuñado alzó el brazo y pidió una nueva  cerveza. En ese momento un parroquiano entró en el bar. Era un hombre aproximadamente de su misma edad, misma panza y similar camisa hawaiana en tonalidades naranjas.

Se acercó a la barra.

-         ¿Sabe si han preguntado por mí? – preguntó al encargado. Éste secaba vasos con un paño. Parsimonioso, el hombre alzó el vaso y lo miró al trasluz.
-         No, creo que no – dijo con el vaso alzado
-         ¿Está usted seguro?
-         Casi seguro. Pero si quiere puedo asegurarme.
-         Asegúrese, por favor

El barman bajó el vaso, lo acercó a su boca y lo impregnó con su
aliento. Luego, dijo limpiándolo de nuevo:

-         ¿Cómo se llama usted?
-         Agostiño
-         No.  Nadie ha preguntado nunca por usted. ¿Quiere tomar algo?
-         Póngame una caña.

El camarero cogió un vaso y lo llenó en el grifo de cerveza

-         Esperaré sentado – dijo Agostiño acomodándose en uno de los taburetes mirando hacia la puerta de entrada
-         Es lo mejor. Cerramos de madrugada. – dijo el camarero

Agostiño siguió hablando de banalidades con el camarero mientras éste trasteaba detrás de la barra. Mi cuñado al verlos hablar tan amigablemente pensó que ya se conocían.  Luego, Agostiño, con una nueva cerveza en la mano, paseó la mirada por el local y decidió sentarse en la mesa que se hallaba frente a mi cuñado, al otro lado del ventanal.

 Ambos se saludaron con un leve movimiento de cabeza. Mientras tanto, dos nuevos clientes entraron en el bar. Uno de ellos llevaba puesta otra camisa hawaiana con su particular y rutilante estampado.
De pronto oyeron que uno de los viejos que jugaban a las cartas, gritó dirigiéndose al dueño del bar:

-         ¿Qué pasa, Juan, vas a celebrar una fiesta hawaiana?
-         Eso parece – dijo 

Mi cuñado y Agostiño sonrieron.

-         Me encantan las camisas hawaianas – dijo el primero
-         Sí, a mi también. Son alegres.

Pasado el rato y tras un par de cervezas más, Agostiño se miró el reloj de pulsera. Hizo un gesto de pesar con el rostro. Eran ya las cinco y media de la tarde. Miró a través del ventanal y le invadió un leve sentimiento de  desamparo, de no saber muy bien qué hacía allí, si no se habría precipitado haciendo aquel viaje.  Pensó  que debería haber pedido a su potencial empleador que le enviara un jamón como paga y señal.

-         ¿Sabe si hay en el pueblo algún hostal baratito? – dijo dirigiéndose a mi cuñado.
-         Lo siento, no soy de aquí. 
-         Yo tampoco. Estoy esperando a alguien. Y se retrasa.
-         ¿Una mujer?
-         No, un hombre. Pero no soporto la impuntualidad.
-         Lo mismo me pasa a mi. La impuntualidad me saca de quicio – dijo mi cuñado – También estoy esperando a alguien.
-         ¿Una mujer?
-         Un hombre, y también se retrasa.
-         No esperaremos al mismo hombre… - dijo Agostiño. Y añadió – : No me extrañaría.  A saber con cuantas personas habrá quedado. Claro que en ese caso podemos buscar juntos el hostal.
-         No. Yo tengo alquilada una finca a las afueras.
-         ¿Está de vacaciones? He leído en los carteles que son las fiestas del pueblo.
-         No, trabajo. ¿Ha venido solo o acompañado?
-         Solo. Soy divorciado, sin hijos, sin dinero y sin trabajo.
-         Igual que yo excepto en lo último. – dijo mi cuñado. Y añadió, como por decir algo –  Son malos tiempos... La crisis, ya se sabe

Agostiño guardó silencio y aprovechó para dar un buen tiento a la cerveza. Luego, dijo:

-         Si quiere puede pasar la noche en mi finca.
-         No quisiera molestarle.
-         En absoluto. Aunque espero que  no sea usted un amigo de lo ajeno o un sicópata.
-         Si lo fuera ahora tendría dinero y sería viudo. 
-         Entonces no se hable más. ¿Me permite que me siente con usted? Llevo una semana sin hablar con nadie.
-         Cómo, no

Mi cuñado se levantó de la silla y se acercó a la mesa de Agostiño. Antes de sentarse llamó la atención de Juan y pidió dos nuevas  cervezas. Tras lo cual, alargó la mano y dijo su nombre.

-         Agostiño. – dijo éste estrechándosela. 
-         ¿Agostiño Loureiro Loureiro? – dijo mi cuñado
-         El mismo.  ¿Es usted…?
-         El mismo.
-         Me alegro. Pero siéntese, siéntese…

Ambos esbozaron una amplia sonrisa de satisfacción. Sin admitirlo, horas antes de su encuentro, tanto uno como otro sintieron, aunque leve, una cierta vacilación a convivir con alguien desconocido, preguntándose si tal decisión no habría sido precipitada. Pero la breve charla  anterior disipó tales temores.

Más parecidos de aspecto, no podían ser. No sólo físicamente, sino también de carácter. Cualquiera que los viera charlar  sentados a la misma mesa en bar La Jewellery, hubiera dicho que eran mellizos, o a lo menos, amigos de infancia, aunque se trataran de usted. Tratamiento que establecieron y que sólo abandonaban en contados momentos.  

Ambos eran confiados por temperamento sin llegar a la candidez. Y en no pocas ocasiones sus allegados o aquellos que decían quererles bien,  les censuraban tal inclinación, pero su experiencia les demostraba que  las satisfacciones que les producía la confianza eran cuantitativamente mayores  que las decepciones de lo contrario.

Sin vivencias del pasado o idea de futuro que les escaldara  al punto de modificar su visión de la vida, no tenían más tiempo y pensamiento que para el presente. Siempre a salto de mata.

Dos niños grandes que aceptaban sin cuestionamientos inútiles sus existencias. Iguales, pero cada uno a su modo, y cada uno con sus diferencias que perfectamente podían intercambiarse como si fueran parte de una misma personalidad.

Dos seres que no perdían el tiempo en baldías lamentaciones ni pensamientos agoreros o irresolubles.  No tenían nada, bien es verdad, y de tener, a buen seguro que vivirían con más comodidades,  pero no más satisfechos.

 Con más posibles no buscarían, tal vez y sólo tal vez, agua en una finca baldía,  sino que posiblemente harían prospecciones petrolíferas en los mares del norte, aunque  no con más aliciente y entusiasmo.

Y allí estaban ambos, en bar La jewellery Of The Tapa, en Trijueque: uno, encantador de serpientes y constructor de castillos de arena en la playa, y otro, un zahorí dotado de sensibilidades paranormales. 





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