domingo, 6 de octubre de 2019




                           MARIA, ANTONIO, CARLOS

                                                MARIA


      Puntualmente llamó al timbre de la puerta.

      Desde las axilas, notó que dos gotas de sudor frío resbalaban por sus costados. 

martes, 18 de diciembre de 2018

                                  EL FUTURO


      No hacía mucho que había acabado la carrera y trabajaba  de médico interino en el Hospital del Mar. 

domingo, 25 de noviembre de 2018



                                  HAY DIAS


       Hay días en los que uno no está para poesías.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

martes, 16 de octubre de 2018


                  REMEDO DE OLOR A CEBOLLA
                                          CJC

    Abrió los ojos e inmediatamente notó aquel maldito olor nauseabundo.

    Era un olor putrefacto, que día tras día, desde hacía varios años, como si le velara el sueño, le empantanaba el olfato nada más  despertarse.

    Al principio el hedor apena sí duraba unos minutos, y solo al despertar, pero con el transcurso del tiempo,  el olor fue prolongándose y ahora no había instante del día que no lo oliera

    Pero aquella mañana, la fetidez era sencillamente insoportable. Parecía rezumar de todas partes, de sus cabellos, de sus manos, de los muebles.... de las mismas paredes

    Se levantó, y como otras veces, fue a abrir la ventana para ventilar la habitación, pero la aborrecible fetidez, por primera vez,  también estaba fuera, como si el viento por contagio se hubiera  infectado aquella misma noche

   Cerró la ventana, se dirigió al cuarto de baño  y se duchó restregándose inútil y desesperadamente con la manopla de sisal.

   Luego, entre náuseas, fue a la cocina.

   Allí se hallaba su esposa. Nunca le había mencionado aquel padecimiento suyo. Para qué. Solo hubiera hecho que preocuparla. Y ella ya tenía bastante preocupándose de su débil corazón.

-         Buenos días – dijo su esposa de espaldas al oír  la puerta.

Era tarde ya, y cocinaba el almuerzo

-         Buenos días – dijo el hombre con la mano taponándose la nariz
    
  La mujer al oír la voz nasal de su marido se volvió

-         ¿Por qué te tapas la nariz? – preguntó
-         Huele fatal.

   La mujer aspiró repetidamente tratando de sentir el mal olor.

-         Huele a cebolla y a comino – dijo – Estoy cocinando – Luego cogió el plato con  trozos de carne que se hallaba junto a ella y lo olió – Nunca te ha desagradado el olor a cebolla – añadió

   El hombre se dirigió a la mesa y se dejó caer sobre una de las sillas.   

   El sol de la mañana que entraba por el amplio ventanal le cubría las piernas. La mujer se giró hacia él  y calló al verle en actitud tan abatida.

   Llevaba puesto  un  delantal blanco, y debajo una camisa de seda brillante color rosa y pantalones de campana que tal vez estuvieran de moda hace veinte o más años. Tenía el pelo teñido de rubio y cardado.

   Sin serlo, aparentaba  treinta años más joven que él, que ahora, en pijama y tan apesadumbrado parecía  un anciano.

-          Es repugnante – dijo el hombre –  No puedo soportarlo más. Estoy podrido
-         Qué vas a estar podrido, hombre
-         Lo estoy

    La mujer se acercó al ventanal secándose las manos en el delantal.

-         No abras –  dijo el hombre – Afuera también huele

    Aún así la mujer abrió.

-         No... huele...
-         ¡Ya lo sé!- exclamó el hombre furibundo. ¡Ya sé que tú no lo hueles! ¡Nadie lo huele! Sólo yo.  
-         Una vez mi padre dijo que todas las mañanas olía a flores de
Camposanto
-         Únicamente durmiendo parece desaparecer este horrible miasma – dijo el hombre
      -  Oh, vamos, cariño, creo que estás exagerando
-         No puedo...no puedo dejar de oler ...
-         ¿Qué olor exactamente?
-         Ese olor...
-         ¿Pero a qué hueles?
-         Huelo...
-         ¿A qué?- dijo la mujer
-         A cadáver. Huelo a cadáver.
-         ¿A cadáver?
-         Sí. A muerto.
-         Pues a mi me huele a cebolla.  
-         No. Huele a nuerto.  Es repugnante
-         Pues yo huelo a cebolla
-         ¡Cómo he de decírtelo! Huelo a muerto. ¿Lo entiendes? HU-E-LO A MU-ER-TO- acabó gritando
-         No grites- dijo su esposa-. Cálmate.   
-         ¡No quiero calmarme! ¡Es inmundo! Huele que apesta¡

     Sentado como estaba, el hombre se doblo de pronto por la cintura. Hubiera querido vomitar, pero tenía el estómago vacío y sintió cómo se le desgarraba.

-         Por qué no te vas a la cama y tratas de dormir –  dijo la mujer – Has dicho que durmiendo... Tal vez luego te despiertes mejor. Mañana iremos al médico.
-         ¿Al médico? ¿Y qué me recetará? ¿Agua de colonia? ¡Es inútil! ¿Lo entiendes? Es inútil. Lo he intentado todo –  exclamó el hombre fuera de sí – Creo que estoy podrido.
-         Pues yo sólo huelo a cebolla.
-         ¡Y dale  con que huele a cebolla! ¡Huele a perro muerto!
-         Tranquilízate.
-         No quiero tranquilizarme
-         No sé si podré soportar este maldito olor por mucho tiempo. Es asqueroso
    
    Se incorporó con gran esfuerzo de la silla. Estaba libido y se tambaleaba.  La mujer se colocó a su lado y trató de ayudarle.

-         Déjame –  dijo apartándola de malas maneras – Estoy podrido.
   
    El hombre salió de la cocina arrastrando los pies. Cuando llegó a la habitación se echo en la cama, pero no pudo dormir.

    En la cocina la mujer terminó de cocinar, apartó la sartén del fuego y se disponía a probar el guiso con la cuchara de palo, cuando de pronto, como si fuera a desmayarse, como si súbitamente su corazón quedara ahogado al vacío, como un mal presagio, todo quedó en silencio.

Y corrió hacia el dormitorio.

    Enmarcada en la puerta vio que su marido no yacía sobre la cama,  y que la ventana se hallaba abierta de par en par con las cortinas ondeando al viento.

    Iba a asomarse a la misma cuando sonó el timbre de la puerta con un sonido cadencioso y reconocible. Sin duda era él. Fue hacia el recibidor, se atusó el pelo en el espejo y abrió.

Efectivamente, era él, su marido.


-         Ya no huele – dijo – Ya no huele
-         Lo sé –  dijo su esposa

Ahora, la luz que entraba por el ventanal de la cocina  lo cegaba todo









sábado, 16 de septiembre de 2017

                           Brontofobia                 


       Estaba echada a lo largo del sofá, adormecida, cuando me pareció oír el timbre de la puerta. Abrí los ojos y me quedé expectante.

       Serían las cuatro de la tarde, pero el salón se hallaba extrañamente en penumbra, como si fuera tarde avanzada
.
       Oí un trueno y el timbre volvió a sonar. El caso era  que no deseaba recibir ni hablar con nadie.

martes, 15 de agosto de 2017




            UNA MUJER, TRES CERVEZAS Y UN PAVO


    Como casi cada día llegué a casa a eso de las siete y cuarto de la tarde. Aún resonaba en mi cabeza desde la mañana la voz quejumbrosa y cruda de Jim Morrison en su tortuoso tema The end.

 Desde la puerta,  pude ver que la mujer estaba en el comedor sentada en el sofá mirando la televisión a todo volumen.

-         Hola – dije
-         Hola. ¿Ya estás aquí?
-         Sí. ¿Cómo ha ido la tarde?
-         Bien… - dijo sin ánimo
-         ¿Necesita algo?
-         No, no…
-         De acuerdo – dije –  Voy a cambiarme.  Si tiene calor ponga el aire acondicionado.

    No contestó

    Aún no había entrado el verano, pero el calor que estaba haciendo aquellos días era de plena canícula. Después de cambiarme, más cómodo y fresco,  cogí una cerveza de la nevera y fui a sentarme a su lado.
    
    Busqué  el mando del  aire acondicionado.

-         Hace muchísimo calor.  – dije mientras lo conectaba.
-         Sí… – dijo sin dejar de mirar la pantalla del televisor
  
     El sonido de éste era tan ensordecedor que durante un instante temí que algún vecino llamara a la muerta para quejarse del estruendo

     Di varios sorbos de cerveza dudando si subirme a leer a la terraza o permanecer a su lado haciéndola un poco de compañía.

     Aun no hacía siquiera diez días que había enviudado. Su marido, mi suegro, de ochenta y nueve años, había muerto de…  Qué demonios importa, de extenuación, de agotamiento.
   
De pronto, mientras bebía, observé que la mujer se llevó la mano al bolsillo de la bata, sacó un pañuelo de papel y se secaba los ojos  

    Nunca había visto llorar a aquella mujer. Seguramente lo hiciera en la muerte trágica de su hermano, pero no lo recuerdo. Recuerdo su determinación, su entereza, sus palabras de consuelo a la viuda mientras bajábamos cogidos del brazo por la pendiente del cementerio.

    Ni siquiera la vi llorar durante la convalecencia de su marido en el hospital.

    Y ahora lloraba sin estridencias,  en un esfuerzo titánico de reprimir las lágrimas.

    Creo que una de las cosas más duras a las que todos nos hemos enfrentado alguna vez es la de tratar de consolar a una persona a la que realmente quieres. Las palabras carecen absolutamente de sentido, todas suenan tópicas, baldías, absurdas  y ridículas por más que hayamos pasado por un similar trance.
   
    Entre decir que uno comprende o acompaña en el sentimiento a alguien en su pena, y sentirla de verdad, hay la misma diferencia que entre vivir el terror real y ver una película de terror.    

    Según mi entender, lo mejor en esas desgraciadas ocasiones es callar,  guardar un respetuoso silencio y tratar de  fundirte con el apenado en un sincero y afectuoso abrazo.  Nada más

    Dejé la cerveza sobre la mesa de centro y acaricié suavemente la espalda de la mujer hasta pasar mi brazo pos sus hombros. Luego la besé en la mejilla sin decir nada. El llanto en sí mismo es el mejor consuelo y un merecidísimo tributo  a la gran persona que fue su marido.  Por qué tratar de evitar entonces su llanto con memeces absurdas como: Vamos mujer, ánimo. No llores. Todo pasará. Es ley de vida. Etc, etc

    De pronto ella dijo compungida:


-         Nunca pensé que nos pudiera pasar algo malo. Sí que temíamos cuado tú y la Mary, o mi hijo,  salíais en coche por la noche… Temíamos que pudierais tener un accidente;  eso sí – siguió diciendo  limpiándose las lagrimas  – pero a nosotros… ¿pasarnos algo?– siguió diciendo – ¡Nunca! ¡Jamás! Jamás lo pensé¡ – repitió con tal seguridad que me conmovió fuertemente

    La mujer acabó de limpiarse las lágrimas y volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo de la bata. Tenía el rostro arrebolado, y su piel era casi translucida, monjil  

-         Como si eso sólo pudiera pasarle a  los demás… – dije inseguro

    Ella me miró entonces como si repasara mentalmente lo que yo acababa de decir 

-         Sí. Sí, eso es – dijo con un alborozo que me sorprendió.

    Como si yo acabara de expresar un sentimiento inefable  que explicaba  exactamente su  perplejidad ante la muerte de su marido.

    Luego, al cabo de unos segundos, la mujer apoyó agradecida su cabeza en mi hombro y no tardo en llorar de nuevo.  Lloró en arrebatado silencio, sin el menor suspiro, sin importarle donde fueran a parar sus lágrimas, sin tratar de detenerlas, como abandonada a un dolor que iba más allá de ella misma. Como si a sus ochenta y ocho años acabara de descubrir la fragilidad de la vida. Ahora no sólo llorara por su marido, o por ella, o por sus hijos, o por mi, sino por el mundo entero. O al menos eso me pareció a mi.

Así estuvo varios minutos. Luego incorporó su cabeza.

-         No estoy dejando que te tomes la cerveza – dijo
-         No importa – dije
  
 Tomé  la botella y la agoté de un solo trago.

-         ¿Quiere tomar alguna cosa? – dije levantándome del sofá –  Agua, zumo, un poquito de vino de misa de su hijo, güisqui… - acabé bromeando
-         ¿Yo güisqui…? – dijo esforzándose en sonreír  –  No, no quiero nada

     Fui de nuevo a la nevera a por otra cerveza que me tomé rápidamente mirando por el ventanal de la cocina tratando de no pensar en nada. Respirando profundamente.  Luego cogí una tercera botella y volví de nuevo al sofá.

    Ella ya apenas habló. Parecía reestablecida. Sólo de vez en cuando hacía algún comentario despreciativo sobre lo que decía algún contertulio del programa televisivo. Yo me repanchingué en el sofá, y ya bajo los efectos de las cervezas, no pude dejar de pensar en sus palabras.

    No me explicaba cómo alguien podía ser tan… ¿inconsciente? de su mortalidad. Cómo había podido bloquear en su mente tan significativo y fatídico hecho al que todos sin excepción estamos condenados y que en mayor o menor medida nos aterra ¡Nunca! Jamás, me repetía una y otra vez. Tal vez sintiera envidia, o compasión, no lo sé

    Pero como siempre una cosa lleva a la otra, recordé de pronto la historia de El pavo inductivista de Bertrand Russell.

     Supongo que todo el mundo ha leído u oído hablar de tan famosa  metáfora. De cualquier modo la contaré en una versión libre (Después de tres cerveza, todo lo que yo pueda contar es una versión libre) Ahí va


    VERSION LIBRE DEL PAVO INDUCTIVISTA
                  DE BERTRAND RUSSELL

    Érase una vez un pavito que llegó un día a una granja de Little Creek, (Sí, sí va a ser una versión libre) y desde ese mismo día, observó que un hombre cruzaba el patio con un cubo de zinc y le ponía de comer a las 9 en punto de la mañana.

    Pero como era un pavito que le gustaba la estadística y el  inductivismo, no quiso precipitarse sacando conclusiones erróneas.

    Tal vez, se dijo, mañana, o pasado mañana, el granjero no venga a las nueve sino a las diez o a las cinco de la tarde.

    Así que observó, que indefectiblemente,  bajo cualquier circunstancia el granjero cría pavitos, siempre cruzaba el patio con su cubo de zinc y le ponía de comer a la misma y exacta hora.

   Por lo que el pavito, que ya se había transformado en un pavo, (aunque le seguiremos llamando pavito) llego a la conclusión, como verdad absoluta,  de que siempre  comería a las nueve en punto de la mañana.

    Pero un día, el granjero, que apareció como siempre a la misma hora, se acercó al pavito, y… ¡zas! lo degolló.

   ¡Hostias!
   Pobre Pavito

    Atónito y cariacontecido, (No era para menos)  el pavito recogió entonces su cabecita, se la acurrucó bajo una de sus alas y se dijo malhumorado: Esto no va a quedar así, granjero desalmado.

   Y el pavito subió directa y rápidamente a los cielos.

   Allí, como es preceptivo, se encontró con el becario de san Pedro que se encargaba de juzgar a sus congéneres

-        Veo –  dijo el becario mirando la ficha de su vida y obra –  que has sido un pavito bueno, por lo que, como compensación, te enviaré a un lugar preeminente en el cielo junto a san Isidro Labrador.
-        El caso es… - empezó a decir tímidamente el pavito
-        ¿El caso es, qué? –  le interrumpió el becario sintiéndose contrariado.

    Tras él había miles de pavos esperando ser juzgados, y el becario no quería pasarse la eternidad juzgando pavipollos  

-        Perdóneme señor becario de san Pedro,  pero aquí ha debido de haber un error – dijo el pavito.
-    Un error…, claro, claro…- dijo el becario con desden.
-   Sí señor.  Yo…, bueno… creo que…  he sido degollado injustamente, y que mi muerte podría ser considerada como una violación flagrante de una las leyes  universales más importante
-   ¡No me digas…! –   dijo el becario aún más irónico si cabe, aunque también era verdad que no estaba versado en leyes universales –  ¿Y qué ley es esa?
-   La ley causa-efecto – dijo el pavito pomposo –   Y dice así: Toda causa tiene su efecto, todo efecto tiene su causa
-   Pues yo me sé una ley universal que para tu caso viene que ni pintada, y que tú, obviamente, no has tenido en cuenta – dijo el becario molesto –  Y dice así: Todo ser vivo que posea cuello es susceptible de ser degollado” ¿Qué te   parece?

-        Ya, pero para ser degollado, independientemente de tener cuello, se necesita una causa – dijo el pavito. Guardó una breve silencio y añadió: –  Señor becario, durante años he observado minuciosamente todo fenómeno que pudiera darse a mi alrededor, y, lloviera o hiciera sol, frío o calor, fuera lunes o cualquier otro día de la semana o mes, verano o invierno, el granjero siempre venía a las nueve en punto de la mañana con su cubo de zinc y me ponía de comer.  ¿Por qué entonces hoy se ha abalanzado sobre mi a degüello? Esa es la cuestión. ¿Por qué he sido degollado cuando nada hacía presagiar tan antinatural comportamiento?
-        Tal vez al granjero se le cruzaran los cables
 -   ¿Y crees que eso no lo hubiera notado yo nada más verle? Como todos los días en esta misma fecha, desde hace siete años que es justo mi tiempo vital, el granjero salió al porche de su casa vestido con su camisa de cuadros de franela que sólo se pone en señalados días del año, sus vaqueros limpios, sus mejores botas camperas y tocado con una gorra de visera con el logo I love Little Creek. Luego, como siempre,  miró al cielo,  oteó lontananza, sonrió de medio lado, escupió el tabaco que masticaba y tras subirse los pantalones con gesto de satisfacción, fue al  cobertizo y salió con su cubo de zinc que contenía mi comida. Como ves, becario, nada que pudiera indicar el menor trastorno. En cuanto a su perfil psicológico, nunca mostró los típicos síntomas característicos de la psicopatía. Se condujo empático, calido y cordial hasta la última décima de segundo en que, abalanzándose  sobre mi,  me decapitó. Por eso, creo que mi muerte ha sido un pequeño error en la naturaleza de las cosas. Y por lo mismo pido que se revise mi caso y se me devuelva a mi granja. Pues no olvides, becario, que en la naturaleza no puede darse nada antinatural, ni elementos aleatorios o espacios para el azar. Dios, dijo Einstein, no juega a los dados
-        ¡Uy… me dejas a-pavo-lla-do con tus conocimientos de la naturaleza, pavito! – dijo el becario haciendo un no muy glorioso juego de palabras
-        Estoy  convencido – siguió diciendo el pavito con afectación  –  que con mi muerte se ha abierto una pequeña fisura en el cosmos, fisura que de no cerrarse inmediatamente acabará engullendo al mismo universo.
-        ¿Tú crees que es para tanto, pavito?
-        La ruptura de las leyes universales, tal que la de causa- efecto, acabará con todo, incluido el hombre, ese animal papanatas que se cree el centro de la creación. De qué le serviría su sapiencia, su lógica, sus investigaciones sin orden a qué atenerse. Por poner sólo un ejemplo, dime de qué le serviría al pobre diablo de Stephen Hawking, investigar los agujeros negros, si dichos agujeros a la noche siguiente son coloraos, ¿eh? No, necesitamos puntos de referencia, leyes inamovibles, mojones imperecederos que nos guíen y nos señalen el camino.
-        Está bien, ya le diré a mi superior que ponga más mojones en el cosmos
-        Sin ellos, todo sería desorden y anarquía. Lo que nos llevaría al Bang Big

-        ¿Y eso qué es? – preguntó el pobre becario a sabiendas de que instantáneamente se arrepentiría de haber preguntado.
-        ¡La implosión universal! – dijo enfático y grandilocuente el pavito – El Big Bang, pero al revés. La vuelta a la nada
-   Ah, ya, claro, el Bang Big. Perdóname, no había caído
-        Y… –  empezó a decir  el pavito de nuevo tras callar un instante para atraer atención del becario. A éste,  aunque el pavito le estaba empezando a producir  cierta gracia con sus ocurrencias lógicocausales, no era menos cierto que también le estaba  retrasando su trabajo – si yo – continuó diciendo el pavito – he muerto sin aparente y causal motivo, quién dice que por el mismo principio los muertos no vuelvan a la vida y se produzca el advenimiento zombi, ¿eh, becario?
-        ¿Advenimiento zombi?
-        Sí, el Apocalipsis
-        Eso es…, je, je – dijo el becario tratando de reprimir la risa – ¡Menuda chuscada! Eso es imposible. Los zombis no existen ni han existido nunca.
-        Nunca, nunca… no ¿Acaso Jesucristo no resucitó al tercer día?
-        ¿Insinúas que Jesucristo es …– dijo el becario en tono de reproche
-        No,  por Dios, yo sólo repito lo que dicen la Santas Escrituras
-        Jesucristo era el hijo de Dios – pontificó el becario
-        ¿Y Lázaro? – añadió el pavipollo

     Este pavito está resultando irreverente – pensó para sí el becario –  si sigue hablando mismamente, y yo respondiéndole en tan delicadas cuestiones, acabaremos los dos metidos en un lío celestial. Mejor deshacerme de él”

-        Está bien, está bien – dijo  – como yo no tengo potestad para volverte a la vida como pides llamaré a una estancia superior.
-        Sí, comunícate con san Pedro
-        No te aconsejo a san Pedro. Escasamente hace 2000 años que se acostó  y no creo que se despierte de buen humor en mitad de su siesta.
-        De acuerdo – dijo el pavito – llama entonces a Jesús, que según El mismo es la resurrección y la vida, y que con Lázaro, ya tiene experiencia.
-        No sé, no sé… Jesús… –  titubeó el becario –  Es que…  después de su paso por la Tierra…  anda el pobre de psicólogo en psicólogo. Como sabes o deberías saber, le hicieron pasar por un calvario
-        ¿Y aún no se ha repuesto?
-        ¿Reponerse? ¡Qué va! Creo que quiere volverse budista, con eso te lo digo todo.
-        ¿Entonces, quién?
-        Ya lo tengo – dijo el becario tras reflexionar un instante – : San Longinos ¿Has oído hablar de él?
-        Pues, no
-         Cayo Casio Longino fue el centurión romano que atravesó con su lanza el costado de Jesús ya crucificado
-        Pues qué quieres que te diga, becario, pero con esos antecedentes no creo que sea el mejor para mis intereses
-        No, tranquilo. Nada más rejonear al Hijo de Dios crucificado tuvo una revelación divina. Abandonó el ejército y fue instruido por los apóstoles ganando con sus prédicas muchas almas para Cristo. Más tarde fue apresado y juzgado por el gobernador romano, que por hallarse  ese día piadoso y compasivo, indulgentemente ordenó que sólo le arrancaran los dientes y las muelas a base de mandobles, y ya puestos, que le cortaran la lengua para que no pudiera seguir predicando.  Pero Longinos, erre que erre, siguió promulgando la fe en Dios, no se sabe si mediante la escritura o el lenguaje signado de los sordomudos.  El caso es que para su desgracia fue de nuevo apresado, y el gobernador romano, que ese día no se hallaba tan benevolente,  nada más verle, exclamó: ¡Me cago en tus dientes y en tus muelas, Longinos! Y… ¡zas!le cortó la cabeza. Por eso he pensado que al morir como tú a degüello, tal vez se mostrara más comprensivo. ¿Qué te parece, pavito? ¿Estás de acuerdo?
-        De acuerdo – dijo éste, aunque no muy convencido
-        No te preocupes. Es un buen santo, y no muy exigente

Ni siquiera hizo falta que el becario invocara al Santo Longinos,  éste se personó como si hubiera estado escuchando, y no en forma etérea o espiritual, sino en carne y hueso. El respingo que dio el pavito al verle fue de los que nunca e olvidan, ya que el santo iba, no vestido de tal, sino del centurión romano que una vez fue.

   Era alto y fuerte, e iba tocado con el típico casco con penacho y la bruñida armadura que simulaba y exageraba la musculatura de su torso, lo que le daba un aspecto fiero que, unido a la gravedad de su rostro, a lo Jack Palance acojonó lógicamente al pavito. Con las manos cruzadas atrás, inquisitivo, el santo, ahora centurión, se acercó a él ignorando al becario.  

-        Con que éste es el pavito del Bang Big y el Apocalipsis zombi ¿eh? – dijo el santo  centurión con voz sobrecogedora. Muerto de miedo el pavito miró compasivo al becario, que tan sorprendido como él, se encogió de hombros – Y como he podido escuchar, buscas una explicación a tu muerte, una causa, ¿no es así?
-        Yo… Así es… – dijo el pavito con un hilillo de voz casi inaudible.

    El santo centurión se colocó entonces cuan grande era frente a él y mirándolo fijamente a los ojos, dijo:

-        Y para ello, un ser insignificante como ú,  osa en poner en tela de juicio  la Obra de Señor


    Él pavito notó instantáneamente cómo se le revolvía el bajo vientre y le palpitaban los  esfínteres.

-        Bueno… yo… – empezó a decir dubitativo el pavito
-        Tú, ¿qué?
-        Yo…
-        ¡Yo!, ¡yo! – atronó el santo centurión – ¡Esa es tu palabra favorita!
-        No, no…en absoluto… en absoluto. El egoísmo no cabe en mi, humildemente me considero un ser altruista y generoso. Sé que soy una criatura insignificante, como a bien y certeramente ha tenido usted la bondad de remarcar. Lo soy.  No tengo de ello la menor duda. Pero sepa que jamás he albergado en mi ánimo deseo alguno de cuestionar la magna Obra del Señor. No. Crear el Universo y a cuantas criaturas pudiera albergar no es moco de… Sé que ha de haber un buen motivo o causa – siguió diciendo temeroso –  para mi degollamiento; causa que posiblemente ni siquiera merezca saber teniendo en cuenta que los designios del Señor son inescrutables. Vengo a decir con esto que no ha de existir pavo más  creyente, devoto y pío que este que está ante usted. Que con mi queja u objeción no ha habido más voluntad que contribuir en la medida de mis humildes posibilidades a perpetuar  la naturaleza de las cosas, es decir, de la Creación. Pues tal vez, con mi muerte se hubiera producido un pequeño lapsus lógicus que de ser descubierto por los detractores de Dios estos pudieran usarlo en su contra.

El santo centurión guardó silencio, como si meditara las palabras del pavito. Éste aguardó intranquilo su dictamen. Por fin, el santo Longinos, dijo:

-        Me ha resultado muy grato escuchar tus humildes y fervorosas palabras, pavito. Y bien es cierto que increíblemente Dios también tiene sus detractores. Tus observaciones  individuales han sido meticulosas, verdaderas, y por tanto concluyentes, y lógico es pues que hayas alcanzado deducciones  inductivas certeras. El granjero no padecía locura alguna que justificara tu degollamiento como bien sé. Por lo que no hay aparente razón o causa que justifique su cruel comportamiento. Ni tampoco existe, como tú  también has apuntado certeramente, causa externa. No es fácil tener en cuenta para un mortal todas y cada una de las circunstancias que pueden rodear  un hecho. Ni siquiera para mi, créeme. Nada pues justifica tu degollamiento. Por lo que te vamos a devolver a tu granja, a la vida.

Tras estas palabras el pavito no hubiera sentido menos alegría que un cristiano indultado de vérselas con las fieras en el circo romano

-        Gracias, gracias – acertó a decir escuetamente el pavito

El santo centurión retrocedió un par de pasos. Luego, sin dejar de mirar al pavito, como por ensalmo sonrió, y su rostro se tornó dulce y afable para alivio y tranquilidad del pavito

-        ¿Te gusta  mi traje de centurión? –  preguntó después mirándose así mismo de arriba abajo. Curiosamente su cuerpo parecía haber encogido, y lo que hasta ese mismo instante había sido un uniforme intimidatorio,   ahora no era más que un ridículo disfraz de carnaval. El pavito hizo un leve gesto asentimiento. El santo Longinos, añadió: –  A veces me gusta ponerme el uniforme de centurión para gastar una broma a los que llegan nuevos. La verdad es que con este uniforme impongo al más templado, ¿verdad?
-       
-        Está bien, pavito, disculpa la broma. Y no te preocupes, dentro de breves instantes volverás a tu granja
-        Gracias – dijo el pavito tratando de disimular su contento – Hoy me mostraré exultante  y agradecido celebrando una de la festividades más importante de Littel Creek
-        ¿Qué festividad es esa? – preguntó el santo Longinos distendido, por simple curiosidad
-        No lo sé exactamente. Pero muchos familiares y amigos de mi granjero se reúnen en el rancho, y tras darnos doble ración de pienso a todos los animales de su granja, nos muestra orgulloso a sus invitados. Es un día muy feliz para todo el mundo.
-        Veamos. Littel Creek es una ciudad de Estados Unidos de America
-        Así es
-        ¿Qué fecha es en la Tierra?
-        25 de noviembre de 2016 –  dijo el pavito
-        ¿25 de noviembre? – repitió el santo Longinos como para sí. Luego frunció el entrecejo, como si de pronto cayera en la cuenta de algo, y añadió: – Es decir, es el cuarto jueves de noviembre, ¿no es así?
-        Así es
El santo Longinos se sumergió entonces en un corto silencio que al pavito le pareció abismal. Al fin, dijo desconsolado:
-        Lo siento, pavito, pero mañana en Littel Creek celebran el Día de Acción de Gracias…
-        ¿Y? – acertó a decir el pavito
-        ¿Sabes qué es tradición cenar en esa festividad?
-        No
Y el santo Longinos, dijo:
-        Pavo



Dicho esto el santo Longinos como apareció desapareció, como por arte de magia, mientras el pavito incrédulo y contrariado quedó derrengado sobre sus patitas   

-        Yo también lo siento, pavito. – dijo el becario acercándosele – Por un momento creí que volverías a tu granja. Pero debes comprender que es muy difícil  para un ser mortal tener en cuenta todas y cada una de las circunstancia que pueden rodear un hecho complejo. Y la muerte lo es. Ya has visto que incluso lo es para un santo. Yo no sé nada de filosofía ni de leyes naturales, sólo soy un pobre conejito español, pero cuando me hablabas de la ley de causa-efecto, he dudado en mi ignorancia, si en realidad tú hablabas de una ley natural o de simple hábito. Para convertir en ley natural que tu granjero siempre te pondría de comer a las nueve en punto, dime,  ¿cuántas veces debe repetirse esa acción para convertirla en ley? ¿Mil veces, cien mil, un millón, un trillón de veces? Y al fin y a la postre, pavito, las cosas cambian, mutan. Es la naturaleza de la naturaleza.

    El pavito miró lánguido al becario

-        Animo, - siguió diciendo el becario – aquí estarás bien al lado de san Isidro Labrador
-        Tal vez tengas razón, becario – dijo incorporándose el pavito. Ya más repuesto, añadió: – Con que eras un conejito, ¿eh? ¿Cuál fue la causa de tu muerte? Si no te importa decírmelo.
-        En absoluto. Yo era un precioso conejito, como ya sabes, blanco y sedoso, y me convertí en la mascota de los hijo del dueño de la casa que me compró en una tienda de animales. Éste era también amante de la jardinería. Y un día…, me comí una verdolaga infectada de cochinilla
-        ¿Pero la cochinilla no es un parásito de las plantas?
-        Sí, pero mutó. Ahora la llaman la cochinilla malagueña
-        ¿La cochinilla malagueña?
-       
-        Vaya por Dios. En fin, becario, no somos nadie ¿por cierto, por dónde cae san Isidro Labrador?