EL FUTURO
No hacía mucho que había acabado la carrera y trabajaba de médico interino en el Hospital del Mar.
Por aquel entonces vivía en un piso de la
calle Mallorca con dos compañeros de trabajo, también interinos.
Los tres
preparábamos las oposiciones
Por lo general, los días que libraba,
dependiendo de la estación del año o de la compañía, los dedicaba a ir a la
playa, acudir a algún espectáculo, visitar a mis padres, a documentarme, o
simplemente a mi pasatiempo y ejercicio favorito: vagar por la ciudad en un barloventeo despreocupado
y evasivo.
Aquel día, desanimado por mi trabajo precario
y sobre todo por la crisis vocacional que arrastraba desde segundo curso de
carrera, salí temprano a pasear con el objetivo de sobreponerme al desánimo.
Pero después de tres horas de caminar sin rumbo fijo
tratando inútilmente de aclarar, decidir o
al menos vislumbrar en lo posible mi incierto porvenir – inutilidad
debida no tanto a la evidente complejidad del problema, como a mi hartazgo del
mismo, sin mencionar la casi
irrefrenable tendencia de mis pensamientos a divagar sin orden ni concierto – entré en la
cafetería Brighton.
Sentado junto al ventanal pedí una
cerveza y me obligué – soy de natural
introvertido – a reconcentrarme
exclusivamente en el trajín de personas y vehículos que circulaban por la
avenida
Y en este ejercicio de extraversión me hallaba, cuando en la acera de enfrente,
junto al semáforo, apareció la anciana.
Fácilmente sobrepasaría los ochenta. Era
delgada, diría que ágil para su edad a juzgar por su porte erguido. Tenía el cabello gris y recogido atrás en un moño.
Iba modestamente vestida con una chaqueta
rosa pálido de punto grueso que ella misma podría haberse tejido y una falda fucsia
desvaído.
La gente pasaba a su alrededor sin
prestarle la menor atención.
Parecía
desorientada. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo y permanecía inmóvil y reconcentrada, como si tratara de
explicarse a sí misma cómo había llegado o qué hacía allí.
Entonces recordé el instantáneo espanto que
sufrió mi madre el día que, yendo los tres, mi abuela, senil, se extravió en un
mercado de abastos durante dos angustiosa horas.
Lentamente la mujer comenzó a mirar arriba y abajo de la avenida, la fachada de los edificios de
enfrente, y en alguna ocasión hasta el mismo cielo, como si tratara de
ubicarse.
De pronto, en una de las ocasiones que el
semáforo se puso en verde para los peatones, comenzó a cruzar deteniéndose
temerariamente justo en medio de la calzada.
Allí volvió a
mirar hacia ambos lados de la
avenida.
Por un momento temí que la
arrollara o entorpeciera el denso
tráfico, pero justo antes de que el
semáforo se pusiera rojo, volvió sobre sus pasos
Se acercó a la parada del autobús que
había a pocos metros y se sentó en el banco bajo la marquesina
Yo acabé mi cerveza, fui al servio, me
acerqué a la barra y pagué.
Cuando salí de la cafetería la anciana
seguía sentada bajo la marquesina.
Tenía las manos entre las piernas y
miraba a su alrededor como quien mira un entretenido y variopinto espectáculo.
Consulté
la hora en el móvil. Todavía era
pronto y no estaba lejos de casa. Aún así decidí coger el autobús. Crucé el
semáforo y fui a sentarme a su lado. Qué otra cosa podía hacer.
En la parada, los autobuses llegaban y partían con regularidad.
Viendo que la anciana no cogía ninguno de
ellos, dije:
-
Parece que hoy tardan en llegar los autobuses – mentí
-
............
-
Han debido cortar alguna calle adyacente
La mujer no se dio por aludida. O tal vez
tuviera problemas de audición
Llegó el 45. Era mi autobús, pero decidí
esperar al próximo
-
¿Hace mucho rato que espera? – pregunté.
La anciana me
miró despacio, como si quisiera reconocerme. Tenía los ojos de una tonalidad azulada, el rostro estragado
de profundas arrugas y las orejas desproporcionadamente grandes
-
No lo sé – dijo
Serian las doce y era mediado de
noviembre. En la semana anterior – como
diría un conocido presentador de noticias de la televisión, algo tremendista – se “desplomaron” las temperaturas por la gota
fría, pero ahora el sol brillaba espléndido.
-
Menos mal que hoy hace un buen día – dije.
La mujer guardó silencio. Acaso la
estuviera importunando, pensé, o lo que era peor, quizás pensara que deseaba
engañarla o estafarla de algún modo.
Aún así, volví a intentarlo decididamente:
-
¿Adonde va?
Tomándose su tiempo, la anciana alzó una mano huesuda, venosa y plagada de manchas
seniles y señaló avenida arriba,
lógicamente.
En ese instante un hombre grueso, calvo y
sudoroso se sentó a mi lado después de quitarse el abrigo. Olía a Agua Brava,
colonia que mi padre utilizaba antes incluso de que yo hubiera nacido.
-
Mi… – empezó a decir luego la mujer, pero el chirrido de los frenos de un
autobús que acababa de llegar silenció su voz – Mi nieta – siguió diciendo
– no vive muy lejos de aquí
-
¿Va a casa de su nieta?
-
Sí. He venido a visitarla. Llegué ayer. Estaré con ella una semana, como el
año pasado.
La mujer hablaba despacio, con frases cortas.
-
¿De dónde es?
-
De un pueblecito de la comarca de Osona.
-
¿En qué calle vive su nieta?
-
No lo sé – dijo
-
¿No lo sabe?
-
No. Tiene un nombre muy extraño. Extranjero, creo
-
Pues debería saberlo.
La mujer se encogió de hombros.
-
¿Lleva al menos el nombre de la calle apuntado en algún papel? – me atreví
a preguntar
-
¿Para qué? No voy a escribirla ninguna carta mientras paseo – dijo.
Ambos sonreímos.
A una mujer que esperaba el autobús apoyada en el lateral de la
marquesina le sonó de pronto el móvil
dentro del bolso. Apresuradamente lo buscó y se lo llevó al oído: ¿Diga?
¿¡Diga!? ¿Diga...?, exclamó
-
Digadiga, sí, sí – dijo la anciana escapándosele una risilla burlona
-
¿Y móvil, lleva usted móvil?– aproveché para preguntar
-
¿Móvil? No. Los móviles no están hechos para los dedos de los viejos.
Los
autobuses seguían llegando y los
usuarios subían y bajaban con normalidad. Nuevamente llegó el 45.
Lo extraño era que la mujer ni siquiera
se fijaba en ellos. Como si en vez de esperar el autobús, estuviera allí
sentada descansando o haciendo tiempo.
-
Mi nieta es médico pe-di-a-tra – dijo después remarcando las sílabas.
-
¿Le gusta su trabajo? – me sorprendí preguntando en un tono casi inaudible
-
Oh, sí, le encantan los niños
-
Yo hace un año que me licencié en medicina.
-
¿Y a usted?
-
Y a mi, ¿qué?
-
Si le gusta su trabajo
Era evidente que yo mismo había provocado
aquella pregunta que detestaba. De habérmela formulado otra persona,
seguramente la hubiera eludido, o lo que peor, hubiera mentido. Sin embargo, respondí:
-
No estoy seguro
-
¿No está seguro?
-
No, no lo estoy
-
Ha perdido la vocación
-
Creo que nunca la he sentido verdaderamente – me sinceré
-
Entonces, ¿por qué estudió medicina?
– dijo la anciana mirándome atentamente esperando por mi parte una respuesta
que no se producía – ¿No lo sabe? – añadió
-
No. No lo sé con certeza – dije –
Soy el pequeño de tres hermanos. Mi hermana es abogada y mi hermano
estudió empresariales.
-
¿Y? – dijo, interesada e impaciente
-
Y..., no pocas veces les he oído decir a mis padres que les encantaría tener un
médico en la familia. Tal vez sea por eso por lo que estudié medicina. No lo
sé. O tal vez... por simpatía de acción con amigos. O..., tal vez porque
simplemente me daba igual estudiar una cosa que otra.
-
Entiendo. ¿Y los estudios se le dieron bien?
-
Oh, sí, muy bien. Sobresaliente. Soy muy aplicado...Pero... para ser médico
se necesita algo más que ser un buen estudiante. Necesitas... una cierta fuerza de espíritu
que creo que yo no poseo. Una cosa son
los conocimientos que puedes adquirir en la universidad, y otra enfrentarse a
los enfermos. A sus angustias, a su dolor... y a veces a la tragedia de sus
destinos. Eso... sin apenas margen de error. Así que, no sé qué haré en el
futuro...
-
Preocúpese por el futuro, joven, pero no demasiado. Deje que de vez en
cuado el futuro le sorprenda
El sonido agudo de una sirena de ambulancia llamó
nuestra atención. Ésta, bligada por el tráfico paró en el semáforo en rojo
mientras los conductores de los coches, visiblemente nerviosos trataban de
dejar libre su carril.
-
Tal vez la conozca a su nieta.
Trabajo en el Hospital del Mar ¿Dónde trabaja ella?
-
No lo sé.
Un camión de cervezas aparcó justo delante
de nosotros y un hombre con mono azul bajó del mismo a toda prisa, cargó cuatro
cajas en una carretilla, desapareció
detrás de la marquesina y
rápidamente volvió, subió de nuevo la
carretilla al camión, y se diluyeron en el tráfico
-
Está soltera – dijo luego espontáneamente la anciana
-
¿Quién?
-
Mi nieta. Siempre está trabajando o estudiando. Apenas sale. A mi me gustaría que se casara. Aquí está muy sola.
-
¿Qué edad tiene?
-
Ya tiene veintiocho años...
-
Aún es joven.
-
No tan joven. Usted tampoco está casado, ¿verdad?
-
No; no, no.
-
Pues que sepáis que la gente se sigue casando. Al menos en Osona
-
Ya – dije
A cada autobús que llegaba seguía
esperando con inquietud que la anciana hiciera el menor gesto para cogerlo, que
dijera: Bueno, joven, este es mi autobús, encantada de conocerle. Pero no era
así. Ya habían estacionado varias veces todos los números de autobuses de
aquella parada
-
¿Espera el autobús o está descansando? – pregunté
-
Espero mi autobús.- dijo. “Mi autobús”, pensé. Aquel posesivo me pareció
extraño, pero tal vez no fuera más que una forma de expresarse
El hombre que
estaba sentado a mi lado se levantó
dejando tras de sí su nostálgico olor
-
¿Ha venido muchas veces a Barcelona? – pregunté al rato
-
Con esta dos. A Gerona he ido más
veces. Mi marido era de Gerona, pero en Barcelona sólo he estado dos veces.
-
¿Alguna vez ha cogido un autobús?
-
El año pasado. Cogí varios autobuses. Vi el mar y...
-
¿Iba sola?
-
Sí, claro.
-
¿Y no se perdió?
-
¿Perderme?
-
Sí, en una gran ciudad como ésta es fácil, ¿no cree?
-
¿Usted se pierde aquí, en Barcelona?
– dijo mirándome fijamente, como
incrédula
-
Yo también soy de una comarca del interior. De la
Anoia. Y al principio de vivir aquí, sí, a
veces me desorientaba. Por eso se lo he preguntado
-
En las ciudades es fácil orientarse. Muy fácil. En un bosque es más
difícil. Sobre todo si empieza a oscurecer. En
Osona hay bosques de hayedos.
-
Sí, supongo que sí
-
Las hayas pueden alcanzar hasta cuarenta metros de altura. En otoño son
muy bonitos. Tendría usted que ir a Osona
-
Iré
-
¿Qué numero de autobús espera? – dije después
-
No lo sé
-
¿Tampoco lo sabe?
-
No. ¿Debería saberlo?
-
Eso sería lo normal.
-
¿Está preocupado por mi? – dijo.
Hice un gesto de ambigüedad
-
¿Y usted, qué número de autobús espera? – dijo
-
El 45
-
¿El 45 le llevará a donde quiere ir?
-
Sí
-
¿Está seguro?
-
Claro, lo he cogido muchas veces.
-
Muchas veces... – repitió la mujer. Y a continuación, preguntó: – ¿Y si ayer el ayuntamiento decidió que a
partir de hoy el 45 debe hacer otra
ruta?
-
No creo
-
No cree..., pero es posible.
-
Como posible sí es – respondí
-
En tal caso, ¿se dará por perdido?
-
En tal caso siempre podría coger un
taxi y decirle al taxista dónde vivo – dije con vehemencia y voz inopinadamente
grave, casi de reproche – En cambio
usted no sabe dónde trabaja su nieta, ni la dirección de su calle, ni tiene teléfono móvil y ni siquiera sabe el
número de autobús que debe coger...
-
Ya le he dicho que no tiene por qué preocuparse por mi. Le aseguro que
sabré cual es mi autobús
-
¿Ah, sí?
-
Sí
-
¿Cómo, cuándo lo sabrá? – pregunte
exaltado – Ya han pasado varias veces todos los números de autobuses de esta
parada
La anciana me miró con sus ojos nebulosos. Mansamente,
dijo:
-
Cuándo llegue. Lo sabré cuando llegue.
Callé por lo inesperado de su
respuesta
-
¿Cuando llegue?
-
Sí. – dijo asintiendo al mismo tiempo con la cabeza
-
¿Sólo cuando llegue? – acabé diciendo en un tono más suave y rendido
-
Sí, sólo cuando llegue.
-
No antes... – dije quedo
-
No antes. Sólo cuando llegue – ratificó la anciana
Ambos nos vimos
obligados a callar porque un
veinteañero
detuvo su coche trucado en el semáforo en rojo. Llevaba las ventanillas
abiertas y la música electrónica y enloquecida de Hey Boy Hey Girl a todo
volumen.
“Lo sabré
cuando llegue. Sólo cuando llegue”, Me repetía en mi cabeza una y otra vez
mientras tanto
La gente fue poco a poco agolpándose en
la parada. Era la hora de salida del trabajo.
Luego seguimos hablando, despacio, con
largas interrupciones, como en toda nuestra charla.
Hasta que por fin llegó su autobús, era el
número 35, aquel 35.
La anciana se incorporó del asiento con agilidad. Sonriente. Yo permanecí sentado.
No la acompañé como había pensado en
algún momento de nuestra conversación. Tal vez debí hacerlo. No lo sé. Pero ocurrió que de pronto sentí la
extraña necesidad de creerla. De creer
que, efectivamente, aquel, y no otro, era su autobús.
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