martes, 18 de diciembre de 2018

                                  EL FUTURO


      No hacía mucho que había acabado la carrera y trabajaba  de médico interino en el Hospital del Mar. 


      Por aquel entonces vivía en un piso de la calle Mallorca con dos compañeros de trabajo, también interinos.

      Los tres preparábamos  las oposiciones

      Por lo general, los días que libraba, dependiendo de la estación del año o de la compañía, los dedicaba a ir a la playa, acudir a algún espectáculo, visitar a mis padres, a documentarme, o simplemente a mi pasatiempo y ejercicio favorito: vagar  por la ciudad en un barloventeo despreocupado y evasivo.

      Aquel día, desanimado por mi trabajo precario y sobre todo por la crisis vocacional que arrastraba desde segundo curso de carrera, salí temprano a pasear con el objetivo de sobreponerme al desánimo.

      Pero después  de tres horas de caminar sin rumbo fijo tratando inútilmente de aclarar, decidir o  al menos vislumbrar en lo posible mi incierto porvenir – inutilidad debida no tanto a la evidente complejidad del problema, como a mi hartazgo del mismo, sin mencionar la  casi irrefrenable tendencia de mis pensamientos a  divagar sin orden ni concierto – entré en la cafetería Brighton.

      Sentado junto al ventanal pedí una cerveza y me obligué –  soy de natural introvertido  – a reconcentrarme exclusivamente en el trajín de personas y vehículos que circulaban por la avenida  

      Y en este ejercicio de extraversión  me hallaba, cuando en la acera de enfrente, junto al semáforo,  apareció la anciana.

      Fácilmente sobrepasaría los ochenta. Era delgada, diría que ágil para su edad a juzgar por su  porte erguido. Tenía el cabello gris y  recogido atrás en un moño.

      Iba modestamente vestida con una chaqueta rosa pálido de punto grueso que ella misma podría haberse tejido y una falda fucsia desvaído.

      La gente pasaba a su alrededor sin prestarle la menor atención.

      Parecía desorientada. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo y permanecía  inmóvil y reconcentrada, como si tratara de explicarse a sí misma cómo había llegado o qué hacía allí.

      Entonces recordé el instantáneo espanto que sufrió mi madre el día que, yendo los tres, mi abuela, senil, se extravió en un mercado de abastos durante dos angustiosa horas.

      Lentamente  la mujer comenzó a mirar arriba y abajo  de la avenida, la fachada de los edificios de enfrente, y en alguna ocasión hasta el mismo cielo, como si tratara de ubicarse.

      De pronto, en una de las ocasiones que el semáforo se puso en verde para los peatones, comenzó a cruzar deteniéndose temerariamente justo en medio de la calzada.

      Allí volvió a mirar  hacia ambos lados de la avenida. 

      Por un momento temí  que la  arrollara o entorpeciera  el denso tráfico, pero  justo antes de que el semáforo se pusiera rojo, volvió sobre sus pasos

      Se acercó a la parada del autobús que había a pocos metros y se sentó en el banco bajo la marquesina

      Yo acabé mi cerveza, fui al servio, me acerqué a la barra y pagué.

      Cuando salí de la cafetería la anciana seguía sentada bajo la marquesina.

      Tenía las manos entre las piernas y miraba a su alrededor como quien mira un entretenido y variopinto espectáculo.

      Consulté  la hora en el móvil.  Todavía era pronto y no estaba lejos de casa. Aún así decidí coger el autobús. Crucé el semáforo y fui a sentarme a su lado. Qué otra cosa podía hacer.

      En la parada,  los autobuses llegaban y partían con regularidad.

      Viendo que la anciana no cogía ninguno de ellos, dije:

-        Parece que hoy tardan en llegar los autobuses – mentí
-        ............
-        Han debido cortar alguna calle adyacente 
     
      La mujer no se dio por aludida. O tal vez tuviera problemas de audición

      Llegó el 45. Era mi autobús, pero decidí esperar al próximo

-        ¿Hace mucho rato que espera? – pregunté.

      La anciana me miró despacio, como si quisiera reconocerme. Tenía los ojos  de una tonalidad azulada, el rostro estragado de profundas arrugas y las orejas desproporcionadamente grandes

-        No lo sé – dijo

      Serian las doce y era mediado de noviembre. En la semana anterior  – como diría un conocido presentador de noticias de la televisión, algo tremendista –  se “desplomaron” las temperaturas por la gota fría, pero ahora el sol brillaba espléndido.

-        Menos mal que hoy hace un buen día – dije.

    La mujer guardó silencio. Acaso la estuviera importunando, pensé, o lo que era peor, quizás pensara que deseaba engañarla o estafarla de algún modo.
    
        Aún así, volví a intentarlo decididamente:

-        ¿Adonde va?
     
     Tomándose su tiempo, la anciana alzó  una mano huesuda, venosa y plagada de manchas seniles  y señaló avenida arriba, lógicamente.

     En ese instante un hombre grueso, calvo y sudoroso se sentó a mi lado después de quitarse el abrigo. Olía a Agua Brava, colonia que mi padre utilizaba antes incluso de que yo hubiera nacido.    

-        Mi… – empezó a decir luego la mujer, pero el chirrido de los frenos de un autobús que acababa de llegar silenció su voz – Mi nieta – siguió diciendo –  no vive muy lejos de aquí
-        ¿Va a casa de su nieta?
-        Sí. He venido a visitarla. Llegué ayer. Estaré con ella una semana, como el año pasado.
 
La mujer hablaba despacio, con frases cortas.

-        ¿De dónde es?
-        De un pueblecito de la comarca de Osona.
-        ¿En qué calle vive su nieta?
-        No lo sé – dijo
-        ¿No lo sabe?
-        No. Tiene un nombre muy extraño. Extranjero, creo
-        Pues debería saberlo.
    
       La mujer se encogió de hombros.

-        ¿Lleva al menos el nombre de la calle apuntado en algún papel? – me atreví a preguntar
-        ¿Para qué? No voy a escribirla ninguna carta mientras paseo – dijo.

  Ambos sonreímos.
  A una mujer que esperaba  el autobús apoyada en el lateral de la marquesina  le sonó de pronto el móvil dentro del bolso. Apresuradamente lo buscó y se lo llevó al oído: ¿Diga? ¿¡Diga!? ¿Diga...?, exclamó  

-        Digadiga, sí, sí – dijo la anciana escapándosele  una risilla burlona
-        ¿Y móvil, lleva usted móvil?– aproveché para preguntar
-        ¿Móvil? No. Los móviles no están hechos para los dedos de los viejos.
    
      Los autobuses seguían llegando  y los usuarios subían y bajaban con normalidad. Nuevamente llegó el 45.

      Lo extraño era que la mujer ni siquiera se fijaba en ellos. Como si en vez de esperar el autobús, estuviera allí sentada descansando o haciendo tiempo.

-        Mi nieta es médico pe-di-a-tra – dijo después remarcando las sílabas.
-        ¿Le gusta su trabajo? – me sorprendí preguntando en un tono casi inaudible
-        Oh, sí, le encantan los niños
-        Yo hace un año que me licencié en medicina.
-        ¿Y a usted?
-        Y a mi, ¿qué?
-        Si le gusta su trabajo

    Era evidente que yo mismo había provocado aquella pregunta que detestaba. De habérmela formulado otra persona, seguramente la hubiera eludido, o lo que peor, hubiera mentido.  Sin embargo, respondí:

-        No estoy seguro
-        ¿No está seguro?  
-        No, no lo estoy
-        Ha perdido la vocación
-        Creo que nunca la he sentido verdaderamente – me sinceré
-        Entonces,  ¿por qué estudió medicina? – dijo la anciana mirándome atentamente esperando por mi parte una respuesta que no se producía – ¿No lo sabe? – añadió
-        No. No lo sé con certeza – dije –  Soy el pequeño de tres hermanos. Mi hermana es abogada y mi hermano estudió empresariales.
-        ¿Y? – dijo, interesada e impaciente
-        Y..., no pocas veces les he oído decir  a mis padres que les encantaría tener un médico en la familia. Tal vez sea por eso por lo que estudié medicina. No lo sé. O tal vez... por simpatía de acción con amigos. O..., tal vez porque simplemente me daba igual estudiar una cosa que otra.
-        Entiendo. ¿Y los estudios se le dieron bien?
-        Oh, sí, muy bien. Sobresaliente. Soy muy aplicado...Pero... para ser médico se necesita algo más que ser un buen estudiante.  Necesitas... una cierta fuerza de espíritu que creo que yo no poseo.  Una cosa son los conocimientos que puedes adquirir en la universidad, y otra enfrentarse a los enfermos. A sus angustias, a su dolor... y a veces a la tragedia de sus destinos. Eso... sin apenas margen de error. Así que, no sé qué haré en el futuro...
-        Preocúpese por el futuro, joven, pero no demasiado. Deje que de vez en cuado el futuro le sorprenda

El sonido agudo de una sirena de ambulancia llamó nuestra atención. Ésta, bligada por el tráfico paró en el semáforo en rojo mientras los conductores de los coches, visiblemente nerviosos trataban de dejar libre su carril.

-         Tal vez la conozca a su nieta. Trabajo en el Hospital del Mar ¿Dónde trabaja ella?
-        No lo sé.
    
     Un camión de cervezas aparcó justo delante de nosotros y un hombre con mono azul bajó del mismo a toda prisa, cargó cuatro cajas en una carretilla,  desapareció detrás de la marquesina  y rápidamente  volvió, subió de nuevo la carretilla al camión, y se diluyeron en el tráfico

-        Está soltera – dijo luego espontáneamente la anciana
-        ¿Quién?
-        Mi nieta. Siempre está trabajando o estudiando. Apenas sale.  A mi me gustaría que se casara.  Aquí está muy sola.  
-        ¿Qué edad tiene?
-        Ya tiene veintiocho años...
-        Aún es joven.
-        No tan joven. Usted tampoco está casado, ¿verdad?
-        No; no, no.
-        Pues que sepáis que la gente se sigue casando. Al menos en Osona
-        Ya – dije
    
      A cada autobús que llegaba seguía esperando con inquietud que la anciana hiciera el menor gesto para cogerlo, que dijera: Bueno, joven, este es mi autobús, encantada de conocerle. Pero no era así. Ya habían estacionado varias veces todos los números de autobuses de aquella parada

-        ¿Espera el autobús o está descansando? – pregunté
-        Espero mi autobús.- dijo. “Mi autobús”, pensé. Aquel posesivo me pareció extraño, pero tal vez no fuera más que una forma de expresarse

  El hombre que estaba sentado a mi lado se levantó
 dejando tras de sí su nostálgico olor

-        ¿Ha venido muchas veces a Barcelona? – pregunté al rato
-        Con esta dos.  A Gerona he ido más veces. Mi marido era de Gerona, pero en Barcelona sólo he estado dos veces.
-        ¿Alguna vez  ha cogido un autobús?
-        El año pasado. Cogí varios autobuses. Vi el mar y...
-        ¿Iba sola?
-        Sí, claro.
-        ¿Y no se perdió?
-        ¿Perderme?
-        Sí, en una gran ciudad como ésta es fácil, ¿no cree?
-        ¿Usted se pierde aquí,  en Barcelona? – dijo mirándome fijamente,  como incrédula
-        Yo también soy de una comarca del interior. De la Anoia. Y al principio de vivir aquí, sí, a veces me desorientaba. Por eso se lo he preguntado
-        En las ciudades es fácil orientarse. Muy fácil. En un bosque es más difícil. Sobre todo si empieza a oscurecer. En  Osona hay  bosques de hayedos.
-        Sí, supongo que sí
-         Las hayas pueden alcanzar  hasta cuarenta metros de altura. En otoño son muy bonitos. Tendría usted que ir a Osona
-        Iré
-        ¿Qué numero de autobús espera? – dije después
-        No lo sé
-        ¿Tampoco lo sabe?  
-        No. ¿Debería saberlo?
-        Eso sería lo normal.
-        ¿Está preocupado por mi? – dijo.

Hice un gesto de ambigüedad

-        ¿Y usted, qué número de autobús espera? – dijo
-        El 45
-        ¿El 45 le llevará a donde quiere ir?
-       
-        ¿Está seguro?
-        Claro, lo he cogido muchas veces.
-        Muchas veces... – repitió la mujer. Y a continuación, preguntó: –  ¿Y si ayer el ayuntamiento decidió que a partir de hoy el 45 debe  hacer otra ruta?
-        No creo
-        No cree..., pero es posible.
-        Como posible sí es – respondí
-        En tal caso, ¿se dará por perdido?
-        En tal caso  siempre podría coger un taxi y decirle al taxista dónde vivo – dije con vehemencia y voz inopinadamente grave, casi de reproche –  En cambio usted no sabe dónde trabaja su nieta, ni la dirección de su calle,  ni tiene teléfono móvil y ni siquiera sabe el número de autobús que debe coger...
-        Ya le he dicho que no tiene por qué preocuparse por mi. Le aseguro que sabré cual es mi autobús
-        ¿Ah, sí?
-       
-         ¿Cómo, cuándo lo sabrá? – pregunte exaltado – Ya han pasado varias veces todos los números de autobuses de esta parada

La anciana me miró con sus ojos nebulosos. Mansamente, dijo:

-        Cuándo llegue. Lo sabré cuando llegue.

Callé por lo inesperado de su respuesta

-        ¿Cuando llegue?
-        Sí. – dijo asintiendo al mismo tiempo con la cabeza
-        ¿Sólo cuando llegue? – acabé diciendo en un tono más suave y rendido
-        Sí, sólo cuando llegue.
-        No antes... – dije quedo 
-        No antes. Sólo cuando llegue – ratificó la anciana

 Ambos nos vimos obligados a callar porque un
veinteañero detuvo su coche trucado en el semáforo en rojo. Llevaba las ventanillas abiertas y la música electrónica y enloquecida de Hey Boy Hey Girl a todo volumen.

“Lo sabré cuando llegue. Sólo cuando llegue”, Me repetía en mi cabeza una y otra vez mientras tanto

      La gente fue poco a poco agolpándose en la parada. Era la hora de salida del trabajo.  
   
      Luego seguimos hablando, despacio, con largas interrupciones, como en toda nuestra charla.

      Hasta que por fin llegó su autobús, era el número 35, aquel 35.
   
      La anciana se incorporó del asiento  con agilidad. Sonriente.  Yo permanecí sentado.
    
      No la acompañé como había pensado en algún momento de nuestra conversación. Tal vez debí hacerlo.  No lo sé. Pero ocurrió que de pronto sentí la extraña necesidad de creerla.  De creer que, efectivamente, aquel, y no otro, era su autobús.




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