UNA MUJER, TRES CERVEZAS Y UN PAVO
Como casi cada día llegué a casa a eso de
las siete y cuarto de la tarde. Aún resonaba en mi cabeza desde la mañana la
voz quejumbrosa y cruda de Jim Morrison en su tortuoso tema The end.
Desde la puerta, pude ver que la mujer estaba en el comedor sentada
en el sofá mirando la televisión a todo volumen.
-
Hola – dije
-
Hola. ¿Ya estás aquí?
-
Sí. ¿Cómo ha ido la tarde?
-
Bien… - dijo sin ánimo
-
¿Necesita algo?
-
No, no…
-
De acuerdo – dije – Voy a
cambiarme. Si tiene calor ponga el aire
acondicionado.
No contestó
Aún
no había entrado el verano, pero el calor que estaba haciendo aquellos días era
de plena canícula. Después de cambiarme, más cómodo y fresco, cogí una cerveza de la nevera y fui a sentarme
a su lado.
Busqué
el mando del aire acondicionado.
-
Hace muchísimo calor. – dije mientras
lo conectaba.
-
Sí… – dijo sin dejar de mirar la pantalla del televisor
El
sonido de éste era tan ensordecedor que durante un instante temí que algún
vecino llamara a la muerta para quejarse del estruendo
Di
varios sorbos de cerveza dudando si subirme a leer a la terraza o permanecer a
su lado haciéndola un poco de compañía.
Aun
no hacía siquiera diez días que había enviudado. Su marido, mi suegro, de
ochenta y nueve años, había muerto de… Qué demonios importa, de extenuación, de
agotamiento.
De
pronto, mientras bebía, observé que la mujer se llevó la mano al bolsillo de la
bata, sacó un pañuelo de papel y se secaba los ojos
Nunca había visto llorar a aquella mujer.
Seguramente lo hiciera en la muerte trágica de su hermano, pero no lo recuerdo.
Recuerdo su determinación, su entereza, sus palabras de consuelo a la viuda
mientras bajábamos cogidos del brazo por la pendiente del cementerio.
Ni siquiera la vi llorar durante la
convalecencia de su marido en el hospital.
Y ahora lloraba sin estridencias, en un esfuerzo titánico de reprimir las
lágrimas.
Creo que una de las cosas más duras a las
que todos nos hemos enfrentado alguna vez es la de tratar de consolar a una
persona a la que realmente quieres. Las palabras carecen absolutamente de
sentido, todas suenan tópicas, baldías, absurdas y ridículas por más que hayamos pasado por un
similar trance.
Entre
decir que uno comprende o acompaña en el sentimiento a alguien en su pena, y
sentirla de verdad, hay la misma diferencia que entre vivir el terror real y
ver una película de terror.
Según mi entender, lo mejor en esas
desgraciadas ocasiones es callar, guardar un respetuoso silencio y tratar de fundirte con el apenado en un sincero y
afectuoso abrazo. Nada más
Dejé la cerveza sobre la mesa de centro y
acaricié suavemente la espalda de la mujer hasta pasar mi brazo pos sus hombros.
Luego la besé en la mejilla sin decir nada. El llanto en sí mismo es el mejor
consuelo y un merecidísimo tributo a la
gran persona que fue su marido. Por qué
tratar de evitar entonces su llanto con memeces absurdas como: Vamos mujer,
ánimo. No llores. Todo pasará. Es ley de vida. Etc, etc
De pronto ella dijo compungida:
-
Nunca pensé que nos pudiera pasar algo malo. Sí que temíamos cuado tú y la Mary, o mi hijo, salíais en coche por la noche… Temíamos que
pudierais tener un accidente; eso sí –
siguió diciendo limpiándose las lagrimas
– pero a nosotros… ¿pasarnos algo?–
siguió diciendo – ¡Nunca! ¡Jamás! Jamás lo pensé¡ – repitió con tal seguridad
que me conmovió fuertemente
La mujer acabó de limpiarse las lágrimas y
volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo de la bata. Tenía el rostro
arrebolado, y su piel era casi translucida, monjil
-
Como si eso sólo pudiera pasarle a
los demás… – dije inseguro
Ella me miró entonces como si repasara
mentalmente lo que yo acababa de decir
-
Sí. Sí, eso es – dijo con un alborozo que me sorprendió.
Como si yo acabara de expresar un sentimiento
inefable que explicaba exactamente su
perplejidad ante la muerte de su marido.
Luego, al cabo de unos segundos, la mujer
apoyó agradecida su cabeza en mi hombro y no tardo en llorar de nuevo. Lloró en arrebatado silencio, sin el menor
suspiro, sin importarle donde fueran a parar sus lágrimas, sin tratar de
detenerlas, como abandonada a un dolor que iba más allá de ella misma. Como si
a sus ochenta y ocho años acabara de descubrir la fragilidad de la vida. Ahora
no sólo llorara por su marido, o por ella, o por sus hijos, o por mi, sino por
el mundo entero. O al menos eso me pareció a mi.
Así
estuvo varios minutos. Luego incorporó su cabeza.
-
No estoy dejando que te tomes la cerveza – dijo
-
No importa – dije
Tomé la
botella y la agoté de un solo trago.
-
¿Quiere tomar alguna cosa? – dije levantándome del sofá – Agua, zumo, un poquito de vino de misa de su
hijo, güisqui… - acabé bromeando
-
¿Yo güisqui…? – dijo esforzándose en sonreír – No,
no quiero nada
Fui de nuevo a la nevera a por otra cerveza
que me tomé rápidamente mirando por el ventanal de la cocina tratando de no
pensar en nada. Respirando profundamente. Luego cogí una tercera botella y volví de
nuevo al sofá.
Ella ya apenas habló. Parecía reestablecida.
Sólo de vez en cuando hacía algún comentario despreciativo sobre lo que decía
algún contertulio del programa televisivo. Yo me repanchingué en el sofá, y ya
bajo los efectos de las cervezas, no pude dejar de pensar en sus palabras.
No me explicaba cómo alguien podía ser tan…
¿inconsciente? de su mortalidad. Cómo había podido bloquear en su mente tan
significativo y fatídico hecho al que todos sin excepción estamos condenados y
que en mayor o menor medida nos aterra ¡Nunca! Jamás, me repetía una y otra vez.
Tal vez sintiera envidia, o compasión, no lo sé
Pero como siempre una cosa lleva a la otra,
recordé de pronto la historia de El pavo inductivista de Bertrand Russell.
Supongo
que todo el mundo ha leído u oído hablar de tan famosa metáfora. De cualquier modo la contaré en una
versión libre (Después de tres cerveza, todo lo que yo pueda contar es una
versión libre) Ahí va
VERSION LIBRE DEL PAVO INDUCTIVISTA
DE BERTRAND RUSSELL
Érase una vez un pavito que llegó un día a
una granja de Little Creek, (Sí, sí va a ser una versión libre) y desde ese
mismo día, observó que un hombre cruzaba el patio con un cubo de zinc y le
ponía de comer a las 9 en punto de la mañana.
Pero como era un pavito que le gustaba la estadística
y el inductivismo, no quiso precipitarse
sacando conclusiones erróneas.
Tal vez, se dijo, mañana, o pasado mañana,
el granjero no venga a las nueve sino a las diez o a las cinco de la tarde.
Así que observó, que indefectiblemente, bajo cualquier circunstancia el granjero cría
pavitos, siempre cruzaba el patio con su cubo de zinc y le ponía de comer a la
misma y exacta hora.
Por lo que el pavito, que ya se había
transformado en un pavo, (aunque le seguiremos llamando pavito) llego a la conclusión,
como verdad absoluta, de que
siempre comería a las nueve en punto de
la mañana.
Pero
un día, el granjero, que apareció como siempre a la misma hora, se acercó al
pavito, y… ¡zas! lo degolló.
¡Hostias!
Pobre
Pavito
Atónito
y cariacontecido, (No era para menos) el
pavito recogió entonces su cabecita, se la acurrucó bajo una de sus alas y se
dijo malhumorado: Esto no va a quedar así, granjero desalmado.
Y el pavito subió directa y rápidamente a
los cielos.
Allí, como es preceptivo, se encontró con el
becario de san Pedro que se encargaba de juzgar a sus congéneres
-
Veo – dijo el becario mirando la
ficha de su vida y obra – que has sido
un pavito bueno, por lo que, como compensación, te enviaré a un lugar preeminente
en el cielo junto a san Isidro Labrador.
-
El caso es… - empezó a decir tímidamente el pavito
-
¿El caso es, qué? – le interrumpió el
becario sintiéndose contrariado.
Tras él había
miles de pavos esperando ser juzgados, y el becario no quería pasarse la
eternidad juzgando pavipollos
-
Perdóneme señor becario de san Pedro,
pero aquí ha debido de haber un error – dijo el pavito.
- Un
error…, claro, claro…- dijo el becario con desden.
- Sí señor.
Yo…, bueno… creo que… he sido
degollado injustamente, y que mi muerte podría ser considerada como una
violación flagrante de una las leyes universales
más importante
- ¡No me digas…! – dijo
el becario aún más irónico si cabe, aunque también era verdad que no estaba
versado en leyes universales – ¿Y qué
ley es esa?
- La ley causa-efecto – dijo el pavito pomposo
– Y dice así: Toda causa tiene su
efecto, todo efecto tiene su causa
- Pues yo me sé una ley universal que para tu
caso viene que ni pintada, y que tú, obviamente, no has tenido en cuenta – dijo
el becario molesto – Y dice así: Todo
ser vivo que posea cuello es susceptible de ser degollado” ¿Qué te parece?
-
Ya, pero para ser degollado, independientemente de tener cuello, se
necesita una causa – dijo el pavito. Guardó una breve silencio y añadió: – Señor becario, durante años he observado
minuciosamente todo fenómeno que pudiera darse a mi alrededor, y, lloviera o
hiciera sol, frío o calor, fuera lunes o cualquier otro día de la semana o mes,
verano o invierno, el granjero siempre venía a las nueve en punto de la mañana con
su cubo de zinc y me ponía de comer. ¿Por
qué entonces hoy se ha abalanzado sobre mi a degüello? Esa es la cuestión. ¿Por
qué he sido degollado cuando nada hacía presagiar tan antinatural
comportamiento?
-
Tal vez al granjero se le cruzaran los cables
- ¿Y
crees que eso no lo hubiera notado yo nada más verle? Como todos los días en
esta misma fecha, desde hace siete años que es justo mi tiempo vital, el
granjero salió al porche de su casa vestido con su camisa de cuadros de franela
que sólo se pone en señalados días del año, sus vaqueros limpios, sus mejores
botas camperas y tocado con una gorra de visera con el logo I love Little Creek.
Luego, como siempre, miró al cielo, oteó lontananza, sonrió de medio lado, escupió
el tabaco que masticaba y tras subirse los pantalones con gesto de satisfacción,
fue al cobertizo y salió con su cubo de
zinc que contenía mi comida. Como ves, becario, nada que pudiera indicar el
menor trastorno. En cuanto a su perfil psicológico, nunca mostró los típicos síntomas
característicos de la psicopatía. Se condujo empático, calido y cordial hasta
la última décima de segundo en que, abalanzándose sobre mi, me decapitó. Por eso, creo que mi muerte ha
sido un pequeño error en la naturaleza de las cosas. Y por lo mismo pido que se
revise mi caso y se me devuelva a mi granja. Pues no olvides, becario, que en
la naturaleza no puede darse nada antinatural, ni elementos aleatorios o
espacios para el azar. Dios, dijo Einstein, no juega a los dados
-
¡Uy… me dejas a-pavo-lla-do con tus conocimientos de la naturaleza, pavito!
– dijo el becario haciendo un no muy glorioso juego de palabras
-
Estoy convencido – siguió diciendo
el pavito con afectación – que con mi muerte se ha abierto una pequeña
fisura en el cosmos, fisura que de no cerrarse inmediatamente acabará
engullendo al mismo universo.
-
¿Tú crees que es para tanto, pavito?
-
La ruptura de las leyes universales, tal que la de causa- efecto, acabará
con todo, incluido el hombre, ese animal papanatas que se cree el centro de la
creación. De qué le serviría su sapiencia, su lógica, sus investigaciones sin
orden a qué atenerse. Por poner sólo un ejemplo, dime de qué le serviría al
pobre diablo de Stephen Hawking, investigar los agujeros negros, si dichos
agujeros a la noche siguiente son coloraos, ¿eh? No, necesitamos puntos de
referencia, leyes inamovibles, mojones imperecederos que nos guíen y nos señalen
el camino.
-
Está bien, ya le diré a mi superior que ponga más mojones en el cosmos
-
Sin ellos, todo sería desorden y anarquía. Lo que nos llevaría al Bang Big
-
¿Y eso qué es? – preguntó el pobre becario a sabiendas de que instantáneamente
se arrepentiría de haber preguntado.
-
¡La implosión universal! – dijo enfático y grandilocuente el pavito – El
Big Bang, pero al revés. La vuelta a la nada
- Ah, ya, claro, el Bang Big. Perdóname, no
había caído
-
Y… – empezó a decir el pavito de nuevo tras callar un instante
para atraer atención del becario. A éste, aunque el pavito le estaba empezando a
producir cierta gracia con sus
ocurrencias lógicocausales, no era menos cierto que también le estaba retrasando su trabajo – si yo – continuó
diciendo el pavito – he muerto sin aparente y causal motivo, quién dice que por
el mismo principio los muertos no vuelvan a la vida y se produzca el advenimiento
zombi, ¿eh, becario?
-
¿Advenimiento zombi?
-
Sí, el Apocalipsis
-
Eso es…, je, je – dijo el becario tratando de reprimir la risa – ¡Menuda
chuscada! Eso es imposible. Los zombis no existen ni han existido nunca.
-
Nunca, nunca… no ¿Acaso Jesucristo no resucitó al tercer día?
-
¿Insinúas que Jesucristo es …– dijo el becario en tono de reproche
-
No, por Dios, yo sólo repito lo que
dicen la Santas Escrituras
-
Jesucristo era el hijo de Dios – pontificó el becario
-
¿Y Lázaro? – añadió el pavipollo
Este pavito está resultando irreverente –
pensó para sí el becario – si sigue
hablando mismamente, y yo respondiéndole en tan delicadas cuestiones,
acabaremos los dos metidos en un lío celestial. Mejor deshacerme de él”
-
Está bien, está bien – dijo – como
yo no tengo potestad para volverte a la vida como pides llamaré a una estancia
superior.
-
Sí, comunícate con san Pedro
-
No te aconsejo a san Pedro. Escasamente hace 2000 años que se acostó y no creo que se despierte de buen humor en
mitad de su siesta.
-
De acuerdo – dijo el pavito – llama entonces a Jesús, que según El mismo es
la resurrección y la vida, y que con Lázaro, ya tiene experiencia.
-
No sé, no sé… Jesús… – titubeó el
becario – Es que… después de su paso por la Tierra… anda el pobre de psicólogo en psicólogo. Como
sabes o deberías saber, le hicieron pasar por un calvario
-
¿Y aún no se ha repuesto?
-
¿Reponerse? ¡Qué va! Creo que quiere volverse budista, con eso te lo digo
todo.
-
¿Entonces, quién?
-
Ya lo tengo – dijo el becario tras reflexionar un instante – : San Longinos
¿Has oído hablar de él?
-
Pues, no
-
Cayo Casio Longino fue el centurión
romano que atravesó con su lanza el costado de Jesús ya crucificado
-
Pues qué quieres que te diga, becario, pero con esos antecedentes no creo
que sea el mejor para mis intereses
-
No, tranquilo. Nada más rejonear al Hijo de Dios crucificado tuvo una
revelación divina. Abandonó el ejército y fue instruido por los apóstoles
ganando con sus prédicas muchas almas para Cristo. Más tarde fue apresado y
juzgado por el gobernador romano, que por hallarse ese día piadoso y compasivo, indulgentemente
ordenó que sólo le arrancaran los dientes y las muelas a base de mandobles, y
ya puestos, que le cortaran la lengua para que no pudiera seguir
predicando. Pero Longinos, erre que
erre, siguió promulgando la fe en Dios, no se sabe si mediante la escritura o
el lenguaje signado de los sordomudos. El
caso es que para su desgracia fue de nuevo apresado, y el gobernador romano,
que ese día no se hallaba tan benevolente,
nada más verle, exclamó: ¡Me cago en tus dientes y en tus muelas,
Longinos! Y… ¡zas!le cortó la cabeza. Por eso he pensado que al morir como tú a
degüello, tal vez se mostrara más comprensivo. ¿Qué te parece, pavito? ¿Estás
de acuerdo?
-
De acuerdo – dijo éste, aunque no muy convencido
-
No te preocupes. Es un buen santo, y no muy exigente
Ni
siquiera hizo falta que el becario invocara al Santo Longinos, éste se personó como si hubiera estado
escuchando, y no en forma etérea o espiritual, sino en carne y hueso. El
respingo que dio el pavito al verle fue de los que nunca e olvidan, ya que el
santo iba, no vestido de tal, sino del centurión romano que una vez fue.
Era alto y fuerte, e iba tocado con el
típico casco con penacho y la bruñida armadura que simulaba y exageraba la
musculatura de su torso, lo que le daba un aspecto fiero que, unido a la
gravedad de su rostro, a lo Jack Palance acojonó lógicamente al pavito. Con las
manos cruzadas atrás, inquisitivo, el santo, ahora centurión, se acercó a él
ignorando al becario.
-
Con que éste es el pavito del Bang Big y el Apocalipsis zombi ¿eh? – dijo
el santo centurión con voz sobrecogedora.
Muerto de miedo el pavito miró compasivo al becario, que tan sorprendido como
él, se encogió de hombros – Y como he podido escuchar, buscas una explicación a
tu muerte, una causa, ¿no es así?
-
Yo… Así es… – dijo el pavito con un hilillo de voz casi inaudible.
El santo
centurión se colocó entonces cuan grande era frente a él y mirándolo fijamente
a los ojos, dijo:
-
Y para ello, un ser insignificante como ú,
osa en poner en tela de juicio la Obra de Señor
Él pavito notó instantáneamente
cómo se le revolvía el bajo vientre y le palpitaban los esfínteres.
-
Bueno… yo… – empezó a decir dubitativo el pavito
-
Tú, ¿qué?
-
Yo…
-
¡Yo!, ¡yo! – atronó el santo centurión – ¡Esa es tu palabra favorita!
-
No, no…en absoluto… en absoluto. El egoísmo no cabe en mi, humildemente me
considero un ser altruista y generoso. Sé que soy una criatura insignificante,
como a bien y certeramente ha tenido usted la bondad de remarcar. Lo soy. No tengo de ello la menor duda. Pero sepa que
jamás he albergado en mi ánimo deseo alguno de cuestionar la magna Obra del
Señor. No. Crear el Universo y a cuantas criaturas pudiera albergar no es moco
de… Sé que ha de haber un buen motivo o causa – siguió diciendo temeroso – para mi degollamiento; causa que posiblemente
ni siquiera merezca saber teniendo en cuenta que los designios del Señor son
inescrutables. Vengo a decir con esto que no ha de existir pavo más creyente, devoto y pío que este que está ante
usted. Que con mi queja u objeción no ha habido más voluntad que contribuir en
la medida de mis humildes posibilidades a perpetuar la naturaleza de las cosas, es decir, de la Creación. Pues tal
vez, con mi muerte se hubiera producido un pequeño lapsus lógicus que de ser
descubierto por los detractores de Dios estos pudieran usarlo en su contra.
El santo centurión guardó silencio, como si meditara las
palabras del pavito. Éste aguardó intranquilo su dictamen. Por fin, el santo
Longinos, dijo:
-
Me ha resultado muy grato escuchar tus humildes y fervorosas palabras, pavito.
Y bien es cierto que increíblemente Dios también tiene sus detractores. Tus observaciones individuales han sido meticulosas, verdaderas,
y por tanto concluyentes, y lógico es pues que hayas alcanzado deducciones inductivas certeras. El granjero no padecía
locura alguna que justificara tu degollamiento como bien sé. Por lo que no hay aparente
razón o causa que justifique su cruel comportamiento. Ni tampoco existe, como
tú también has apuntado certeramente,
causa externa. No es fácil tener en cuenta para un mortal todas y cada una de
las circunstancias que pueden rodear un
hecho. Ni siquiera para mi, créeme. Nada pues justifica tu degollamiento. Por
lo que te vamos a devolver a tu granja, a la vida.
Tras estas
palabras el pavito no hubiera sentido menos alegría que un cristiano indultado
de vérselas con las fieras en el circo romano
-
Gracias,
gracias – acertó a decir escuetamente el pavito
El santo
centurión retrocedió un par de pasos. Luego, sin dejar de mirar al pavito, como
por ensalmo sonrió, y su rostro se tornó dulce y afable para alivio y
tranquilidad del pavito
-
¿Te gusta mi traje de centurión? – preguntó después mirándose así mismo de arriba
abajo. Curiosamente su cuerpo parecía haber encogido, y lo que hasta ese mismo
instante había sido un uniforme intimidatorio, ahora no era más que un ridículo disfraz de
carnaval. El pavito hizo un leve gesto asentimiento. El santo Longinos, añadió:
– A veces me gusta ponerme el uniforme
de centurión para gastar una broma a los que llegan nuevos. La verdad es que
con este uniforme impongo al más templado, ¿verdad?
-
Sí
-
Está bien, pavito, disculpa la broma. Y no te preocupes, dentro de breves
instantes volverás a tu granja
-
Gracias – dijo el pavito tratando de disimular su contento – Hoy me mostraré
exultante y agradecido celebrando una de
la festividades más importante de Littel Creek
-
¿Qué festividad es esa? – preguntó el santo Longinos distendido, por simple
curiosidad
-
No lo sé exactamente. Pero muchos familiares y amigos de mi granjero se
reúnen en el rancho, y tras darnos doble ración de pienso a todos los animales
de su granja, nos muestra orgulloso a sus invitados. Es un día muy feliz para
todo el mundo.
-
Veamos. Littel Creek es una ciudad de Estados Unidos de America
-
Así es
-
¿Qué fecha es en la Tierra?
-
25 de noviembre de 2016 – dijo el
pavito
-
¿25 de noviembre? – repitió el santo Longinos como para sí. Luego frunció
el entrecejo, como si de pronto cayera en la cuenta de algo, y añadió: – Es
decir, es el cuarto jueves de noviembre, ¿no es así?
-
Así es
El santo
Longinos se sumergió entonces en un corto silencio que al pavito le pareció
abismal. Al fin, dijo desconsolado:
-
Lo siento, pavito, pero mañana en Littel Creek celebran el Día de Acción de
Gracias…
-
¿Y? – acertó a decir el pavito
-
¿Sabes qué es tradición cenar en esa festividad?
-
No
Y el
santo Longinos, dijo:
-
Pavo
Dicho esto el santo Longinos como apareció desapareció,
como por arte de magia, mientras el pavito incrédulo y contrariado quedó derrengado
sobre sus patitas
-
Yo también lo siento, pavito. – dijo el becario acercándosele – Por un
momento creí que volverías a tu granja. Pero debes comprender que es muy
difícil para un ser mortal tener en
cuenta todas y cada una de las circunstancia que pueden rodear un hecho
complejo. Y la muerte lo es. Ya has visto que incluso lo es para un santo. Yo
no sé nada de filosofía ni de leyes naturales, sólo soy un pobre conejito
español, pero cuando me hablabas de la ley de causa-efecto, he dudado en mi
ignorancia, si en realidad tú hablabas de una ley natural o de simple hábito. Para
convertir en ley natural que tu granjero siempre te pondría de comer a las
nueve en punto, dime, ¿cuántas veces
debe repetirse esa acción para convertirla en ley? ¿Mil veces, cien mil, un
millón, un trillón de veces? Y al fin y a la postre, pavito, las cosas cambian,
mutan. Es la naturaleza de la naturaleza.
El pavito miró lánguido al becario
-
Animo, - siguió diciendo el becario – aquí estarás bien al lado de san
Isidro Labrador
-
Tal vez tengas razón, becario – dijo incorporándose el pavito. Ya más
repuesto, añadió: – Con que eras un conejito, ¿eh? ¿Cuál fue la causa de tu
muerte? Si no te importa decírmelo.
-
En absoluto. Yo era un precioso conejito, como ya sabes, blanco y sedoso, y
me convertí en la mascota de los hijo del dueño de la casa que me compró en una
tienda de animales. Éste era también amante de la jardinería. Y un día…, me
comí una verdolaga infectada de cochinilla
-
¿Pero la cochinilla no es un parásito de las plantas?
-
Sí, pero mutó. Ahora la llaman la cochinilla malagueña
-
¿La cochinilla malagueña?
-
Sí
-
Vaya por Dios. En fin, becario, no somos nadie ¿por cierto, por dónde cae
san Isidro Labrador?