domingo, 6 de octubre de 2019




                           MARIA, ANTONIO, CARLOS

                                                MARIA


      Puntualmente llamó al timbre de la puerta.

      Desde las axilas, notó que dos gotas de sudor frío resbalaban por sus costados. 


      Era diciembre y el día había amanecido gélido, pero ahora, la niebla de la mañana casi se había disipado arrastrada por el aire y el tímido sol que de vez en cuando se colaba entre las nubes.

-        ¿Sí? – se oyó por el interfono.
-        Soy yo, Carlos
-        Pasa – dijo su hermana

      Carlos empujó con decisión la puerta al oír el clic de la cerradura y subió despacio los dos tramos de escalera.

      Ella le esperaba en el rellano.

      Era una mujer bajita, paticorta, más bien gruesa, con la cara redonda. Tenía los ojos torpemente delineados y el  pelo negro con mechas rojizas, e iba vestida con un holgado  chándal rosa chicle de una conocida marca de prendas deportivas,  lo que le daba un aire casi carnavalesco, entre chusco y trágico.

      Después de saludarse tímidamente, Carlos esperó la iniciativa de su hermana.

-        ¿No me das un beso?
-        Sí, claro – dijo él

      Mientras se besaban en las mejillas Carlos se sintió olfateado.

      La casa olía a cebolla, a chorizo y a pimentón.

      María cerró la puerta y su hermano la siguió hasta el comedor.

-        Estamos solos: ni marido, ni hijos ni nietos
   
      Carlos contaba con esa soledad.

-        ¿Todos están bien? – preguntó éste mientras miraba a su alrededor.
-        Sí, gracias a Dios todos estamos bien.
-        Me alegro –  dijo Carlos  – Veo que habéis ampliado el salón  
-        Sí, cuando se casó Javier tiramos el tabique de su habitación y lo ampliamos.
-        Ha quedado magnífico – dijo Carlos
-        Javier se casó hace dos años. No sé si lo sabías
-        Me lo dijo Antonio
-        A Javier le hubiera gustado invitarte a la boda, pero… – dijo María cohibida
-        No importa – atajó Carlos – Lo comprendo.  
-        Tampoco invitamos a Antonio. Ya sabes que nunca se llevó bien ni con Juan, ni conmigo.

      Carlos asintió.

-        Javier nunca olvidará que gracias a ti entró en la empresa en la que trabaja. Y te está muy agradecido – dijo María
-        ¿Aún sigue trabajando allí?
-        Sí. Acaban de ascenderle

      De pronto, en uno de los bolsillos del chándal de María empezó a chirriar la música de la escena de la ducha de la película Psicosis

-        Otra vez mi nieto Pau, el de Isabel. Cada vez que viene me cambia el tono del teléfono – dijo María llevándose el móvil al oído – Dime – contestó separándose de Carlos – Sí… Hace un momento. Todo bien... Sí... Bien. No te preocupes...  No… Hasta luego. Yo te llamaré

      María cortó la llamada y volvió a guardar el móvil

-        También habéis cambiado los muebles – dijo Carlos

      Habían cambiado la mesa, la librería y los sillones, aunque de las paredes aún colgaban el retrato familiar, el cuadro que reproducía la última cena de Leonardo Da Vinci y el reloj de péndulo.
     
      Carlos quedó absorto por un momento en la estatua de pared que presidía la mesa. Era un antiguo Cristo entronizado con los ojos de cristal y hecho de pasta de madera que había pertenecido a sus padres.
 
-        Pero no nos quedemos aquí de pié como dos pasmados. Quítate el abrigo y sentémonos. Tengo puesta la calefacción.
   
      Carlos se quitó su viejo abrigo y lo dejó sobre uno de los nacarados sillones nuevos.

      Era alto y demacrado en exceso. Tenía el pelo corto y entrecano,  y su  rostro era alargado y huesudo. Parecía encorvado y débil, como si se recuperara de una larga enfermedad que le hubiera consumido. Todo ello le daba a su figura un aspecto quijotesco.

       Mientras se sentaba en el sofá, María cogió con suspicacia el gastado abrigo de Carlos y lo colgó en el respaldo de una silla.

      Luego se acercó a él.  Aún de pie, María apenas sobresalía unos centímetros sobre la cabeza de Carlos 

-        ¿Quieres tomar algo? ¿Un café, un refresco, una... – titubeó María –  cerveza? ¿O prefieres comer algo? Estás muy delgado.
-        No, gracias, de verdad. Anoche me desvelé y acabo como quien dice de desayunarme
     
      María fue a sentarse en uno delos sillones, frente a su hermano. Parecía cohibida y le costaba fijar la mirada

-        Acabo de oír que esta noche será la noche más fría del invierno. – dijo. Después, añadió: –  ¿Cuánto hacía que no venías a mi casa?

      Carlos miró a su hermana a los ojos y supuso que se trataba de una pregunta retórica.

      Fue el quince de diciembre de hacía ahora casi cuatro años. Día en que enterraron a su madre. 

      La familia más allegada se reunió en casa de María ante de partir para el tanatorio. Acontecimiento al que  Carlos acudió absolutamente  borracho

    -  Años – dijo
-        El otro día, cuando me encontraste en la puerta del colegio de mis nietos me costó reconocerte.  Estás muy cambiado…

      Carlos se acodó en las rodillas

-        Sabía que te encontraría allí – dijo
-        ¿Ah, sí? ¿No fue por casualidad? – dijo María enderezando el cuerpo. Luego, como si temiera algún tipo de petición, agregó en un tono serio: –  Dijiste que querías hablar conmigo… ¿De qué… querías hablarme?

      Carlos miró con fijeza a su hermana

-        Quería que supieras que llevo un año sin beber – dijo

      A María le brillaron los ojos

-        Lo sabia... – dijo al borde del llanto. Metió entonces las manos en los bolsillos del chándal y extrajo  el móvil que dejó sobre la mesita de centro y un pequeño paquete de pañuelos desechables.  – Claro que lo sabía.  Este pueblo es grande, pero... todos nos conocemos – dijo sollozando – Eres mi hermano... Mi hermano pequeño

      María sacó un par de pañuelos del paquete

      Carlos dijo:

-        Quería que lo supieras por mi

      María se sonó la nariz tratando de evitar el llanto.

      Dijo con la voz entrecortada:

-        He rezado tanto por ti...

      Carlos guardó silencio

-        Ya sé que tú no eres creyente… – continuó diciendo, y volvió a callar por el ahogo
-        Creyente o no, te agradezco que rezaras por mi – dijo Carlos
-        Y aún hoy sigo rezando – dijo María desconsolada –  Pero ahora lo hago por otros motivos: por gratitud y  arrepentimiento. Por gratitud…, porque al fin Él oyó mis súplicas…, y por arrepentimiento, porque durante mucho tiempo dudé...  – dijo enjugándose las lágrimas y entre hipos.  –   Y nunca debí dudar. – con la cabeza gacha, María, continuó: –  Sobre todo cuando tu mujer te abandonó… No debió abandonarte. No debió... El matrimonio es para siempre, para lo bueno y para lo malo. ¿No es así?

      Carlos esperó que su hermana se calmara sin comprender aquella repentina alusión a su ex esposa. Dijo:

-        Mi mujer me soportó más allá de lo soportable, María
-        ¿Te hablas con ella?
-        Sí, también la he pedido disculpas por lo mucho que  la hice padecer
-        ¿Y te perdonó?
-       
-        Entonces tal vez ahora podáis volver...
-        Ella ha rehecho su vida.
-        ¿Con quién? – exclamó de pronto María haciendo una pausa en su congoja
-        No sabría decirte. Me invitó a cenar  en su casa y me lo presentó.  Es un buen hombre.
-        Debisteis tener hijos – dijo María agachando de nuevo la cabeza –  Estoy segura que con hijos todo hubiera sido distinto para ti. Hay sacrificios que sólo se hacen por ellos, como sólo por los ellos nos abstenemos de cometer ciertas locuras.

      María se sonó la nariz de nuevo con la respiración entrecortada

-        Venga María, deja de llorar. Serénate y guarda esos pañuelos. He venido a tu casa para reconciliarme contigo, no para que llores.
-        Lo siento… –  dijo ella tratando de tranquilizarse
-        Sé que te he avergonzado. Y lo siento – empezó a decir Carlos –  Estoy absolutamente seguro que durante todos estos años de mi... penoso vía crucis, día sí, día también, alguien, sin la menor empatía, te ha recordado que tenías un hermano alcohólico dando tumbos por las calles, mendigando, cuando no metiéndose en líos. Pero te prometo que eso no volverá a suceder.
-        ¿De verdad me lo prometes? – dijo María en voz baja, casi infantil
-        Te lo prometo – dijo Carlos

      Entonces María trató de decir algo, pero el nudo de la garganta  estranguló su voz

-        Pero sobretodo – siguió diciendo Carlos –  quiero pedirte perdón  por el bochornoso espectáculo que protagonicé en el entierro de madre. Estaba tan embriagado y fuera de mi, que apenas recuerdo con exactitud lo qué ocurrió. Lo siento, lo siento mucho
     
      María estaba inclinada hacia delante en el sillón, con la barbilla apoyada en el pecho.  Levantó entonces  lentamente la cabeza y dirigió a su hermano una mirada dura,  de resentimiento.

      Tenía corrido el maquillaje de los ojos, lo que le daba  un aspecto casi terrorífico.

-        ¿No lo recuerdas? – dijo María con dureza –   ¿Quieres que te lo recuerde?
-        Como quieras – dijo Carlos

     

-          Te lo recordaré. Creo que es importante – empezó a decir María con voz grave y recriminatoria  –  Aquel día llegaste aquí, a mi casa, andrajoso, sucio  y apestando a vino, y tan borracho que apenas podías mantenerte de pie.
-        Sí, lo recuerdo – dijo Carlos
-          Al verte creí que me moría. Tuvieron que echarme sobre la cama para reponerme del “chok”.  Luego, y según me dijeron –  y esto siempre se lo agradeceré –  Antonio se encargó  de ti, de vigilarte para que no hicieras o dijeras algún disparate. Te sentaron  aquí mismo en un sillón, y al momento, por suerte, te quedaste dormido.  Pero justo te despertaste cuando nos marchábamos al tanatorio. No queríamos que vinieras en tu estado, pero te empeñaste en ir y Antonio se vio obligado  a llevarte.  Allí te sentó en un rincón ante el asombro de todos y seguiste durmiendo la mona recostado contra la pared, hasta que de pronto, te levantaste y te dirigiste al cuarto donde se exponía el cuerpo de madre. ¿Lo recuerdas? – Carlos, inexpresivo, guardó silencio –  Le pediste a Antonio – siguió diciendo María –  que dejara un momento a solas con ella, y lo que hiciste fue encerrarte  con llave  manteniéndonos a todos en vilo detrás de las vidrieras rogándote que salieras. Entonces, como ido,  empezaste a hablar con el cadáver de madre.  Qué podías decirle, ¿eh? – dijo María con los ojos vidriosos –   Seguimos implorándote  una y mil veces  que abrieras la puerta, pero ni siquiera nos oías. Hasta que, uno de los encargados del tanatorio pudo abrirla. Aún así seguiste negándote a salir  por las buenas por más que te lo pedimos.  El encargado, Juan y el primo José María trataron  de sacarte cogiéndote por los brazos,  pero... entonces te  agarraste con todas tus fuerzas al borde del ataúd, y  en el forcejeo, estuviste en un tris  de  tirar el féretro. Madre se removió en la caja. Casi la tiras. ¿Lo recuerdas? Casi la tiras al suelo, Dios mío…  Nunca en mi vida he sentido tanta vergüenza. Nunca.

       María lloró de nuevo entre gemidos. Carlos iba a decir algo, pero alzando una mano ella lo detuvo

-        No, no digas nada – dijo – Eso no fue todo

      María trató de calmarse. No tardó en hacerlo, al menos lo suficiente para recuperar la voz con la misma vehemencia de antes. De la calle apenas llegaban ruidos. En aquel silencio, María, preguntó en el mismo tono desabrido:

-        ¿Recuerdas lo que le dijiste  a mi marido?

Carlos no respondió

-        Él  sin embargo nunca lo olvidará – continuó María –  Dijiste…, palabra por palabra…: Juan, sólo quiero despedirme de ella. No tienes nada que temer, no puedo resucitarla si eso es lo que temes. Eso le dijiste – dijo María contrayendo el rostro, como si sufriera un dolor indescriptible –  ¿Qué quisiste decir con eso, ¿eh? – continuó  mordiéndose los labios  –   ¿Qué se alegraba de la muerte de madre? ¿Eso quisiste decir?
-        No sabía lo que decía, María – se disculpó Carlos – estaba borracho
-        Juan siempre se portó bien con nuestra familia, siempre
-        Lo siento.
-        No sé que pensarán de nosotros los familiares y conocidos que acudieron al entierro después de presenciar tu lamentable espectáculo. No sé...
-        A todos los que he podido localizar los he visitado o llamado por teléfono para disculparme. A todos. Y después de lo que me acabas de decir, también me gustaría hacerlo  con Juan.
-        No, a Juan déjalo. Yo hablaré con él. Tal vez más adelante – dijo María. Luego, engurruñando el pañuelo que tenía entre los dedos, continuó: –   Recuerdo cómo hacías reír a nuestra madre. Incluso cuando te reñía por haber hecho alguna trastada, acababa riéndose por tus monerías. Después, cuando crecimos..., tu opinión de buen estudiante, de universitario, siempre contó más que la nuestra.  Ella trataba de disimular ese favoritismo  ante nosotros, pero ni a Antonio ni a mi se nos  escapaba que entre vosotros había una entente especial. Y se lo pagaste de ese modo, acudiendo borracho y como un pordiosero a su último adiós – acabó diciendo María con furia
-        En esa época, María, yo era justo eso que acabas de decir: un borracho y un pordiosero.  Cuando madre murió…, tuve la certeza de que con ella también moría… mi última esperanza.  Sé que madre no hubiera impedido mi fracaso económico, pero estaba seguro que de haberse recuperado del largo coma en el que cayó fatalmente, aún y todo enferma, hubiera impedido mi ruina personal.
-        ¡No sé cómo! – exclamó  María.
-        Yo tampoco lo sé. Pero permíteme creer  que así hubiera sido.
      
      María, con forzada sonrisa miró a su hermano con un destello de conmiseración.

-        Bueno... Ya está. Ya pasó – dijo –  Ahora estás bien, y eso es lo que importa. Y si has venido a mi casa a pedir perdón con humildad y arrepentimiento,  qué puedo hacer yo sino perdonarte. Todos pecamos. Si decimos que no tenemos pecados, nos engañamos y la verdad no está en nosotros – recitó María  –  No juzguemos, y no seremos juzgados, no condenemos, y no seremos condenados, perdonemos y seremos perdonados.
-        Gracias, María – dijo Carlos
     
      Ambos callaron mientras ella se secaba los ojos. Ahora tenía las mejillas carmesí, como febriles. Luego miró los pañuelos manchados de afeites.  

-        Debo estar hecha una payasa – dijo –  ¡Dios mío la comida! – exclamó de pronto levantándose trabajosamente del sillón – ¡Espero que no se haya quemado! –  Carlos también se incorporó –  ¿Que haces?
-        Marcho, se está haciendo tarde y veo que tienes cosas que hacer. No quiero importunarte más.
-        No, no, espera, espera un momentito. No puedes marcharte así, tan pronto. Después de tanto tiempo quiero saber más de ti. Vuelvo ahora mismito. Siéntate de nuevo, anda – dijo desapareciendo del salón.

      Carlos se dirigió al ventanal ajustándose el pantalón. El día había vuelto quedar turbio. De vez en cuando, por la acera de enfrente pasaba alguien fruncido por el frío.

      Un par de casas más abajo había vivido su familia. Tras los edificios de enfrente oyó en ese momento el tren de los Ferrocarriles Catalanes.
       
      Carlos se fijó en la casa de la viuda. Era la única de la calle de planta baja, y con la de sus padres, durante muchos años,  las únicas de sus respectivas hileras. 
     
       Por una de sus ventanas, una vieja cara, borrosa, como sin cráneo, le observaba con insolencia sostenida.  

      Carlos, ensimismado,  recordó cuando un día, la viuda,  cayó al suelo en medio de la calle aún sin asfaltar.

      Era una mujer delgada, de pelo ralo, coja, que caminaba con dificultad apoyada en un bastón. Carlos tendría doce años, y la viuda, como a todos los niños del barrio, le producía espanto.

      Instintivamente, Carlos trató de socorrerla. ¿La ayudo?, dijo inclinándose sobre ella.  Pero la viuda, de pronto, se revolvió dándole un bastonazo en la frente.

      ¡Déjame, idiota! Ya te pediré yo ayuda cuando la necesite – dijo mientras Carlos, desconcertado,  se acariciaba su recién nacido chichón.

      Dicho incidente siempre acompañó a Carlos en el recuerdo. Tardó décadas en comprender la violenta reacción de aquella mujer

-        Estoy haciendo lentejas con arroz – dijo de pronto María a su lado. ¿Qué miras?
-        ¿Esa mujer que nos observa por la ventana es la viuda? – dijo Carlos señalando con el dedo
-        Sí. Ya no sale de casa. Se pasa todo el día  mirando por esa ventana. ¿Cuántos años crees que tiene?
-        No lo sé. ¿Ciento cincuenta, doscientos años?
-        Noventa y ocho. – contestó María sonriendo

      Ambos volvieron a ocupar sus anteriores asientos. María se había desmaquillado los ojos y ahora tenía un semblante alegre. Miró en silencio a Carlos, y con un énfasis en la voz pretendidamente rogativo, dijo, casi teatral:

-        Dime,  ¿qué te paso, Carlos, qué te pasó para caer tan bajo? Dime la verdad
     
      Carlos se tomó unos instantes para contestar bajo la mirada expectante de su hermana

-        Creo que ya lo sabes.  – dijo Carlos
-        Sí, lo sé, pero por otras personas, y...necesito saberlo por ti. Lo necesito...

      Ante la falta de respuesta, su hermana prosiguió en el mismo tono enfático e impostado

-        Lo tenías todo, Carlos.  Eras..., eres inteligente... culto. Tenías prestigio,  reputación, una mujer que te quería, hermanos, madre, una próspera empresa, dinero, amigos y… amistades  influyentes...
-        Sí – dijo Carlos casi inaudible –   Tal vez tenía demasiadas cosas
-        Dime, qué puede ocurrirle a una persona así para que lo pierda absolutamente todo.

      Carlos sintió de pronto como si dos invisibles y pesados fardos se posaran sobre sus hombros y le impidieran contestar. Aún así, dijo, con voz débil y pausada, rebuscando las palabras

-        Para dar una respuesta a esa pregunta necesitaría mucho tiempo, María. Y ni así creo que pudiera dar una explicación coherente y mucho menos exculpatoria por extensa que ésta fuera. Y.., tampoco deseo hacerlo ahora. Quiero olvidar y dejar atrás todo lo que pasó. Los errores e imprudencias que cometí, la cerrazón y las insensatas decisiones que tomé... ¿Qué me ocurrió? Me obsesioné, y en mi obsesión, traté  de salvar ese todo que tú dices que tenía, pero, fracasé,  y, lo que es peor, sucumbí en el intento. Eso es todo

       María suspiró y se recostó en el respaldo del sillón como un enorme muñeco rosa de peluche

-        Bueno... lo importante como ya he dicho es que  estés bien y no vuelvas a las andadas. – dijo escudriñando el rostro de su hermano

       El móvil de María la sobresaltó.

-        Dios, es odioso este tono de llamada. No sé de dónde demonios lo ha sacado este niño. Se va a enterar cuando me lo eche a la cara – dijo María verificando quien llamaba – Síiiiii, dime –  contestó con desden –  No... Nada... Te he dicho que nada en absoluto...  No te preocupes…  Por qué habría de engañarte... Yo te llamaré

      María volvió a dejar  el teléfono sobre la mesita de centro

-        Un pajarito me ha dicho que vives con Antonio – dijo María al cabo –  Supongo que es verdad

      Carlos sabía que el pajarito de su hermana se llamaba Ramón. Era su cuñado y trabajaba en Asistencia Social

-        Sí. En estas navidades hará un año
-        ¿Qué tal la convivencia?
-        Bien
-        ¿Bien?  Con nuestro hermano no es fácil mantener una simple amistad,  cuanto más convivir
-        Si uno pone buena voluntad no es difícil. Trato de no entrar en disputas con él,  no contradecirle si no es absolutamente necesario, y ocasionarle el menor estorbo y gasto económico posible. Antonio ha cambiado, María. Mantiene su forma de hablar, a veces soez, y sus expresiones altisonantes y fuera de lugar, pero incluso en esto está tratando de corregirse. Te aseguro que  ya no es tan colérico e  intransigente como era.  El tiempo nos cambia a todos...,  
-        ¿Ya no es  tan intransigente?  Entonces  supongo que habrá hecho las paces con su hijo – insinuó María
-        Como sabes vive en Madrid y eso lo dificulta. Pero lo está intentando
-        Ya. Cuando me enteré de que vivías con él, te confieso que me llevé una gran alegría. Durante todos estos años en lo que has estado… viviendo en la calle, salir de casa me resultaba  una autentica pesadilla. De día, por el temor de encontrar a mi hermano tirado en cualquier calle o rebuscando en la basura, y de noche por no verte durmiendo en el cajero automático de algún banco, o en cualquier lado

      Los ojos de María volvieron a anegarse  de lágrimas.

-        Tu temor era comprensible – dijo Carlos

      Sin pañuelos, María se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Dijo:

-        Aunque supongo que no te debió ser fácil pedirle, y mucho más convencer a Antonio de que te dejara vivir con él.
-        Yo nunca le pedí nada a Antonio – dijo Carlos –  Ni a él, ni a ti, ni a nadie. ¿Qué podía pediros? ¿Vodka? ¿Qué me dejarais dormir en vuestra casa? ¿Qué me alimentarais…?  No. Eso hubiera supuesto condicionar vuestras vidas. Por eso nunca os pedí nada
-        ¿Entonces fue Antonio quien te pidió que vivieras con él?
-        Sí – dijo Carlos
-        Antonio siempre tuvo pánico a la soledad

      Carlos guardó silencio ante el implícito  desmerecimiento que encerraban las palabras de su hermana.

-        María, nadie en su sano juicio metería en su casa a  un alcohólico para combatir la soledad.
-        Conozco a gente que la soledad le resulta insoportable – repuso María
-        No lo dudo, pero hay mil formas mucho más sencillas de combatirla, ¿no crees? Como puedes imaginar, convivir  con un alcohólico no es fácil para nadie. Y pensar que Antonio me acogió en su casa sólo por su miedo a la soledad, me parece injusto y un demérito. Te aseguro que después de todas las penalidades que hemos pasado juntos este último año con mi rehabilitación, la única razón que le movió a ofrecerme su casa y su ayuda fue exclusivamente la fraternidad.  Nadie, por evitar la soledad padece como él ha padecido mis largas noche de insomnio, los temblores, las náusea, las pesadillas, los dolores de cabeza y la incontrolable irritabilidad que se apoderaba de mi. Nadie soporta eso mucho tiempo solo por compañía.
-        ¿Debo entender que un día Antonio se acercó a ti, te ofreció su casa, aceptaste y dejaste de beber? ¿Así de fácil?
-        ¿Fácil? – exclamó Carlos  – No, no fue así de fácil. En absoluto. Antonio siempre me ofreció su ayuda, no una vez, ni dos, sino muchas veces. Y en no pocas ocasiones de estas veces, después de rogarle que me dejara en paz y se olvidara de mi, le mandé literalmente a tomar por ahí, hablando mal y claro. Pero el siguió insistiendo. Hasta que, en la última ocasión, acepté  convencido de no que soportaría mi síndrome de abstinencia  más de veinticuatro horas. Pero me equivoqué. Y así, casi por testarudez, una hora sin beber sucedió a otra, y un día a otro. Y aquí estoy, sobrio y lúcido pidiéndote disculpas por cuantas veces haya podido avergonzarte. Y todo gracias a nuestro hermano, a su enorme bondad al acogerme en su casa,  a su infinita comprensión, a su indesmayable perseverancia y a su enorme sacrificio,  por todo lo cual,  siempre tendrá mi más sincero reconocimiento, mi más viva admiración, y le estaré  eternamente agradecido – acabó diciendo Carlos pasión y vehemencia
   
      María miraba  a su hermano mientras éste hablaba  sin expresión y moviendo la cabeza con lentitud a modo de asentimiento. Era una mirada perdida, ausente, como si estuviera absorta en otros pensamientos. Luego se removió inquieta en el asiento

-        ¿Antonio sabe que estás aquí? – dijo con sequedad María  reaccionando a su letargo
-        Sí, claro
-        ¿Y le ha parecido bien?

   Carlos titubeó antes de contestar

-        Siendo sincero, digamos que él en mi caso no hubiera venido, pero era mi decisión.
-        Lo suponía – dijo María tratando de encubrir su enfado

  Dijo:

-        ¿Sabes que ahora sale con una mujer?
-        Es posible. Está apuntado a un grupo de baile.
-        Eso ya lo sé. Me refiero a una mujer en especial
-        No. La verdad es que nunca me ha hablado de ella. Ni siquiera sé su nombre
-        Carmen, se llama Carmen


      Carlos no conocía a Carmen. Aunque era obvio que en los últimos meses salía con alguien en especial como había dicho María.

      Súbitamente su hermano había cambiado sus hábitos. Se había comprado ropa, caminaba diez kilómetros todas las mañanas y hasta se había impuesto una dieta de adelgazamiento. Estaba más alegre y ocurrente que de costumbre y hasta espléndido.

      Se llamaban un par de veces  o tres al día, sin contar los innumerables mensajes de móvil que se enviaban. Se veían algunas tardes de siete a nueve saltándose las clases de baile,  y algún sábado, no todos, salían a cenar.

      Por la noche, allá las once, se iba a la  cama y bromeaban por  teléfono hasta altas horas de la madrugada. Se le veía feliz e ilusionado, pero su hermano nunca le habló de ella.

-        ¿La conoces? – dijo Carlos tratando de disimular su sorpresa
-        Hace años trabajamos en la misma fábrica, de esto hace… ni te cuento. Ella entró a trabajar en las oficinas. Estuvo dos años y luego cambió de empresa. No entablamos amistad. Pero caía bien a todo el mundo. Era simpática, alta y muy guapa, y, la verdad,  aún sigue siéndolo a pesar de la edad. Hace tiempo que está viuda y jubilada. Es culta y muy elegante. Lo que se dice una mujer con clase. No me extraña nada que Antonio se haya prendado de ella. Lo que me extraña es que ella se haya fijado en él. ¿De verdad nunca te ha hablado de ella?
-         No, nunca. Y desde que vivo con él jamás ha traído a ninguna mujer a casa.
-        ¿Con cuantas mujeres a vivido desde que se divorció? –  preguntó María
-         No lo sé.
-        Al menos con tres que yo sepa. Tres fracasos. A nuestro hermano siempre se le dieron bien las mujeres. Es guapito, y cuando quiere puede ser agradable. Lo que vengo a referirme, es que no creo que Carmen sea una más en su repertorio de conquistas. Es una mujer seria, formal, decente y sensata.
-        Con esas cualidades… – dijo Carlos
-        Ya, pero si su relación sigue adelante... más tarde o más temprano, lógicamente querrán vivir juntos, ¿no crees?
-        Lógicamente, sí.
-        Y supongo que querrán vivir solos.
-        Por mi parte no habría ningún impedimento. Se merece ser feliz
-        Pero… –  insinuó su hermana
-        ¿Pero qué, María – preguntó Carlos, pero María no contestó.

-        Bueno... – empezó a decir María tras un tenso silencio –  tampoco hay que precipitarse ni ser agoreros. Conociendo a Antonio lo más probable es que esa relación no llegue a ninguna parte, como todas sus relaciones. A ti, y eso que vives con él, ni siquiera te ha hablado de ella. Eso debe significar algo. ¿Trabajas?
-        No.
-        Pues…, sería importante que encontraras trabajo. Muy importante…
-        Lo sé. Bueno, María, tengo que marcharme – dijo Carlos – Se está haciendo tarde
-        ¿Ya te quieres marchar?
-        Sí. He quedado con Antonio.

      Ambos se levantaron del asiento. Carlos se dirigió a la silla donde colgaba su abrigo.

-        Da recuerdos a tu marido, a tus hijos  y a tus nietos.
-        Se los daré de tu parte

      Los dos hermanos se encaminaron a la puerta de  salida.

-        Espera un momento – dijo María de pronto desapareciendo en su dormitorio. Al momento volvió
-        Toma – dijo alargando la mano  –  son cincuenta euros, no es mucho, pero...
-        No es necesario, María.
-        ¿Y un bocadillo? Hoy Juan me ha traído una ternera exquisita y me he acordado de ti. ¿Quieres que te prepare un bocadillo para que te lo comas luego? Puedo preparártelo en un momento. Recuerdo que de pequeños te encantaban los famosos pepitos madrileños
-        No. Hoy es el cumpleaños de Antonio…
-        ¿Hoy? – María enarcó las cejas tratando de recordar  –  Sí, es verdad, hoy cumple 65 añitos
-        Y me ha invitado a comer en un restaurante
-        Pues le felicitas de mi parte.
-        Podrías felicitarle tú misma.
-        De momento solo felicítale de mi parte. Y por favor, acéptame al menos estos cincuenta euros – volvió a rogar María alargando la mano
-        De aceptarlos se los daría a Antonio – dijo Carlos  
-        Puedes hacer con ellos lo que tú quieras. Son tuyos.  Pero acéptalos, por favor. Quiero colaborar.
-        De acuerdo.
-        El dinero nunca va mal

      Carlos cogió los cincuenta euros y se los guardó en el bolsillo. A continuación María abrió la puerta y se besaron en las mejillas.

-        Cuídate, María, cuídate mucho – dijo Carlos
-        Lo haré – dijo ella – Llámame alguna vez. ¿Tienes mi número de teléfono?
-        Sí.
-        ¿Quién te lo ha dado?
-        Antonio. El problema es que  mi móvil es de prepago y no suelo llamar a nadie. Solo urgencias. Ya sabes...
-        Entiendo. Yo no tengo tu número. Hazme una llamada perdida. Y no te preocupes. Yo te llamaré. A mi también me gustaría comer algún día contigo. Invitaré yo

      Carlos se disponía a hacer la llamada perdida a su hermana, pero justo en ese momento el móvil de ella volvió a sonar.

-        Un momento – dijo al teléfono. Y, dirigiéndose a su hermano, dijo: – Mándame un mensaje, ¿de acuerdo? Te llamaré.   

      Carlos guardó el móvil y salió al descansillo y María cerró la puerta tras él. Aún así, a través de la misma, Carlos oyó a su hermana decir por teléfono:

-        Sí, acaba de irse.





                                     ANTONIO


      Afuera el cielo se había encapotado de un feo gris plomizo.

      Carlos se subió el cuello del abrigo para protegerse del frío y caminó encogido calle abajo con las manos metidas en los bolsillos. No habría dado veinte pasos cuando el móvil le vibró  en uno de ellos.

      Se detuvo y leyó el mensaje: Te espero en el restaurante.

      Carlos cruzó el puente sobre la vía férrea. Este desembocaba en una pequeña rotonda. A la izquierda estaba el viejo cine Otero ya en desudo por la competencia de los multicines, y al otro, el edificio abandonado de las oficinas de la antigua bòbila que le trajo no muy lejanos recuerdos.

      Propenso a los sabañones se frotó las orejas y aceleró el paso. 

      Cuando entró en el restaurante, su hermano, expectante, sentado ya en una de las mesa hablaba por teléfono sonriendo. Al ver a Carlos, levantó el brazo para llamar su atención.

      El restaurante era amplio, con una larga barra donde se afanaban tres camareros, y algunos hombres vestidos con monos de trabajo que se tomaban la última copa antes de marcharse.

       Las paredes estaban forradas de papel estampado simulando billetes de lotería, y la pared principal, frente a la barra, estaba decorada con  aparejos del campo: hoces, orcas, zoquetas y yugos.

      Era tarde y sólo estaban ocupadas unas pocas mesas. Carlos se sentó frente a su hermano.

-        ¿Qué tal? – preguntó Antonio escrutando el rostro de su hermano.
-        Bien – dijo éste inexpresivo

      Inmediatamente un camarero vestido con pantalones negros y camisa blanca dejó sobre la mesa la carta del menú

-        ¿Os sirvo alguna bebida mientras decidís qué vais a comer? – dijo

      Antonio pidió una caña. Agua, dijo Carlos. Ambos leyeron la lista de platos

       No tardaron en decidirse.

-         ¿Estaba Juan? – dijo Antonio
-        No, sólo ella.
-        Su maridito no andaría muy lejos. Dejar a solas a tu esposa con alguien que hace tan solo unos meses era un borracho empedernido y descontrolado no deja de ser un riesgo.

      El camarero trajo las bebidas. Parecía tener prisa

-        ¿Han decidido ya lo que quieren comer?

      Los dos pidieron lo mismo. El camarero recogió la carta y se marchó.

-         Creo sinceramente que has cometido un gran error yendo hoy casa de María. Su perdón va a tener consecuencias. Lo sabes, ¿verdad?
-        Creía que se lo debía.
-        Toda su familia te debe más a ti que tú a ella, Carlos. Recuerda…

      Antonio se vio interrumpido por el camarero que trajo el primer plato. Ambos comieron en silencio durante unos minutos

-        ¿María  ya sabía que vivías conmigo y que te estabas rehabilitando?

      Carlos  asintió.

-        Entonces, ¿no crees que habría sido más lógico que ella se hubiera dirigido a ti para saber cómo te estaba yendo la   rehabilitación?
-        Tal vez, pero sé que en el tanatorio…
-        ¡Joder con el puto tanatorio! – exclamó Antonio – Carlos – dijo después en un tono más calmado –  cuando madre murió tú llevabas casi dos años tirado en la calle y aún no la habías ofendido, ni humillado, ni avergonzado – dijo Antonio. Luego siguió comiendo, y tras limpiarse los labios con la servilleta, añadió – : Dime, ¿qué  clase de catadura moral puede tener nuestra hermana, cuando ni una vez, repito, ni una sola vez en todos estos años, se ha dirigido a ti para saber por sí misma, y no por terceros, cómo estaba su hermano? ¿Me lo quieres decir? Y no me vale eso que tantas veces me has repetido de que no querías la ayuda de nadie, que eras tú quien debías tomar la iniciativa de tu rehabilitación porque no deseabas condicionar nuestras vidas. Eso puede valer para ti, pero no para tu familia.

      Tras engullir pensativo gran parte de los macarrones, Antonio continuó diciendo:

-        Además, su perdón no hará más que empeorar las cosas. María nunca olvida ni perdona, y cuando lo hace es, o bien para que le debas su perdón, o bien para beneficiarse de él. Y si a ti te ha perdonado hoy es porque eres su particular espada de Damocles, por su incontrolable temor a que vuelvas a recaer y puedas avergonzarla de nuevo. Y, que te conste, que de ese temor solo se librará verdaderamente en dos supuestos, uno, que a la mayor brevedad posible recuperes tu envidiable estatus social de antaño, y dos, marchándote de este puto pueblo para siempre donde  nadie pueda  relacionarte con ella, es decir, que…  desaparecieras en la nada.
-        Antonio, esta conversación ya la hemos tenido y me resulta muy desagradable. ¿Podríamos hablar de otra cosa? – dijo Carlos
-        ¿Le has dado tu número de móvil? – sin esperar respuesta, Antonio continuó hablando – : Si lo has hecho, te llamará para saber si tu voz suena beoda o sobria. Si advierte que es lo primero, no volverá a llamarte jamás, y si es sobria, te pedirá que os veáis de vez en cuando, y de vez en cuando te dará una limosna para decirles a todos y cada uno de aquellos ante los que se sintió tan avergonzada por tu culpa que te está ayudando, o te comprará ropa para que su hermano esté más presentable y digno, eso si no acaba atribuyéndose el mérito de tu rehabilitación.
-        Por cierto, me ha dado 50 euros – dijo Carlos.
-        ¿Y los has cogido? – dijo su hermano. Luego, inmóvil, esperó expectante su respuesta
-        Me negué, pero insistió. Le dije que te los daría a ti
-        ¿Eso le dijiste?
-        Sí. ¿Hice mal?
-        Pensará que necesitamos dinero
-        Muy boyante no andamos, ¿no crees? Quieras o no te estoy ocasionando muchos gastos.
-        En ese caso, ¿por qué no la llamamos ahora mismo y quedamos para hablar con ella esta misma tarde?
-        Con qué fin
-        Podríamos decirle lo que me está costando tu rehabilitación y pedirla que me ayude económicamente con los gastos. ¿Qué crees que haría? Aceptaría, ¡vaya si aceptaría! sin pensárselo dos veces. Claro que, lógicamente no va a colaborar sin saber dónde empleamos su dinero.  Lo primero que haría sería comprarse un alcoholímetro para someterte a un control de alcoholemia cada uno y quince de cada mes. O tal vez, durante cierto tiempo, te prohíba salir de casa para que no pases delante de cualquier bar y puedas sentir la tentación de entrar, al tiempo que evitarían que te pudieras juntar con alguno de tus antiguos cofrades de borrachera. Eso a ti, a mi, seguramente me haría presentar las facturas de todos tus gastos, extraordinario o no. ¿Qué, quieres que la llamemos?
-        Antonio, te suplico que dejemos este tema…
-        Es que no te entiendo, Carlos, de verdad, y, francamente, me tienes muy preocupado. El hecho en sí de que hayas ido a disculparte con ella es encomiable. Lo has hecho con buena voluntad con todo el mundo, y en todos los casos me ha parecido bien. Excepto en el de María. Sabes, y sabías  antes de ir a su casa, que de aquí en adelante tratará de controlarte para su egoísta tranquilidad. Control que tú siempre has detestado sobremanera, ¿no es así? Entonces, si lo sabías, me pregunto, por qué lo has hecho. ¿Me lo puedes explicar, por favor

El camarero trajo el segundo plato.  Carlos se había dejado la mitad de los macarrones. ¿No le han gustado?, preguntó el camarero. Sí, contestó Carlos, es que hoy no tengo apetito.  Antonio cortaba en pequeños trozos una de las porciones de lomo cuando dijo:

-        Ah, esta noche saldré. He invitado a alguien a cenar
-        ¿Vendrás a dormir?
-        No estoy seguro. Creo que sí, pero…

      Antonio calló sin terminar la frase, luego añadió inopinadamente:

-        Es alguien especial…
-        ¿Quién?
-        La mujer con la que voy a cenar esta noche
-        ¿Carmen? – dijo Carlos

      Antonio frunció el ceño.

-        Sí, cómo sabes su nombre. Yo nunca te lo he dicho
-        Me lo dijo María.
-        Dios, esa mujer es una autentica alcahueta. ¿La conoce?
-        Sí. Trabajó con ella durante dos años. No tienen relación alguna, pero… sabe que sales con ella.
-        ¿Trabajar? ¿María? Ah, sí, es verdad, trabajó en la fábrica textil de su cuñada. Justo dos años y un día. Ya es mala suerte que coincidiera con ella, joder. ¿Y qué te dijo?
-        Me preguntó si la conocía.
-        ¿Y qué más?

      Carlos siguió comiendo indiferente

-        Venga, Carlos, dime qué más te ha dicho sobre Carmen – insistió Antonio
-        Me ha hablado muy bien de ella. Me ha dicho que es una mujer seria, formal, decente y sensata.
-        ¿Eso te ha dicho?
-        Textualmente.
-        Joder, suena carca. ¿Y qué más? –  dijo ávido Antonio
-        Que había sido muy guapa y que aún lo seguía siendo. Que es culta y muy elegante, lo que se dice una mujer con clase.

      Antonio siguió comiendo

-        Sí, lo es – dijo más tarde –   ¿Y no la ha sacado ninguna falta?
-        No.
-        Para María nadie es perfecto.
-        Me ha dicho que la extraña que una mujer así se haya prendado de ti. Nada más

      Pensativo, con los ojos sonrientes, Antonio ingirió varios trozos de lomo.

-        La verdad es que es una mujer estupenda – dijo
-        ¿La quieres? – preguntó Carlos 

      Antonio miró a su hermano,  iba a decir algo, pero Carlos se le adelantó

-        Lo siento. Perdona que te haya hecho esa pregunta.
-        No tiene importancia.  Últimamente me la hago muchas veces. Estoy…  desconcertado... A mi edad…,  estar enamorado… No sé, me cuesta… creerlo, asimilarlo.
-        No sabía que hubiera una edad límite para eso – dijo Carlos
-        ¿Y si es sólo una simple fijación…, una falsa ilusión, no sé, algo temporal? Ya me ha pasado varias veces y no quisiera sufrir una nueva decepción… Y tampoco quiero hacer daño a Carmen.
-        Pero… ¿y si es la mujer de tu vida? – dijo Carlos. Se limpió los labios con la servilleta y bebió agua – Todo es temporal, Antonio  – siguió diciendo –  Hoy cumples sesenta y cinco años. ¿Cuántas oportunidades crees que vas a tener en el futuro de sentir lo que sientes por Carmen? 
     
      Ambos callaron y comieron en silencio. Más tarde el camarero, atento, trajo dos recipientes de barro con crema catalana. Antonio, dijo, degustando la crema:

-        ¿Sabes?, tal vez nuestra hermana me haya pagado el regalo  cumpleaños que tenía pensado.
-        ¿Quieres que te compre algo especial con los 50 euros?
-        No; no, no. He pensando que… bueno… ¿Qué te parecería si después de cenar invito a Carmen a una última copa en casa?
     
      Carlos sonrió. Dijo:

-        ¿Quieres presentármela?
-        No. He pensado que… esta noche podrías dormir en un hotel.
-        ¿En un hotel? – dijo Carlos extrañado
-        Sí. ¿Qué te parece?
-        Me parece una idea estupenda – contestó Carlos tratando de disimular su sorpresa

-        Ella está muy intrigada por el hecho de que nunca la haya invitado a  entrar en casa. En varias ocasiones la he dicho que después de mi última separación ninguna mujer la había la pisado.
-        En ese caso invítala, se sentirá especial ¿Tú has entrado en la suya?
-        Sí, muchas veces
-        Entonces es lógico que esté intrigada. ¿Carmen pertenece al grupo de baile en el que estás apuntado?
-        No. La conocí un sábado por la mañana comprando en el supermercado. Hace dos meses que me borré del grupo de baile ¿De verdad que no te importa dormir esta noche en un hotel?
-        Por qué habría de importarme. Supongo que necesitaréis  intimidad
-        Es que…, me sabe mal, no sé…, es como si… te estuviera… negando
-        En absoluto. Incluso creo que ni siquiera me gastaré los 50 euros.
-        ¿Vas a dormir en la calle?
-        No. Pero aprovecharé la ocasión para visitar a Matías. Tú no le conoces, es un buen amigo. En los últimos tiempos casi siempre íbamos juntos. Pocos días antes de que me fuera a vivir contigo su hijo le dejó habitar la buhardilla de su casa para sacarlo de la calle. Me dijo que cuando quisiera podía visitarle. Nunca lo he hecho y me gustaría hacerlo hoy. Se lo prometí

      Acabado el postre, Antonio se volvió hacia el camarero y pidió la cuenta. Luego cogió el móvil y empezó a juguetear con él pasando pantallas hábilmente con el dedo pulgar. Carlos le miraba de vez en cuando con timidez.

-        Antonio – dijo Carlos
-        Qué
-        ¿Alguna vez has hablado a Carmen de mi?
-        Sí, claro – dijo su hermano escribiendo en el móvil el enésimo mensaje

      Carlos dejó pasar unos segundos

-        Antonio…
-        Dime  
-        ¿Ella sabe que vivo contigo?
-        No. Sólo la he dicho que a menudo duermes en mi casa – dijo su hermano sin despegar los ojos del móvil.   
-        ¿Le has dicho que soy alcohólico?
-        Eso no le importa a nadie – dijo Antonio dejado de nuevo el móvil sobre la mesa – ¿Crees que debería habérselo dicho?
-        No lo sé, solo me preocupaba que no le hubieras dicho nada. Eso es todo.

      Antonio pagó la cuenta y salieron al frio de la calle.

-        No me extrañaría que esta noche nevara – dijo 




                                      CARLOS


      Serian las ocho de la tarde.

      Carlos supuso que la buhardilla donde debía dormir su amigo  no sería un palacio. Sacó del armario su bolsa y metió un pijama de invierno, dos sábanas, su vieja linterna, varias mantas, un cojín y una botella de agua.

      Se encasquetó su gorro de lana, salió a la calle y bajo el intenso frío de la noche se dirigió a la casa del hijo de Matías.

      Ésta era de planta baja y daba a dos calles. Llamó varias veces pero nadie contestó. Las ventanas, enrejadas, se hallaban herméticamente cerradas. Giró la calle, y con igual suerte, nada le indicó que hubiera alguien en el interior. Volvió sobre sus pasos, y después de llamar una vez más, contrariado, se encaminó al hotel San Remo, en la carretera nacional.

      Iba a cruzar el puente de la vía cuando se detuvo y contempló la posibilidad de que hubiera alguien dentro de las oficinas abandonadas  de la antigua bòbila.

      Entonces recordó haber visto la llave de la puerta en uno de los bolsillos interiores de la bolsa. La buscó bajo la luz de las farolas del puente, bordeo luego la pared lateral de éste y entró en el edificio por la calle que daba al ferrocarril.

      Las oficinas ocupaban toda la planta con un pasillo central que las dividía. Encendió la linterna y se aseguró de que no había nadie.

      Luego entró en el despacho principal, la que daba al puente. A la izquierda había dos cartones extendidos en el suelo en los que podía leerse Made in China y que parecían haber servido de colchón, y varios más amontonados al fondo.

      Apagó la linterna.  Por las ventanas entraba de soslayo la luz ocre de las farolas del puente.  Desplegó varios cartones de los amontonados frente a la puerta del despacho. Se hizo la cama y tras quitarse los zapatos se metió vestido entre las sábanas dispuesto a pasar allí la noche

      Los ruidos de la calle llegaban atenuados por el doble cristal de las ventanas. No se había acomodado del todo cuando creyó oír la puerta de entrada. Atento quedó acodado. Oyó pasos.

-         ¿Quién anda ahí? – exclamó
-         Yo. – dijo alguien deteniéndose  

      El débil gruñido de un perro pequeño llegó hasta Carlos.

-         Disculpa que te llame así, pero no recuerdo tu nombre. ¿Ere el que algunos llaman el… Piojoso?  ¿El del perrito?
-         Sí, y me llamo Juan, pero casi todo el mundo me llama Rodri, por Rodriguez.
-         Pasa Rodri. Nos conocemos. Hemos comido juntos muchas veces en el comedor de Santa Rita.

      El perro volvió a gruñir entre dientes. Carlos recordaba a Rodri como un hombre más  bien canijo, de pelo entrecano y frondoso que le cubría orejas y frente. Tenía fama de huraño y siempre se le veía solo a excepción de su mascota
 
-         ¿Estás solo? – preguntó
-         Sí, estoy solo – contestó Carlos
-         Este es mi sitio
-         Hay sitio para los dos
-         No me gusta dormir con desconocidos al lado. Ronco
-         No te preocupes, solamente será esta noche. Fuera hace mucho frío  como para salir ahora a buscar otro lugar donde dormir. ¿Tienes llave de la puerta? – acabó preguntando Carlos
-        
-         ¿Te la ha dado Matías?
-         Me dijo donde la escondía.
-         Yo soy...
-         Sí – atajó Rodri  –  Ahora ya sé quien eres. El amigo de Matías.

      Rodri entró en el despacho portando una enorme bolsa de deportes colgando del hombro de cuyo interior sobresalía la diminuta cabeza del perro

-         Me dijo que tú también tenías una llave – agregó. Dejó la bolsa al lado de los cartones ya extendidos y sacó al perro. Luego se arrodilló y extrajo un revoltijo de ropa – Eres el que se presentó borracho al entierro de su madre, ¿no? – dijo Rodri de espaladas –  Dicen que en el tanatorio tiraste al suelo la caja con tu madre muerta. ¿Es cierto?
-         No exactamente – dijo Carlos –   ¿Sabes si vendrá?
-         ¿Quién?
-         Matías
-         No, Matías no vendrá.

      Rodri estiró  sobre los cartones lo que en aquella penumbra sepia parecía un saco de dormir. Luego sacó de la bolsa un pequeño cuenco y vació en él el contenido de algo envuelto en papel de aluminio. El perro se abalanzó con avidez sobre el mismo. Después sacó una botella, estiró el saco, se quitó los zapatos y quedó sentado dentro del mismo con la espalda apoyada en la pared. Cogió la botella y Carlos oyó un descorche.

-         ¿Cava? – dijo
-         Sí, hoy toca champan paquistaní. No sé si ofrecerte. Matías me dijo que habías dejado de beber.
-         Así es.

      Rodri dio un sediento, ansioso y largo trago de cava. El perro, a su lado le observaba atentamente moviendo la cola

-         Tú si que quieres un poquito, ¿verdad? – dijo Rodri . Puso cava en el cuenco y Carlos oyó chasquear la legua del perro mientras bebía.
-         ¿Te has hecho amigo de Matías? – dijo Carlos más tarde
-         ¿Yo? No. Yo no tengo amigos –  dijo. Se dio entonces un par de leves golpes en el vientre y el pequeño perro se encaramó a él –  Ésta nunca me ha traicionado ni me traicionará. ¿Verdad Lupita que tú nunca me traicionarás? – dijo apretujándola cariñosamente contra su pecho
-         Su hijo lo recogió en su casa – dijo Carlos después
-         ¿Te refieres a Matías? ¿En su casa…? No, qué va.  Su hijo ni siquiera le dejaba entrar en ella.
-         En la buhardilla me dijo exactamente  – rectificó Carlos
-         En la buhardilla, ¿eh? – dijo Rodri dando un nuevo trago de la botella –  El la llamaba así… Suena bien, ¿verdad? Buhardilla. Sí, suena muy bien. Suena como bohemio, ¿verdad…? Pues no, amigo, no. Aquello era una puta covacha. Tú y yo esta noche dormiremos mejor que él en su buhardilla de bohemio. Te lo puedo asegurar. Tú nunca estuviste por lo que veo en su… buhardilla
-         No.
-         El esperaba que fueras.
-         Lo sé
-         Yo sí pasé una noche allí. Y tendría habérselo agradecido, pero no lo hice.
-         ¿Y eso?
-         Una noche me encontró tirado boca arriba en una acera, ni siquiera recuerdo dónde, supongo que cerca de su casa. Yo estaba muy jodido. Muy borracho. Absolutamente paralizado, como en una jodida pesadilla, y hacía un frío del carajo. Me dijo que me fuera con él a su buhardilla o moriría congelado. Así que, cogido a él, entramos en su casa por el patio trasero después de rogarme mil veces que no hiciera el menor ruido. Su hijo le había prohibido que llevara a nadie – Rodri calló, dio otro trago y siguió diciendo en un tono pretendidamente indiferente: –  ¿Sabes? Le dejaban la comida fuera, en el porche, como a un perro, la única diferencia era que se la dejaban en un plato y no en un cuenco, pero como a un puto perro. Ese hombre no tenía el menor orgullo
     
      Los faros de un coche iluminaron con fugacidad el techo de la oficina.

-         ¿Cómo era la buhardilla?
-         La “buhardilla” no era pequeña, pero estaba a reventar de muebles y chismes inútiles. El dormía en un viejo camastro y yo lo hice en un sofá destartalado. Por la ventana del techo entraba un frío que quitaba la borrachera, y si querías mear y no bajar al patio lo tenías que hacer en una garrafa que tenía para ello. ¡Menuda mierda, tío!
-         ¿Y qué tal fue la noche?
-         Un autentico coñazo. Tal vez me salvara la vida, pero el muy capullo acabó hartándome. Se pasó casi toda  la noche hablando de su puta mujer. El muy gilipollas se culpaba de que le pusiera los cuernos, ¿te lo puedes creer? También me habló de ti. Presumía de ser tu amigo. Creo que te apreciaba de veras. La verdad es que no habló mal de nadie. Me acabó dando lástima, cosa que procuro no sentir por nadie. ¡Que nos jodan a todos! Fue tan atento,  tan cordial y tan… ¡yo qué sé!, servil, que terminó poniéndome de mala hostia.

      Rodri cada vez empinaba más la botella al beber.

-         Antes de venir aquí me pasé por su casa pero estaba cerrada. Mañana le buscaré.
-         No lo hagas. Se fueron. A su hijo lo trasladaron a Gerona por cuestiones de trabajo según tengo entendido. Por eso su casa está cerrada.
-         Me hubiera gustado despedirme de él. Espero que esté mejor en Gerona.
-         Él no se fue. Lo dejaron aquí. – dijo Rodri. Y añadió tras una breve pausa: –  Lo abandonaron

      Carlos se removió inquieto.

-         Era de esperar –  Lo más probable es que su propio hijo pidiera el traslado para deshacerse de un alcohólico irremediable. Harto de que le  condicionara la vida y comprometiera su… felicidad familiar... Sí,  supongo que era de esperar, ¿no crees?     
-         ¿Sabes dónde podría encontrarlo?
-         ¿Encontrarlo? No lo sé. Tal vez lo sepan en el ayuntamiento. Aunque lo dudo. Seguramente estará en una fosa común o en un nicho sin lápida. No creo que se tomaran muchas molestias en identificarle.
-         ¿Ha muerto? – dijo Carlos quebrándosele la voz
-         No lo sabías, ¿eh?
-         No ¿Cómo murió?
-         El puto tren. – dijo Rodri dando un nuevo tiento al cava paquistaní. –  Este tren – continuó –  está sacando a más sin techo de las calles que todos los  ayuntamientos por los que pasa. La gente cree que se arrojó. Pero no fue así. Una tarde que  merodeaba por la estación, el jefe, nada más verme, de malos modos,  como si fuera a meterme en un campo de minas me gritó que me marchara inmediatamente de allí. Como no hacía nada malo, ni molestaba a nadie, le pregunté por qué. Y entonces me contó lo de Matías. Me dijo que aquella noche debía estar caminando sin rumbo por en medio de los raíles, que debía estar muy borracho, y que cuando se cansó de caminar estiró su saco y se puso a dormir en medio de vía – Rodri volvió a beber –  ¿Desde cuando no sabías nada de él?
-         Desde que me fui a vivir con mi hermano
-         Te aconsejaron que debías alejarte de aquellos con los que solías beber, ¿no?  Es comprensible
-         Aun así... – empezó a decir Carlos, pero Rodri lo interrumpió
-         No te preocupes – dijo –  Él te hubiera disculpado. Ya te he dicho que tenía disculpas para todo el mundo.

      Ambos callaron.

-         Lo terrible es que se veía venir, ¿no crees? – dijo  Rodri al rato. Hablaba despacio haciendo breves pausas entre frase y frase –   No hacía falta hablar con él mucho tiempo para darse cuenta. Debía estar agotado por el continuo esfuerzo que hacía por caer bien, de buscar dueño, de buscar… afecto. Supongo que el muy idiota  comprendió que había llegado su hora después de tanto abandono. ¡Me cago en la puta – gritó de pronto Rodri – me cago encima de mí, de Matías y  del puto paquistaní al que le he robado esta mierda de champán! Se acabó. Ni una palabra más. Quiero dormir.

      Rodri agotó la botella y aposentó a Lupita dentro de la bolsa de deportes
  
-         Y, a todo esto, ¿Tú qué coño haces aquí si has dejado de beber y vives con tu hermano?
-         Es largo de explicar – dijo Carlos
-         Ya – dijo Rodri acomodándose dentro del saco –  Tampoco es fácil estar sobrio, ¿eh?
     
      Casi instantáneamente Rodri empezó a roncar. Carlos se giró de contado y dobló las piernas en un intento que sabía inútil de reconciliar el sueño. Justo en ese momento, despacio, sigiloso, oyó pasar el último tren del día.












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