martes, 12 de mayo de 2015

PIEDRAS Y CARACOLAS




                                           PIEDRAS Y CARACOLAS


Serían las siete de la tarde cuando las dos mujeres vieron aparecer al hombre en la playa.


Tendría unos cuarenta años. Era moreno y lucía barba de varias semanas.

Iba en bañador y camiseta blanca. Portaba una silla plegable, una toalla al hombro y un libro de bolsillo

El hombre desplegó el asiento a pocos metros de las mujeres, casi en horizontal, junto a dos piedra donde pocas horas ante alguien había desclavado una sombrilla.

Cubrió el respaldo de la silla con la toalla,  dejó el libro sobre los dos pequeños riscos y se quitó la camiseta dejando ver un torso recto. Luego se sentó, cruzó las piernas y quedó mirando el horizonte.

 Las dos mujeres observaron la escena.

Debían tener la misma edad del hombre. Una de ellas estaba sentada en una silla baja y reclinable, y la otra sobre una toballa tendida en el suelo.

Era junio y el sol había perdido ya su virulencia y ahora caía manso sobre la playa. Los altos edificios del otro lado de la carretera no tardarían en ensombrecerla.

 El hombre observó  en el horizonte un buque de contenedores que se dirigía al sur. Nadie se bañaba y apenas quedaba ya gente en la playa, pero aún podían verse a parejas de personas mayores yendo y viniendo al borde del mar. A un padre y su hijo jugando con un voluminoso balón de PVC de estridentes colores, y a un niño de unos siete años, con una bolsa blanca de plástico,  que casi arrastraba,  fisgoneando entre la arena.

El hombre iba a abrir el libro cuando observó que, repentinamente, el niño  daba un estrambótico salto hacia arriba, doblaba las piernas y caía hincado de rodillas en la arena, como si fuera un felino que cayera sobre una presa. Luego recogió algo, se lo llevó a los labios y lo sopló con fuerza.   


Qué no sería tal cosa, que el niño, después de remirarlo, se incorporó rápidamente y empezó a gritar –: ¡Mamá, mamá…mamá! – corriendo despavorido hacia las dos mujeres.

 Al llegar a ellas, el niño frenó bruscamente adelantando una pierna y salpicando de arena las espinillas de la madre. Ésta cerró los ojos y echó su cuerpo hacia atrás.

-         ¡Te he dicho mil veces que no hagas eso! ¡Maldita sea! ¡Mira como me has puesto! – dijo la madre.

El hombre podía oírles con claridad.
El niño, tras la recriminación,  agachó la cabeza y se cogió las manos atrás.
       Lo siento – dijo.

-         Pobre chico – dijo al cabo la otra mujer – Mira qué carita de pena ha puesto
-         ¿Pobre…? – dijo la madre. Y dirigiéndose al niño, añadió – : Vamos a ver, ¿qué quieres?
-         He encontrado… – empezó a decir tímidamente el niño
-         ¿Qué has encontrado? – le interrumpió la madre limpiándose con repugnancia la arena de las piernas aún embadurnadas de crema antisolar.
-         Una pepita de oro
-         Una pepita de oro…  – repitió la madre sin mirarle. El niño permaneció de pie, inmóvil
-         Mujer, a lo mejor sois ricos – dijo la amiga.
-         Seguro… Si es así, tú y tu marido estáis invitados a unas vacaciones en Cancún.   A ver, enséñame esa pepita de oro –  dijo. El niño alargó la mano hacia su madre – ¿Esta es la pepita de oro?

El niño asintió con la cabeza.

-         Esto no es una pepita de oro, cariño. Es sólo una piedra.
-         Adiós a nuestras vacaciones – dijo la amiga. Y las dos mujeres se echaron a reír
-         Es dorada – dijo el niño
-         No todo lo dorado es de oro, cielo.
-         Ojala fuera así – dijo la amiga de la madre – Mi joyero valdría una fortuna  

Las dos mujeres volvieron a reírse

-         ¿Qué llevas en esa bolsa? ¿Más pepitas de oro? – dijo la madre sin dejar de sonreír.

Al niño le brillaron los ojos, apretó los dientes y  tragó saliva. Luego agachó de nuevo la cabeza, como humillado

-         No cojas más piedras.  Ya tienes suficiente – dijo la madre deshaciéndose de la “pepita de oro”. Ésta fue a caer junto a los pies del niño, que la miró medio hundida en la arena.  –   Y ahora no te vayas muy lejos. Nos tardaremos en irnos.

El niño se agachó, dejó la bolsa de plástico en el suelo y cogió la piedra.  Luego se puso de pie y la rodeó entre el índice y el pulgar, como si fuera a  lanzarla. Miró a uno y otro lado, y al ver que el hombre le miraba, se giró hacia el mar.

Parecía enfadado.

De pronto alzó su brazo derecho, guiñó el ojo izquierdo  y  apuntó la piedra a la cabeza de un anciano que pasaba en ese instante. El niño le siguió apuntando mientras se alejaba.

 Luego bajó el brazo y volvió a mirar con disimulo al  hombre mientras seguía girando la piedra en su mano. Éste ya no le miraba directamente y se quedó fijo en él unos instantes.

Hizo un mohín, se giró  y torció el cuerpo hacia atrás fingiendo con sobreactuados  movimientos que lanzaba la piedra a las profundidades del mar.

El niño respiró profundo y miró de nuevo al hombre, encontrándose que éste le sonreía apaciblemente. Esto pareció relajarle y lanzó la piedra con suavidad yendo a caer a su lado.

 Para su sorpresa, el hombre recogió la piedra y estiró el brazo para devolvérsela. El niño negó con la cabeza y fue colocarse al lado de su madre.

Seguidamente, sabiéndose observado por el niño,  el hombre miró la piedra con atención, se la llevó a los labios y la impregnó de aliento. Cogió un pico de su toalla y la limpió.

Mientras, el niño se le fue acercando, lenta, disimuladamente.

-         No es de oro – dijo el niño a escasos dos metros
-         ¿No?
-         No
-         ¿Cómo lo sabes?
-         Me lo ha dicho mi madre – dijo el niño aproximándose aún más al hombre
-         Pues parece de oro.
-         Pero no lo es. Es solo una piedra – dijo el niño con grave.  

El hombre la miró más intensamente si cabía con cara de incrédulo

-          ¿Usted cree que es una pepita de oro?
-         No lo puedo saber.

El niño sonrió.

-         No todo lo dorado es de oro – dijo impostando la voz
-         Ni todo el oro es dorado – dijo el hombre – Pero si tu madre ha dicho que no es de oro... no lo será. Lo que sí sé es que es muy bonita. ¿Te gusta coleccionar piedras?
-         Y caracolas. Tengo muchas en mi casa.
-         A mi también me gustaba coleccionarlas cuando tenía tu edad.
-         ¿Tuvo muchas?
-         Oh, sí, muchas.
-         ¿Ya no las tiene?
-         Sí, aún conservo algunas.  Muchas otras con los traslados se me perdieron. Aunque nunca tuve una tan bonita como ésta.
-         ¿No?
-         Has tenido mucha suerte. No todos los días se encuentra una así.

Y el hombre alargó la mano para dársela al niño

-         No. Se la doy.
-         ¿Me la das?
-         Sí. Se la regalo
-         Lástima que no pueda aceptarla. Las piedras son de quien la encuentra. ¿Por qué no la quieres siendo tan bonita?
-         Porque…  por que… – empezó a decir el niño, pero al cabo, calló
-         No importa si no quieres decírmelo.
-          Por que…yo creía que era una pepita de oro, y no lo es. Y…
-         ¿Y qué?

El niño tardó en contestar

-         Y mi… madre se ha reído de mi…
-         Y, claro, eso te ha molestado
-         Sí. 
El niño se arrodilló al lado del hombre y empezó a hacer un hoyo en la arena.

-         Estoy seguro que tu madre no ha querido burlarse de ti. Seguramente…
-          ¡Pues lo ha hecho! – atajó el niño esparciendo el montículo de arena que acababa de hacer
-         ¡Luis! – gritó de pronto la madre del niño – No molestes.
-         No molesta – contestó el hombre alzando el brazo   
-          A veces odio a mi madre… – dijo Luís
-         No deberías decir eso…
-         Bueno…, no sé…. La echo de menos cuando no está…, pero a veces la tengo mucha rabia.
-         ¿Y eso por qué?
-          Los mayores creen que los niños solo decimos tonterías.  Por eso quiero ser mayor. A los mayores siempre se les hace caso. Pero creo que yo nunca seré mayor, porque todas, todas las mañanas me despierto siendo un niño. El tiempo no pasa. Pero cuando pase, me dejaré la barba larga, larga, más larga que usted, para parecer aún más mayor. 
-         Te comprendo.
-         ¿Usted tiene hijos?
-         Sí, tengo uno.
-         ¿No ha venido con usted?
-         No. He venido solo
-         ¿Y dónde está?
-         Vive con su madre
-         ¿Está separado?
-        
-         Yo tengo dos amigos que sus padres también están separados ¿Dónde vive?
-         ¿Quién?
-         Usted.
-         En Madrid.
-         ¿Está de vacaciones?
-         Podría decirse que sí.
-         ¿Y no se aburre solo?
-         Bueno… Nací aquí.  Vivía justo ahí detrás, al otro lado de la carretera. Y me gusta venir de vez en cuando. Para recordar

Ambos guardaron silencio. El padre y el niño que jugaban al balón se marchaban ya.  El niño comenzó de nuevo a ahondar en la arena mientras el hombre volvía a observar la piedra que tenía entre las manos

-         ¿Te has fijado que también tiene reflejos verdes y grises? – dijo
-         Sí, claro que me he fijado. La encontré yo
-         Vamos, tómala – dijo el hombre ofreciéndosela  – Tal vez te arrepientas más adelante de no tenerla en tu colección. Sé que te gusta. No creo que tengas muchas tan bonita como ésta.
-         Sí, sí que me gusta. Pero ya le he dicho que no la quiero. La odio. Puede quedársela.
-         No creo que tu madre tuviera intención de reírse de ti
-         ¡Pues lo ha hecho!
-         Estoy seguro de que ya ni se acuerda. Y tú habrás perdido una bonita piedra.
-          Sí se acordará.  Los mayores no se olvidan nunca de las… tonterías que dicen o hacen los niños. Y si les hace gracia,  las cuentan una y otra vez. A todo el mundo. Y al primero que se lo contará será a mi padre, y también se reirá de mi por haber creído que esa piedra era una pepita de oro.
-         ¿Sabías que hay piedras muy valiosas que no son de oro? Incluso las hay sagradas
-         ¿Sagradas?
-        
-         ¿Una piedra sagrada?
-        

La madre volvió a llamar a Luis.

-         Venga, nos tenemos que ir - dijo.

Luís se incorporó del suelo y se limpió la trasera del bañador.

-         ¿Sabes?, – dijo el hombre – me gustaría que te quedaras con la piedra. Tú mismo has dicho que te gusta mucho. Y te aseguro que has tenido mucha suerte al encontrarla.
-         ¡Le he dicho que no!
-         De acuerdo. Como tú quieras.
-         Tengo que irme – dijo el niño - ¿Y usted, no se va?
-         No, aún no.
-         Ya no queda casi nadie en la playa
-         Mejor.
-         ¿Mejor por qué?
-         Porque es la mejor hora para buscar
-         ¿Para buscar qué? – insistió Luís
-         Piedras y caracolas – contestó el hombre

El niño guardó silencio y frunció el ceño estrañado

-         Ya te dije que yo también coleccionaba piedras como tú – siguió diciendo el hombre – Pero un día, no hace mucho tiempo, repasando mi colección, me di cuenta de que estaba incompleta. De que me faltaban algunas. Y la mejor hora para buscarlas es ésta, cuado la playa se queda casi desierta. Porque las piedras que busco son muy especiales.
-         ¿Especiales? ¿Cómo de especiales? – dijo Luís
-         Únicas.
-         ¿Únicas?
-         Sí. Y de un gran valor
-         ¿De oro?
-         No. Mucho, mucho más valiosas.
-         ¿Más valiosas que el oro?
-         Mucho más.
-         ¿Cuáles?

Como el hombre guardara silencio, el niño, añadió intrigado:

-         ¿Es un secreto?
-         Lo es.
-         ¿Y no me lo va a decir?
-         No sé si debo… – dudó el hombre
-         No se lo diré a nadie.
-         Eso no me importa.
-         ¿Entonces?
-          Sólo te lo diré si me prometes una cosa
-         ¿Qué?
-         Que si te lo digo, no te reirás de mi.
-         Prometido.
-         Está bien. Confiaré en ti – dijo el hombre
-        
-         Pues verás, busco justo aquellas  piedras que encontré  cuando tenía tu edad, y que, a pesar de lo mucho que me gustaban, me deshice de ellas porque  los mayores me dijeron que no valían nada.
-         ¿Y sí valían?
-         Sí, para mi.

Luís se rascó la cabeza, como si no supiera qué hacer o decir.

-         Así que, vamos a hacer una cosa –  dijo el hombre – para que no te pase lo mismo que a mi
-         ¿Qué cosa?
-         Dejaremos  tu pepita de oro debajo de estas pequeñas rocas, escondida, y si algún día, cuando tengas la barba larga, larga, te acuerdas de ella, y la echas de menos en tu colección, sólo tendrás que venir y recuperarla, ¿de acuerdo?

Luís pareció pensar las palabras del hombre.

-         Pero para entonces es posible que ya no esté. A lo mejor…  
-         Sí, es muy posible. Pero es un riesgo que deberás correr – dijo el hombre

Y ofreció de nuevo la piedra a Luís. Éste la cogió, se giró, dijo adiós,  y se encaminó hacia su madre.

Luego el hombre se retrepó en la silla y quedó con los ojos fijos en la línea  que dividía el horizonte.

El sol recogía ya presuroso los últimos rayos antes de desaparecer por la colina del faro y un suave viento acarició su barba.

Al poco las dos mujeres y el niño, cogido de la mano de su madre, pasaron casi a su lado.

-         ¿De qué hablabas con ese hombre? – oyó que decía la madre.
-         De nada – contestó Luís















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