sábado, 11 de octubre de 2014




                                                      LAS MONARQUÍAS

                                                          CAPÍTULO VII
   
                                            COGE EL DINERO Y CORRE


 Agostiño, como había prometido la noche anterior, se cuidó del resto de trabajos. Preparaba el desayuno, el almuerzo y la cena; limpiaba el chamizo y hacía las camas. Y a media mañana y a eso de las cinco de la tarde,  llevaba a mi cuñado un refrigerio para tomar fuerzas. “¡Ay estos hombres, qué harían sin nosotras! – se dijo Agostiño imitando la voz de su madre.


 Al segundo día mi cuñado hizo el brocal del pozo e instaló una garrucha para desalojar la tierra con espuertas.  A lo que  Agostiño se avino a ayudar en el vacío de las mismas.

-         Sin prisas, ¿eh?
-         Claro, claro…

Entre espuerta y espuerta, Agostiño trató de infundir ánimos a mi cuñado.

-         ¡Cómo le envidio, amigo mío! – dijo imitando la voz lastimera de un viejo enfermo crónico – ¡Quién pudiera! No sabe la suerte que tiene de poder estar ahí abajo pica que te pica lleno de salud y fuerzas. Qué…
-         ¡Agostiño! – gritó mi cuñado
-         Qué
-         Déjalo  

No. Motivar a mi cuñado para que el trabajo le fuera más llevadero no iba a ser fácil, se dijo Agostiño. Por la noche, mientras cenaban, ante el obvio  estado calamitoso de mi cuñado, dijo:

-         Oiga, ¿no cree, ¡digo yo!, que tal vez sería conveniente agenciarnos una perforadora de pozos?

Mi cuñado hizo un gesto extraño con la cabeza

-         Me gusta la artesanía – dijo empecinado

Agostiño tardó en contestar lo justo para reflexionar su respuesta.

-         Hombre, lo de la artesanía está bien, no se lo voy a negar. A quién no le gusta un encaje de bolillos, o un buen traje de sastre…, pero para cavar, lo que se dice cavar  a pico y pala… ¡Qué quiere que le diga! Yo diría que es llevar la artesanía muy lejos, ¿no cree? Tampoco hay que exagerar.

La devoción por la artesanía de mi cuñado estaba fundamentada en muy respetables y a veces románticos  argumentos: la tradición, el no dejar morir lo que nuestros abuelos y padres nos enseñaron, etc, etc. Pero en esta ocasión existía un argumento de aun más peso que los anteriores: el dinero.  

-         Así que, – siguió diciendo Agostiño –  mañana sin falta iré a Trijueque, sacaré dinero de mi cuenta y alquilaré una máquina perforadora de pozos, o de lo contrario cualquier noche de estas tendré que ponerle en escabeche

Mi cuñado después de tragar dio un sorbo de cerveza. Se limpió los labios con la servilleta. Y dijo:

-         Nada de eso. Seguiré picando. Sólo utilizaremos el dinero cuando sea absolutamente necesario.

Por la mañana Agostiño se levantó temprano. Cumplió con sus quehaceres domésticos y se sentó a la sombra en el poyo de la puerta del chamizo a pensar en cómo ayudar anímicamente a mi cuñado, cosa nada fácil si uno lo piensa bien.

Mientras pensaba  se tomó una cerveza, y luego otra, y otra; a la octava, gritó cual sabio griego: ¡Ya lo tengo! Y se encaminó hacia el pozo con paso tambaleante, sudando cerveza. 

Mi cuñado, con el torso desnudo, cavaba sudoroso en el fondo  impetuo… (Iba a decir   impetuosamente, pero mentiría. La verdad era que subir el pico por encima de su cabeza le costaba un durísimo esfuerzo de halterofilia. Bajarlo era más fácil: la inercia (¡Menos mal!)

Entonces, Agostiño, convencido de que la música alivia el cansancio, y acordándose de una escena de Woody Allen en Toma el dinero y corre, súbitamente, se arrancó a cantar a grito pelado:

-         ¡Voy a ver a miss Lissa, voy al Mississipi!
    ¡Voy a ver a miss Lisa, voy al Mississipi!                                                    
¡Voy a ver a miss… ¡Vamos, sígame, cante conmigo! ¡Voy a ver a miss Lissa, voy al Mississipi!
-         ¡Pero qué demonios hace! – chilló mi cuñado desde el fondo del pozo fuera de sí.
-         Anímese, cante conmigo: ¡Voy a ver a miss Lissa, voy al Mississipi… - como mi cuñado no se acabara de arrancar,  dejó de cantar. Dijo - : ¡Venga, hombre, no sea muermo! Cantar oxigena la sangre y da nuevos bríos. ¡Cante, a todo pulmón! Así: Voy a ver a mis Lisa, voy al Mississipi!

Mi cuñado entonces empezó a subir la escalera de cuerdas. Ya arriba y fuera del pozo,  se dirigió hacia Agostiño, que retrocedió varios pasos asustado al verlo de tan mal talante y un look facial que ya hubiera querido para sí el famoso y sanguinario  asesino de Valdemorillo.

Mi cuñado vio entonces la varita de avellano sobre la roca en la que solía sentarse Agostiño. La cogió, se acercó a él y subiéndola a la altura de sus ojos, la rompió en tres trozos.

-         No le ha gustado la canción. – dijo Agostiño. – No se preocupe: acepto peticiones.

Cenando Agostiño presentó sus disculpas, aunque se les escapaban las razones del  ataque de ira, cuando él sólo pretendía que el sobreesfuerzo le fuera más llevadero a mi cuñado.

 Éste aceptó las disculpas con un leve movimiento de cabeza.  Estaba tan dolorido y agotado, que incluso le costaba articular palabra. El mismo Agostiño observó que aprovechaba los bostezos para introducirse la comida en la boca. Para que no se durmiera sobre el plato, Agostiño no paró de hablar durante toda la cena.

-         ¡Lactato! – dijo de pronto Agostiño – ¡Eso es! Lactato. ¡Cómo no habré caído antes! A usted lo que le falta es lactato.  – mi cuñado miró a Agostiño con la indiferencia de una vaca campestre -  Y usted de eso anda escaso. No hay más que verle.
-        
-         No sabe lo que es ni ha oído hablar del lactato, ¿verdad?

Mi cuñado negó con la cabeza.

-         Pues sepa que sin lactato no hay quien cabe un pozo de veinte metros. ¡Se lo digo yo!
-        
-         ¿Y de la mitocondrias, ha oído hablar de las mitocondrias?
-        
-         Tampoco. En ese caso ni mencionar el piruvato, claro. No se preocupe, mañana iré al mercado de Trijueque.

Mi cuñado a duras penas podía mantener los ojos abiertos. La voz de Agostiño era desde hacía ya largo rato un lejano murmullo, inconexo y absurdo. De pronto quedó inmóvil con la cabeza gacha, dormido. Agostiño temeroso de que cayera desplomado. Dijo:

-         Venga, a dormir

Se levantó de la silla, pasó el brazo izquierdo de mi cuñado por sus hombros, le incorporó y acompañó al tabucodormitorio. Le desnudó y con cuidado lo tendió sobre la cama.

-         Duerma – dijo cuando se disponía a salir de la habitación.

Entonces, en un último esfuerzo, mi cuñado levantó el antebrazo para llamar su atención. Tenía los ojos cerrados.

-         Agostiño…
-         Sí.
-         Cuando…dijo que ahí… abajo había… un océano de agua…, no se refería… al océano pacífico, ¿verdad?
-         No, claro que no
-         Siento… haberle… roto su varita mágica
-         No se preocupe. Tengo decenas de varitas mágicas. Ahora duerma y descanse. Y no se preocupe, mañana en el mercado compraré  melindres, y leche, y frutos secos, y fruta, mucha fruta. Ya verá como al terminar el día se encuentra mejor.

Agostiño apagó la luz del pequeño cuarto, no sin antes dirigirle una leve sonrisa de satisfacción. A veces, a Agostiño, la humanidad le dominaba, no lo podía remediar.











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