Ésta es, señores, la breve historia de una
pasión, de un amor arrebatado y loco. La historia de una mujer, Felicitas, que
se enamoró perdidamente de un hueso de jamón.
Hasta aquí todo normal.
Dicen, quienes de esto saben, que el amor
es ciego como ocultas las razones que lo hacen
florecer en nuestros corazones; que no
entiende de conveniencias ni cabales razonamientos ni se presta al buen
consejo
Y en esto estaremos todos de acuerdo.
Decir también, que es extraño que se
enamoren dos personas que se conocen de vieja amistad. Suele ocurrir por el
contrario, que el amor nace, cuando nace, colándose de rondón al primer golpe
de vista.
¿Cómo se conocieron entonces nuestros dos
personajes?
Su
encuentro, ni que decir tiene que fue
fortuito.
En
realidad y haciendo honor a la verdad, más que un encuentro fue encontrón,
fortuito, sí, pero un encontronazo que a poco más y le cuesta la misma vida a
nuestra querida Felicitas.
La cosa pasó así:
Volvía Felicitas del mercado con la cesta de
la compra por la acera camino de su casa, cuando de pronto sintió un breve pero
fulminante estallido en su cabeza. Fue tan rápido e inesperado, que atónita se
detuvo, dejó caer la cesta y se llevó
las manos a la cabeza.
No sintió un gran dolor, sino un fuerte
desequilibrio, como un desorden, como una atropellada estampida de pensamientos
y sentidos.
Estupefacta,
sin saber qué le había ocurrido, miró a uno y otro lado de la calle sin ver
nada ni a nadie que justificara aquel accidente. Luego miró hacia abajo y le
vio a él tendido en el suelo. Era un hueso de jamón.
Y entonces lo comprendió todo. Él, el
hueso, había caído del cielo y había impactado virulento en su cabeza.
Miró hacia arriba y vio en el balcón del
tercer piso cómo la sombra de una mujer
huía asustada al ser descubierta.
Felicitas esperó a que ese alguien bajara a
reclamarlo.
Mientras, miró al jamón. Éste, se hallaba
tan sucio, esquilmado y reseco en algunas de sus partes que sintió
lástima por él.
Felicita
se agachó y recogió las manzanas y verduras que se habían salido de la cesta al
soltarla tras el golpe.
Viendo
que nadie bajaba para reclamar el hueso, pensó que tal vez lo
habían arrojado desaprensivamente a la calle.
La gente, a veces, no sólo es descuidada,
sino también cruel e inhumana, y bien era capaz, haciendo dejación de sus
obligaciones, de dejar tirado en la calle a aquel pobre hueso de jamón.
Cansada de esperar, quedó mirandolo con un
rictus de conmiseración en su rostro. Apiadada, se acuclilló de nuevo, y lo
acomodó con cuidado en el interior de la cesta.
Tras
lo cual, reanudó su camino de vuelta a casa.
Cuando llegó, dejó la cesta sobre el mármol
de la cocina y extrajo de uno de los cajones un suave paño de algodón. Lo
extendió, y con igual delicadeza que lo metiera sacó el hueso de jamón y lo colocó sobre el paño.
Por
algunas partes ya reseco y mustio como si hubiera estado expuesto a la
inclemencia más adversa, Felicita sintió compasión por él.
Si
bien al jamón le clareaban ostensiblemente los huesos en su mayor parte, aún conservaba
alguna que otra veta de carne entre la tibia y el peroné.
Sin detenerse a meditar las razones de sus
atenciones más allá que las del puro socorro, Felicitas buscó un pañuelo y lo
limpió con detenimiento de todas las impurezas que se le habían adherido al
caer. Luego lo untó suavemente con aceite de girasol y lo tapó con varios paños no viéndosele al
jamón sino la pezuña.
Acabado
el auxilio, Felicitas colocó los
productos de la compra y comenzó a hacer
los trabajos cotidianos de su casa.
Felicitas era una mujer guapa, alta y
enjuta, muy enjuta. De pelo recio, largo y moreno. Tenía los ojos grises; ojos
que con el tiempo, poco a poco, devinieron en un mirar lánguido, tal vez por la
nostalgia de una juventud que empezaba a alejarse en el tiempo.
Frisaba ya los cuarenta. Huérfana desde
hacía diez años debido a un trágico accidente de coche, sin hermanos ni
parientes cercanos, vivía Felicitas de
las rentas de varios apartamentos que había heredado a la muerte de sus padres.
Abogada, aunque sin vocación, decidió
jubilarse al cerrar por divergencias entre los socios el bufete donde
trabajaba, dedicándose ahora a asesorar gratuitamente a organizaciones
benéficas y a viajar con su inseparable amiga Carlota.
Vivía
pues Felicitas sola, ya que nunca encontró el amor de su vida, su media
naranja.
Habíase enamorado, sí, pero ninguno de sus amores, por desgracia, había perdurado en el tiempo lo suficiente
para acabar madurando en el matrimonio. Para Felicita, el amor siempre fue un
sentimiento pasajero, una efervescencia caprichosa que el tiempo diluía en la
nada.
No fueron pocos los galanes que porfiaron
por su amor eterno, sin embargo..., ¡Ay,
si embargo! ninguno de ellos superó la truculenta pasión, y el amor en el corazón de Felicitas, con cada
uno, se marchitó como un fuego falto de leña.
Y así, eternamente, la misma historia.
Cuando no era el afán de posesión de sus amantes que la subyugaba, era la
empalagosa y rutinaria monotonía en la que solían caer. Y todos sus amantes
terminaban pareciéndole aburridos y
faltos de novedad e intríngulis.
Y para Felicitas, sin intríngulis…. no
había amor que resistiera en su corazón. .
No es
que hubiera perdido la esperanza, pero se le antojaba difícil que a ella se le
presentara ya el amor de su vida. Los años calman las pasiones y hacen que todo
lo vivamos con más recapacitación y frialdad. Y para la gran pasión del amor,
Felicita estaba convencida, se necesitaba el grado de locura e imprudencia que
sólo da la juventud.
¡Cuántas veces! ¡Cuántas! Felicita no se
habría preguntado, sin darse respuesta, por qué ninguno de aquellos amores
pasados burló el tiempo.
Pero sigamos con nuestra historia
Antes de acostarse aquel noche, Felicitas
entró de nuevo en la cocina, destapó el hueso de jamón, y al verle allí tendido
de costado sobre el frío mármol, tan fuera de lugar y tan entregado a su
infortunio, que al día siguiente, Felicitas salió de casa temprano y se dirigió
resuelta a una jamonería.
-
Un jamonero –
pidió Felicitas cuando el dependiente la preguntó qué deseaba.
-
¿Profesional o
casero?
-
Confortable –
dijo Felicitas
Interesado, el tendero, después de mostrar
varios modelos, encasquetó a nuestra Felicitas uno de rodamientos guiados por
ejes laterales y base de madera de haya, con nada más y nada menos, que
veinticinco años de garantía.
Pagado el gusto y las ganas, Felicitas se
dirigió entonces a una charcutería.
- Cien gramos de morcón – dijo
Mientras buscaba en el monedero el importe
del morcón, como quien no quiere la cosa, Felicitas preguntó al charcutero la
forma de preservar de la lógica oxidación
y endurecimiento el corte de un jamón. A lo que el charcutero
amablemente respondió que lo mejor era colocar lonchas de grasa sobre el tajo
para que no se resecara ni perdiera o mezclaran sabores.
-
Póngame
doscientos gramos de jamón – dijo Felicitas
-
De qué clase lo
quiere.
-
Del bueno, pero
con gordo, con mucho gordo.
Ya en casa, desenvolvió el jamonero y los doscientos gramos de jamón de Jabugo,
desnudó de paños el hueso, y sin extraerle de la pezuña la etiqueta de origen
que aún conservaba, introdujo ésta en el casquillo con cuidado de apretar en
demasía con las puntas interiores de la abrazadera.
Mientras hacía esto, Felicitas se percató
de unos granitos de arena que tenía incrustado entre el fémur y el hueso de la
cadera. Fue al cuarto de baño, cogió unas pinzas y volvió a la cocina.
Se
inclinó a la sazón sobre la encimera, se acodó
en el mármol con el hueso entre los brazos, y
acercó el rostro a escasos
centímetros del mismo para inspeccionarlo, cuando un suave
y atrayente aroma salobre embargó
sus sentidos obligándola a cerrar los ojos, turbada por un extraño deseo.
Incorporó su cuerpo desconcertada y prosiguió
el examen. Luego, cogió una a una las lonchas del Jabugo y envolvió con ellas
cada uno de los huesos del jamón hasta cubrirlo casi por entero. Después lo envolvió
con paños y lo colocó al lado de la
ventana por considerarlo el lugar mejor ventilado, fresco y seco de la cocina.
Ya no parecía tan desvalido ni
desahuciado.
Durante la siguiente semana, Felicitas apenas salió de casa sino lo
estrictamente necesario, ni permitió recibir visitas.
No podía dejar de pensar en el jamón, de
preguntarse si sería ibérico o serrano,
de Extremadura o de Guijuelo, de bellota o de recebo, de cerdo rojo o negro. De
imaginar el vía crucis que le llevó
hasta a ella, o de preguntarse a quién pertenecerían aquellos ojillos huidizos
que vio en el balcón de donde cayera.
Al séptimo día, incapaz de
abstenerse más tiempo, desnudó el hueso
de paños y lonchas de Jabugo. Y tal vez fuera por los beneficiosos efectos de la caprichosa
cataplasma en el que le había envuelto, o simplemente por la luz matinal que
entraba por los ventanales de la cocina, que a Felicitas le pareció vivificado,
florecido, casi… hermoso.
Sintiendo una alegría de todo punto tan impropia, que se le antojó que el mismo hueso de jamón
la sonreía, poseído de alma y sentimientos; a la par que
una atracción inexplicable e íntima
que parecía nacer de su color ahora reafirmado, de su olor penetrante y
salino, y las redondeadas y tiesas
formas de sus huesos.
Lo miró extasiada, con la mente puesta en
secretos pensamientos.
Llevada por el embeleso alzó la mano sobre él
e iba a acariciarlo cuando súbitamente cayó en la cuenta de su… atrevida
intención.
Asustada salió corriendo de la cocina
frustrando así su deseo. ¡Qué me está
pasando!, se lamentó desconcertada por
su querencia reprimida.
No, no era la simple
atracción que podemos sentir por
acariciar las formas de ciertos objetos, bien sea por su valor sentimental,
grato tacto o infantil hábito. Era algo más. ¡Mucho más! Y así lo reconoció
Felicitas. Era un impulso sensual, ¡carnal! ¡Sí, carnal! ¡Ay Dios!
Lloró amargamente Felicitas
sentada en el sofá del salón reaccionando a su desvarío, con el rostro entre las manos, avergonzada.
Qué me ocurre, se preguntó
entre sollozos. ¿Me estaré volviendo loca?
Yo, que he conocido el amor
de los hombres. A mi, que siempre me venció el pudor. A qué viene entonces
ahora esta insensata atracción, este
deseo…
Y Felicitas arreció su
llanto sin acabar su pensamiento.
Qué puedo hacer.
Y haciéndose de un pañuelo
de papel, secó sus lágrimas.
Me desharé de él. Sí, lo alejaré de mi.
Este pensamiento calmó su
ánimo, y al cabo, agotada por el llanto,
se quedó dormida sobre el sofá.
Al despertar, Felicitas se
dirigió a la cocina dispuesta a deshacerse de aquel hueso de jamón que tanto
parecía atraerla, abrió cuidadosamente
la puerta como si no quisiera despertar a alguien que hubiera allí
dormido, se adentró unos pasos y se detuvo con los ojos clavados en él.
El hueso parecía ahora tan
confortable en su jamonero de haya, tan reluciente y reavivado, pero al mismo
tiempo tan paupérrimo en su extrema delgadez, que Felicitas sintió el tormento
de su triste determinación.
Cuántos y no pocos y
desgraciados avatares no habría sufrido desde que naciera, pensó tristemente
Felicitas.
Descuartizado, vendido,
devorado y al final, posiblemente fruto del olvido, seco y rancio, arrojado con
desprecio por un balcón. Carne viva en otro tiempo.
Y ahora, ella…, había
decidido desprenderse de él por su… por su…
¡amor!, se sinceró Felicitas consigo misma, sí, por amor. Lo amaba.
¿Y cabe acaso el amor impuro
auque fuere entre seres tan distintos? Qué mal había pues en que lo amara. A
quién perjudicaba. A quién le podría importar
No, no tiraría su amor a la
basura ni lo arrojaría a la calle para que fuera pasto de los perros. Se
quedaría con ella, y lo amaría en la intimidad, en silencio y al margen del
mundo.
Felicitas se acercó entonces
al hueso de jamón. Lo miró con amante afecto y poniendo la mano sobre él, lo
acarició suavemente desde la pezuña hasta
la cadera. Luego alzó su mano y lamió una a una las yemas de sus dedos.
Un día, como cada mañana, mientras
desayunaba en la cocina, nuestra Felicitas, sin poder evitar la contemplación
encandilada ¡Ay! de su amado jamón, cayó en la cuenta de la etiqueta de su
pezuña.
Tras el último sorbo de café, se acercó a él y
leyó en la etiqueta: Dehesa de los
Hermanos Juníperos
Cogió una tijera, la cortó
cuidosamente, buscó el número de la dehesa y telefoneó.
Necesitaba saber sus
orígenes. Saber dónde nació y vivió. Ver con sus propios ojos los campos donde
retozó y se alimentó. Hablar con las personas que lo cuidaron. En definitiva, y
en cierto modo, quería conocer… su familia, su historia, aunque sólo fuera una
historia perdida en el anonimato de tantos y tantos cerdos como él.
Amablemente pidió hablar con un responsable,
y, recodando una vieja película, se hizo pasar por una periodista interesada en
la cría y explotación del cochino. Solicitó pues una visita profesional, que
gracias al don de gente de nuestra Felicitas, le fue aceptada , quedando en
aquel mismo momento en día y hora.
La dehesa estaba situada en la sierra norte de
Sevilla y Extremadura. Entre dos hermosas colinas. Era mayo, y el verdor y las
flores silvestres se extendían como un maravilloso manto donde, privilegiados, se izaban los encinares,
pululaban alegremente las mariposas, trinaban los pajarillos y hocicaban los guarros.
Rendido a la belleza y simpatía de Felicitas,
la atendió el hermano mayor de los Juníperos, hombre ya entrado en años,
soltero, más bien bajito, mofletudo y gordinflón, que respondía al nombre de Kubala, suponemos
que por el conocido futbolista; alias Pepón, no sabemos ni queremos suponer por
qué. El cual se ofreció a Felicitas para todo, tuviera o no que ver con el cerdo.
-
¡A mandar,
señorita Felicitas!
Sin perder tiempo, pues el
señor Kubala era hombre ocupado, mostró
a Felicitas, (libreta de notas en mano como buena periodista) las instalaciones, empezando por
la selección de la materia prima, cómo hacían el control y clasificación
del producto y las cámaras de salazón y
de secado.
Nada hubo en el largo
proceso del jamón que no le fuera mostrado.
Generalizaciones y más
generalizaciones, que por otra parte, si
bien satisficieron su curiosidad en la elaboración de tan preciada carne, no
fue así en su íntimo deseo de saber de su particular y amado jamón.
Mostró entonces Felicitas
la etiqueta que desprendiera de él, y preguntó al mayor de los hermanos
Juníperos, qué podría saberse de aquel particular jamón a través de los datos
que en ella había reflejados.
-
Todo o casi todo
– dijo el señor Kubala – ¿De dónde
ha sacado esta etiqueta?
-
La desprendí de
un jamón, exquisito por cierto – mintió Felicitas – que
alguien me regaló por Navidad.
-
El señor Kubala la dirigió
un gesto lleno de pícara socarronería
-
Ese alguien debe
tenerla en gran estima – dijo – Créame
que la hicieron un buen regalo, señorita Felicitas. Esta etiqueta pertenece a
uno de los mejores jamones del mundo. Ibérico. Cien por cien de
bellota. Y ni más ni menos que del 2010, año de inmejorable montanera.
Podría decirse que este jamón pertenece a la realeza de su estirpe.
Felicitas, henchida de orgullo por las encomiables
palabras, guardó silencio.
-
¿Podría saber
algo más sobre él? – preguntó luego Felicitas
-
Todo.
Absolutamente todo – dijo con rotundidad el señor Kubala – Acompáñeme a las
oficinas. Debe saber – siguió diciendo
mientras caminaban – que para trabajar
en esta dehesa, por encima de ser un infatigable obrero, de tener actitudes y
destrezas, es necesario y obligatorio, amar a los guarros. No nos basta ni
siquiera la indiferencia, hay que amarlos. De lo contrario…: ¡adiós muy buenas!
Por lo que cada uno de los cerdos que
aquí nacen y crecen, son mimados y minuciosamente observados, llevando, de cada
uno de ellos un detallado historial desde que nacen hasta que son sacrificados
– Ya a las puertas del edificio de oficinas, el señor Kubala, añadió – : Sepa,
señorita Felicitas, que el cerdo no es un animal sucio per se.
-
Perdón, ¿qué ha
dicho? – dijo Felicitas
-
Per se.
-
Ah, bueno.
-
¿Sabía que es el
único mamífero del mundo que no tiene glándulas sudoríparas?
-
Pues no, no lo
sabía
-
Por eso se
revuelca en el fango, para refrescarse. Y por ese mismo motivo se me revuelve a
mi el estómago cuando oigo decir a alguien: sudo como un cerdo. Sudar, sudará
quien lo dice, no digo que no, pero créame que sería más acertado que dijese que por herencia de
su padre.
Ya en las oficinas,
Felicitas y el señor Kubala se detuvieron ante un joven sentado en su
escritorio.
-
Pepe, esta
señorita tiene curiosidad conocer el historial de este jamón salido de nuestra
dehesa. – dijo el señor Kubala entregando a Pepe la etiqueta – ¿Podrías sacar su ficha?
Pepe miró la etiqueta y
tecleó algo en el ordenador. Mientras tanto, Felicitas expresó al señor Kubala
su intención de escribir el artículo en el periódico a modo de historia, personificándola en lo posible en aquel
jamón.
-
Ya está. ¿Quiere
que la imprima? – dijo Pepe
El señor Kubala asintió.
Instantes después varias hojas salieron de la impresora
-
Dámelas –
dijo
El señor Kubala ojeó brevemente la ficha, tras lo cual, miró sorprendido y cejijunto a Felicitas.
-
¿Ocurre algo? –
dijo ésta ante tan extraña mirada.
-
No, no, en
absoluto – dijo. Luego, el señor Kubala preguntó a Pepe – : ¿Sabes si ha venido
hoy Fermín?
-
Sí. Creo haberle
visto por el patio
-
Venga conmigo –
dijo el señor kubala a Felicitas – Me gustaría que conociera a Fermín. Fue el
porquero de su cerdo... Quiero decir del cerdo al que perteneció su jamón.
Fermín era un viejo flaco, de
figura encorvada y mirada esquiva, lo
que le daba aspecto de hombre huraño. Cuando se acercaron a él, portaba en cada
mano un cubo lleno de agua.
-
Mira, Fermín –
dijo el señor Kubala – te presento a la señorita Felicitas.
Fermín miro al señor Kubala
desconcertado. Dejó en el suelo el balde de su mano derecha y se la extendió a
la mujer. Ésta sintió la rudeza de su piel.
-
Mucho gusto –
dijo.
Fermín volvió a coger el
cubo de agua
-
Espera, hombre…
– empezó a decir el señor Kubala
-
Tengo mucho
trabajo – atajó Fermín
-
Fermín, estás
jubilado – dijo el señor Kubala – Deja
lo que estés haciendo. Quiero que atiendas a esta señorita – Fermín obedeció y
dejó los cubos en el suelo – Es
periodista y quiere escribir la historia de éste cerdo – dijo el señor Kubala
entregándole la ficha – Háblale de él y responde a sus preguntas. Te gustará hacerlo – y dirigiéndose a la mujer, añadió –: Yo ahora
debo ausentarme un ratito…, si no la importa.
-
No, claro que no.
-
¿La gustaría
cenar esta noche conmigo, señorita Felicitas? – dijo el señor Kubala
-
Cenaré encantada
Fermín miró cómo su jefe
les daba la espalda y se dirigía de nuevo a las oficinas. Felicitas creyó oírle
decir: ¡Pepón!
Poco o nada acostumbrado a
tratar con gente que no fuera de su condición, Fermín se sintió azarado ante
Felicita. No se explicaba qué podría desear de él aquella mujer, ni en qué ni
en cómo podría ayudarla, cohibiéndole
aún más el hecho de que fuera periodista y por consiguiente la segura
posibilidad de ser sometido a liosas preguntas, a lo que se unió el temor de
responder a éstas lo que no debiera.
Fermín frunció el ceño y se rascó confuso la
cabeza.
-
La advierto ya,
señorita, que como simple porquero que
soy, o que he sido, poca cosa le puedo
aclarar – dijo hosco. Echó entonces mano
al bolsillo de la camisa y sacó una
funda de donde extrajo unas pequeñas gafas. Ojeó los papeles que le
había dado su jefe, y de pronto, como por milagro, como si leyera las buenas
nuevas de alguien muy querido, su rostro se iluminó de pura alegría. Afable
miró a la mujer y dijo – : ¿Y exactamente qué es lo que quiere saber de… – y
Fermín señaló con una mano los papeles que sostenía con las otra
-
Quisiera escribir
la historia de ese jamón – dijo Felicitas
-
¿Este jamón es…,
suyo?
-
Sí – dijo
Felicita tímidamente
-
Venga conmigo
Y Fermín echó a andar
resuelto. Felicitas le siguió detrás, a varios pasos. Llegaron a un pequeño
garito. Era la oficina de Fermín.
En ella había un fichero metálico con tres
cajones, una vieja mesa de escritorio de
madera ennegrecida y dos sillas. De las
paredes colgaban varios carteles tamaño póster. En uno, un hombre vareaba una
encina rodeado de una piara de cerdos. En otro, una cerda de enormes
dimensiones, tumbada de costado amamantaba a nueve lechones, y un tercero, en
la pared frontal, era la fotografía, en primer plano, de un cerdo joven, de tierna y simpática
estampa que parecía olisquear la cámara que le retrató.
Fermín invitó a Felicitas a
que se sentara mientras él abría el cajón inferior del archivo y sacaba una carpeta
amarillenta claramente manoseada. Luego se sentó delante de la mujer y se apoyó
con los brazos sobre la carpeta.
Fermín parecía otro. El
hermetismo, su hosquedad primera había desaparecido por completo de su rostro y
ahora mostraba una afectuosa sonrisa.
-
Usted dirá –
dijo vehemente Fermín – ¿Qué quiere
saber de Gocho? – ¿Gocho? – se preguntó Felicitas para si. Y como guardara
silencio, Fermín, añadió –: Para ser usted periodista pregunta poco.
-
Disculpe, ¿quién
es Gocho?
Fermín se giró en la silla y
señalando la fotografía del cartel que mostraba el primer plano del lechón,
dijo:
-
Ese es Gocho. El
cerdo de donde salió su jamón. El protagonista de su historia.
-
¿Ese?
-
El mismo. ¿Qué
quiere saber? Pregunte…
Fermín parecía ansioso.
Todo lo contrario que Felicitas, que quedó embelesada mirando la fotografía
tamaño póster. Gocho tenía el hocico chato y desproporcionado, las orejas
caídas y mostraba una mancha negruzca y acorazonada sobre el cráneo, y unos
ojos negros como dos agujeros que dieran a un trasfondo negro.
-
Hábleme de él –
dijo Felicitas saliendo de su hechizo
-
¿Así, sin más?
-
Sin más
-
Pero mujer, que
yo, si me pongo hablar de ese gorrino,
puedo decir cosas que ni le van ni le vienen.
-
Se equivoca. Ya
le he dicho que me interesará todo cuanto
pueda decirme de él. Todo – acabó remarcando Felicitas
Fermín guardó silencio y
quedó mirando fijamente a los ojos a la mujer. Una fijeza y un silencio que no
incomodó a ninguno de los dos.
Fermín empezó hablando
despacio, inseguro, con frases cortas, sin saber muy bien por donde empezar
para que su relato tuviera una cierta lógica.
Dijo que él se había criado entre animales,
que había tenido gatos, y perros, y gallinas, y vacas, y cerdos, y mulas, y ovejas, y cabras y hasta una un pavo real.
Que los animales habían sido su vida, y que
bien tratados, aunque con disciplina,
todos son agradecidos y generosos.
Que la vida se puso
difícil, y que sus hijos nunca quisieron
saber nada de bestias y forrajes, y ya rondando la cincuentena, entró a
trabajar en la dehesa.
Y luego dijo que el cerdo,
con espacio, jamás ensucia donde come o duerme, que les encanta jugar, y que son
muy curiosos y muy nobles, y que como los perros, reconocen el nombre que se le ponga.
Y luego habló del padre de Gocho, un verraco tan imponente como un hipopótamo, y de su madre,
una guarra primeriza y fértil como pocas hubo en aquella dehesa.
Que Gocho nació en una
camada de trece cochinillos, y tan raquítico, que parecía un pollo desplumado,
y que mucho fue que naciera vivo.
Que ni fuerzas tenía el
pobre para intentar beber los calostros de su madre, lo que le movió a la pena,
y que, qué carajo, se dijo, no todo a de ser selección natural. Y le
socorrió dándole un suplemento
vitamínico.
En este punto, Fermín abrió la carpeta
amarillenta y sacó una foto en la que Gocho
colgaba como una piltrafa de su
mano izquierda, mientras con la derecha le daba el mejunje. Y Felicitas
miró la foto sin poder evitar un mohín de ternura.
Recordó Fermín, que pasado ya el peligro,
Gocho le seguía por toda la dehesa, sin saber decir si por amistad,
agradecimiento o por confundirle con su madre. Y para demostrarlo saco varias
fotografías siguiéndole a distancia.
Mientras miraba las
fotografías Felicitas, Fermín dijo que con esto de los teléfonos móviles no hay
estampa que se pierda hoy día.
Y Fermín saco otra instantánea con un
compañero hablando sentados en un quicio con Gocho entre sus piernas. Y otra
del gorrino con cara de bobo mientras Fermín lo bañaba con una manguera. Y
otra, la que más le gustaba a él, en la que Gocho observaba de espaldas
con la cabeza vuelta, cómo él salía de la dehesa para marcharse a su casa.
Y así mostró a Felicitas,
una tras otra hasta no menos veinte fotografías
Miradas y remiradas todas ellas
por Felicitas con el candor expresado en
la cara.
Y Fermín relató cómo aquel
raquítico cerdito se convirtió en la atracción de la dehesa, que andaba suelto
por toda ella, y de cómo el muy tunante se aprovechaba de esa general querencia
para comer aparte y de las mejores bellotas.
Y así, regocijado en sus evocaciones, Fermín
contó tantas anécdotas de Gocho que hubieran hartado a la persona
más paciente, menos a Felicitas,
que mostró en todo momento un interés casi devoto.
Pero todo tiene su fin. Y
contó Fermín que cuando a Gocho, por cumplido tiempo, había que sacrificarle,
el señor Kubala le preguntó que qué hacían con él.
Y Fermín pensó en
llevárselo a su casa, que corral, tenía, pero..., que para buenas o malas, lo
que ha de suceder, tarde o temprano siempre sucede. Y Fermín se ausentó un mes
de la dehesa, y al cabo se jubiló.
Y que ahora volvía a la dehesa de vez en
cuando para matar, dijo, el gusanillo. A pasearse por los encinares y entre las
piaras, y que si se lo pedían, para dar
gustoso algún que otro consejo a los nuevos guarreros.
Dicho lo cual, Fermín
volvió a introducir las fotografías en
la carpeta.
Felicitas parpadeó como si despertara de un ensueño, y
pidió a Fermín, si le podía proporcionar
una copia de aquellas fotos.
-
¿De todas?
Entonces Fermín abrió de
nuevo la carpeta y le dio aquellas mismas, pues no se le escapaba que aquel
interés de Felicitas por Gocho, iba más allá, mucho más allá de la simple escritura de una historia. Ya que
ni tomó una sola nota de cuanto la había contado
Ya de pie ambos, Fermín dijo, que si quería, y
mientras esperaba al señor Kubala, la acompañaba a visitar las piaras en campo abierto. Lo que ella aceptó encantada.
-
Fermín, – dijo
Felicitas – ¿le importaría darme su número de teléfono? Tal vez…
-
Sí, claro, cómo
no – dijo – No dude en llamarme si
necesita aclarar algo – añadió después de que Felicitas anotara el número
-
Era muy especial,
¿verdad Fermín? – dijo Felicitas refiriéndose a Gocho.
-
Sí. Muy especial.
Tan especial era que hasta usted ha
venido aquí, a su casa, a preguntar por él
Ya en el campo, y mientras Fermín hablaba con un cuidador,
Felicitas aprovechó para dar un paseo a solas entre cerdos y encinas, y pensó
que no debía haber en el mundo mejor lugar que aquel para que un cerdo naciera
y creciera.
Felicitas cenó aquella
noche con el señor Kubala, y al día siguiente emprendió la vuelta.
Nada más llegar a casa,
dejó la pequeña maleta y volvió a salir a la calle, se acercó a una fotográfica
y compró veintidós portarretratos para
las instantáneas de Gocho que amablemente le cediera el bueno de Fermín. Luego,
cuidadosamente las repartió por toda la vivienda.
Ya en la cama, se alegró de
haber hecho aquel viaje. No había sido la
historia de su jamón una historia anónima como esperaba, sino una historia precisa y diferenciada. Una historia única.
Y para acabar de corroborar
su excepcionalidad, Felicitas se propuso empezar a averiguar a partir del día siguiente
de quien eran aquellos ojillos huidizos que viera en el tercer piso el día que
lo conoció.
Nadie lanza un hueso de
jamón por el balcón sin un motivo preciso. Un motivo desesperado.
Como ya dijimos, el edificio de donde cayó el
hueso de jamón, no quedaba lejos de su
casa.
Pronto identificó a la
familia que vivía en aquel tercer piso.
Quiso pues Felicita conocer
a la mujer.
Ésta tendría su misma edad
y era más bien oronda. Tenía el pelo largo y teñido de rubio. Y por su andar,
parecía una mujer enérgica y resuelta.
Un día la siguió hasta el supermercado, y carrito en
mano, la espió disimuladamente por entre
los pasillos eligiendo los mismos productos que ella. Cosa que, entre risas, la
hizo notar mientras esperaban turno en la pescadería. La mujer, divertida,
exclamó:
- ¡Anda! Pues es verdad
¡Qué cosas!
Tras lo cual, Felicitas ya no se separó de ella ni un
instante. Al salir la invitó a un café.
Se llamaba Begoña, y en
verdad era una mujer animosa, y para
fortuna de Felicitas, locuaz.
A pesar de su aire
prosaico, Felicitas sintió, auque con cierto distanciamiento, casi una instantánea simpatía por Begoña. Ésta
le contó que era ama de casa, que estaba casada y tenía un hijo de dieciséis
años que era un tragaldabas.
Durante los días siguientes, Felicita propició
casuales encuentros. Hablaron las dos mujeres de la vida, de la familia, de los
hombres, de sus juventudes, de nostálgicos recuerdos y… del jamón.
Indagando Felicitas sobre
éste último tema, contó Begoña, que su
familia era una familia muy jamonera.
Que su marido y su hijo se pirraban por
el jamón.
Por lo que jamás faltaba en
su casa. Que no hacía mucho tiempo, lo compraban entero y que mucho antes de
que se acabara, siempre esperaba otra pata de cerdo para ser empezada. Pero que, desde hacía ya algún tiempo – añadió
Begoña con cierta desazón – el jamón sólo entraba en su casa en lonchas.
Al ser preguntada por ello,
Begoña guardó un significativo silencio y
miró a los ojos a Felicitas como si tratara de averiguar si podía
confiar en ella.
Y Begoña contó que a un
cuñado suyo, que en gloria estuviera, en
las navidades pasadas le tocó un buen pellizco en la lotería, y que agradecido
por tantas veces como había gorreado a su familia, antes de irse a Papúa, y
antes de que se estrellara con el
Ferrary yendo hacia el aeropuerto para tomar el avión que debía llevarle a
Papúa, les compró en la exclusiva tienda de delicatessen Madame Odette y Odette,
el mejor y más caro de los jamones.
Begoña confesó a Felicitas, que nada más verle, se sintió atraída
por aquel pata negra.
No supo decir razones, pero a medida que su
hueso iba apareciendo, más atraída se sentía hacía él. Creí que me estaba
volviendo loca, dijo. No dejaba de mirarle, de olerle, de… tirarle los tejos, y no podía soportar ver cómo los zampabollos de
su hijo y su marido se lo embuchaban como dos muertos de hambre.
A tal punto, que para
consolarse, llegó a hablar al jamón y, lo que era peor, estaba segura de que
él, atenta y pacientemente la escuchaba. Obsesionada, y creyendo perder el
juicio, decidió ir a un psicólogo a escondidas
de su marido.
Después de contar al
especialista el caso y cuestión. Begoña, preguntó preocupada:
-
¡Doctor! ¡Doctor!
¿Me estoy volviendo loca, doctor? Dígame la verdad
El doctor miró a Begoña.
Era un hombre ya de edad avanzada. Muy curtido en parafilias y otros trastornos
varios de la psique.
-
Nada, hija – dijo
el psicólogo – sencillamente que se ha
enamorado usted de un jamón
-
¡Ay, madre! ¿Y
eso es grave, doctor? – declamó Begoña como una pésima actriz. Pues bien sabía
ella que lo amaba.
-
Grave, grave, lo
que se dice grave, no es – dijo el psicólogo – Aunque tampoco debe tomárselo a la ligera.
Usted padece lo que se llama objetofília. Es decir: atracción sentimental hacia un objeto. Lo cual es,
aunque no lo parezca, un trastorno mucho más frecuente de lo que pudiéramos
pensar. Es posible que conozca usted el famoso el caso de la mujer que se
enamoró del muro de Berlín
-
Pues, no, no lo
conocía – respondió Begoña
-
O de aquella otra que se casó con la torre
Eiffel.
-
No, tampoco.
-
Y no hace mucho traté
a un hombre que su esposa le pilló infraganti
en la cama con una mountain bike.
-
Caray, pobre
mujer
-
En estos casos –
prosiguió el psicólogo – es recomendable
que el paciente reflexione. No es bueno para el equilibrio emocional llevar una doble vida.
-
No…, si yo…
bueno… tampoco… – titubeó Begoña tratando
de quitarle hierro a su caso
-
Debe elegir –
dijo el doctor con voz grave y recriminatoria –: su marido o el jamón.
-
Dicho así, doctor
-
Piense que,
dependiendo de su decisión, puede tirar por la borda quince años de feliz
matrimonio por un jamón. Debe pensar en su hijo. En el futuro que le esperaría
con él. Según me ha dicho es ama de casa,
¿de qué vivirían?
-
Pero doctor…
-
No hay peros que
valgan, señora Begoña. Seamos sinceros, está a punto de ser infiel a su marido con un
jamón. ¿Le parece bonito?
-
No doctor.
-
¿Qué le parecería
a usted si su marido la traicionara con una paletilla de cordero? ¿Eh?
Begoña
salió del psicólogo dispuesta a deshacerse del jamón de sus amores. No
obstante, al llegar a casa y verlo de nuevo,
su voluntad desapareció. No pude, dijo Begoña con dramatismo. Era tan
atractivo.
Así
pues lo escondió en una caja de madera que había en el balcón. Fuera del
alcance de los trogloditas zampones de su hijo y marido.
Cuando éste último llegó a casa al medio día,
acostumbrado a beberse una cerveza con unos taquitos de jamón antes de
almorzar, y no ver al jamón por ningún lado, preguntó:
-
¿Y el jamón?
-
Se ha ido –
contestó Begoña, que preparaba la comida en la cocina
-
¿Qué?
-
Que se ha ido
-
¿Adónde?
-
No lo sé.
-
¿No lo sabes?
-
¡No!
-
Pero...¿cómo se
puede ir un jamón?
-
Pues no lo sé. Yo
no estaba.
-
¿Y dónde estabas?
-
Haciendo la
compra.
-
Pero los jamones
no se van así como así
-
Pues este sí.
-
Pero...
-
¡Pero nada! Que
se ha ido.
-
Pero…
-
Vamos..., que ni
se ha despedido el muy desagradecido. ¡Ya ves tú!
-
Pero...
-
¡Ay, basta ya de
peros! –
exclamó enojada Begoña- ¿Crees
que ha sido agradable para mi llegar a casa y encontrarme con que tu querido
jamón se ha ido sin decir ni siquiera esta boca es mía?
-
Pero...
-
¡No empieces otra
vez! ¡Pesao! – dijo Begoña malhumorada. Apagó el fuego, se quitó el delantal y
se dispuso a salir de la cocina
-
¿Y ahora adónde
vas? – preguntó su marido – ¿No
almorzamos?
-
¡Hoy no se
almuerza! Con tanta pregunta me has levantado dolor de cabeza. Voy a tumbarme
un ratito en mi chaise longue, a ver si
se me pasa. ¿Te parece mal?
Al
momento volvió a asomar la cabeza y dijo:
-
Ah, y no quiero
más jamones en esta casa, ¿entendido? Ni paletillas de cordero
Así, Begoña, cada mañana,
en cuanto su marido se iba al trabajo y
su hijo al colegio, sacaba el jamón y en su presencia, hacía las consabidas
labores de la casa. Hasta que una mañana, su marido, no bien habría llegado al
portal de la calle, volvió a entrar
justo en el momento que lo desencajaba.
Begoña, con los nervios al
sentir la puerta, se le escapó el jamón
de las manos cayendo por el balcón e
impactando en la cabeza de una pobre mujer que pasaba en ese momento por allí,
y que, cuando su marido marcho de nuevo y quiso bajar a por él, ya no estaban ni la mujer ni el jamón.
Casi me da algo, dijo.
Y durante semanas, Begoña,
añadió, que lloró y lloró de amargura pensando en la trágica posibilidad de que
su pata negra hubiera podido ser pasto de la voracidad de algún perro sarnoso,
o no tan sarnoso, daba igual.
Bien hubiera querido
Felicitas consolar a Begoña diciéndola que su querido jamón se hallaba donde
bien le apreciaban, pero se retuvo. Todo fuera que Begoña se lo demandara, o en
el mejor de los casos deseara verlo de nuevo o
compartirlo, a lo que Felicita no estaba dispuesta de ningún modo.
-
No, mujer – dijo Felicita consoladora acariciando las
manos de Begoña – Seguramente esa mujer
a la que le cayó del cielo le socorrió y ahora lo esté cuidando en su casa.
-
¡Ay, Dios te
oiga!
Tomaban café en un bar
cercano. Salieron a la calle y se despidieron las dos mujeres. Pronto oscurecería.
Un suave viento acarició el rostro de
Felicitas y se coló agradablemente a
través de su blusa.
Embargada por una poderosa razón de ser, Felicitas quiso pasear por los jardines que
rodeaban la iglesia antes de volver a casa, como si necesitara recrearse en el
placer íntimo de su dicha.
Estaba segura de que por fin había encontrado
el amor de su vida, y que nadie ni nada conseguiría apartarla o que renunciase
a él, por más hueso de jamón que fuere, se dijo. Nadie ni nada.
Lo amaba como no había
amado jamás a hombre alguno. Para ella,
aquel jamón tenía alma y sentimientos. Y lo amaría para siempre. Nada tan
profundo podía ser efímero, se dijo.
Aunque bien sabía ella de
la inconstancia del ser humano y de su
volubilidad. Pero existían excepciones, y en aquel instante, supo, sabía, con
la misma seguridad que sabemos que la noche sigue al día, que aquel amor
únicamente podría vencerlo el tiempo poniendo fin a su vida.
Así lo sintió. Así se lo aseguró así misma, y
así lo hubiera aseverado una y mil veces ante el más incrédulo y desapasionado
de los hombres. Su amor se manifestaba tan poderoso y claro en su interior, que
lo percibía como una entidad física en sí mismo. Como una verdad
incuestionable, vital, eterna y sublime.
Se sintió orgullosa de que
Begoña, al igual que ella, se hubiera
enamorado de él, o que Fermín le recordara tan especialísimamente entre sus
congéneres. Eso significaba la extraña atracción que ejercía su amado sobre las
personas. No sólo sobre ella.
Cuando Felicita recapacitó
de estos y otros felices pensamientos
las luces de la ciudad ya se habían encendido.
Hacía una noche espléndida, como no podía ser de otro modo. El viento
había cesado y las farolas amarilleaban la plaza.
Quiso volver. El, su amado, la esperaba en su casa.
Cruzó la calle donde algunas personas hablaban animadamente
sentados en las terrazas.
Hubiera querido acercarse a
todas ellas, y una a una desearlas, contagiarles su felicidad.
Qué distinto nos parece
todo cuando estamos bendecidos por la pasión del amor. Cuando todo parece hecho, creado como necesario para la
existencia de tan poderoso sentimiento. Y qué
inconcebible nos resulta que en
el mundo pueda existir la incomprensión, la falta de empatía o el mismo odio
Así, llena de esta viva
emoción y buenos deseos llegó Felicita a su casa. Cerró la puerta, entró en la
cocina y se detuvo ante su amado hechizada en su contemplación. Luego se acercó
a él, lo desnudó de los paños, y una vez
más, con lenta y suave caricia, recorrió su cuerpo con la yema de los dedos,
para más tarde inclinarse ante él, besarle
y sentir su fragancia.
Quedó luego mirándole
fijamente de nuevo. Abrió el cajón de la
cubertería y extrajo un leve cuchillo de puntilla, volvió entonces a acercarse
él, y con sumo cuidado cortó un pequeño trozo de su querida carne. Dejó el
cuchillo sobre el mármol, y con el trozo entre los dedos se lo llevó a la boca
poniendo todos sus sentidos en el placentero
sabor.
Ni siquiera cenó aquella
noche.
Fue al salón, puso la
televisión, e incapaz de concentrarse en pensamientos que no tuvieran relación
con él, decidió acostarse.
Pero antes, como hacía
todas las noches, quiso despedirse de él
Buenas noches, dijo.
Se dirigía ya al dormitorio cuando de repente entró en el
cuarto de baño, sacó del armario una
toalla de algodón, retornó a la cocina y
envolvió a su amado en la misma.
Luego lo tomó en brazos y lo llevó a la
alcoba, donde lo acostó apoyado con la pezuña en la almohada.
Seguidamente se acostó a su lado, y de
costado, mirándolo, trató inútilmente de dormirse.
Pasó su brazo sobre él, y notó su excitación
al tocar las duras formas de su cuerpo. Casi sin darse cuenta, y mientras lo
acariciaba, se llevó la otra mano a la boca lamiendo sus dedos con voluptuosidad,
aquellos dedos que olían a él. Mano y
dedos que siguieron el camino de su vientre hasta alcanzar casi al instante el
éxtasis que calmó su agitación.
A partir de aquella noche,
todas las noches durmió en su cama. Como
a partir de entonces, sin excepción, cada noche, antes de irse a dormir,
cortaba un trocito de su tan querida carne y la engullía con embeleso.
Como es su costumbre, pasaron
los días, las semanas, los meses, asentado ya su amor, poco a poco, Felicitas
reanudó su vida social. Dedicó más tiempo a su labor de asesoramiento a las
ONG. Fue al cine, al baile y hasta hizo un par de breves y cercanas excursiones
de fin de semana. E incluso empezó a recibir visitas, por lo que, muy a su
pesar, previamente debió guardar las
fotografías que de Gocho lucían por toda la casa, que a poca curiosidad de los
invitados, hubieran originado incómodas preguntas.
También dejó de verse con Begoña, que acabó pareciéndola una mujer banal y sin
interés alguno más allá de su primera curiosidad, ya satisfecha.
Como lamentable y
lógicamente, fue creciendo el tiempo entre llamada y llamada a Fermín, ya que,
sin nuevas anécdota que contarle sobre su Gocho, sus conversaciones, o bien se repetían, o bien derivaban en temas que a ella
ni le iban ni le venían por no decir que la aburrían.
La vida pues, adquirió para Felicitas una nueva y lógica rutina.
Pasionalmente menos efervescente, bien es cierto, pero no menos intima y
cimentada.
Los días se sucedían
tranquilos y sosegados.
Un sábado, cenando con su
amiga Carlota, ésta, aproximándose como se aproximaban las vacaciones verano,
propuso ir un par de semanas al bello Paris, a lo que Felicitas, pensando en su
querido jamón, y muy a su pesar, pues siempre deseó visitar la ciudad de la
luz, se negó con evasivas respuestas.
Si al menos él pudiera acompañarnos, pensó
Felicitas. Como Carlota insistiera y la apremiara en su respuesta, sin ser
taxativa para no levantar sospechas, Felicitas supeditó su decisión a
circunstanciales deberes. Ya veremos, ya veremos, dijo.
Pasada una semana, el
viernes para ser exactos, Felicitas se despertó con leves molestias de resfriado.
Síntomas que por consabida evolución, arreciaron el sábado, despertándose el
domingo exhausta tras una noche en vela por la tos y la fiebre.
Con duro esfuerzo, se
incorporó de la cama, cogió a su amado y
con paso tambaleante, lo llevó a la cocina. Luego, congestionada y febril, fue
al cajón de las medicinas, se tomó un par de antivirales, y se echó en el sofá,
permaneciendo allí durante toda la mañana en pesada somnolencia.
Viendo que no se reponía,
allá las dos de la tarde, volvió a tomarse un antiviral, e inapetente, sin
haber probado bocado en todo el día, se obligó a comer algo para reponerse.
La presencia de su amado en
la cocina la animó.
Y bien que mal, acertó a
prepararse un jugoso caldo de legumbres, que al poco, pareció reanimarla.
Temblando aún de
escalofríos, decidió acostarse, durmiendo lo que quedaba de tarde y noche.
Cuando despertó al día
siguiente, ya avanzada la mañana, por fortuna repuesta por el largo sueño.
Sentíase tan recuperada
que aún quiso permanecer un rato más retozando en la cama.
Miró a su lado y se percató
de que aquella noche había dormido sola. La enfermedad
Se acordó de Fermín y se prometió llamarle
aquel mismo día. Aún así, y no sin cierto pesar, se dio entonces cuenta, de que
ya nada nuevo podía saber de su querido jamón.
En su fantasía, viose luego
paseando con éste, su amado, por la
Avenue des Champs Elysées, visitando la tour Eiffel, e incluso siendo amenizados
por un acordeonista parisino en una
terraza del boulevard de Montparnasse.
Pero no podía arriesgarse a ir con él, pues
cabía la posibilidad que en el aeropuerto o cualquier control policial pudieran
encontrarlo y requisárselo.
Pero el amor bien vale
cuantos sacrificios sean necesarios, se acabó diciendo. Y si no podía ir a
París, pues no iría.
Se levantó, y con renovado ánimo, se dirigió a
la cocina para desear a su amado los buenos días.
Por los ventanales abiertos
de la misma, el sol, ya elevado, la deslumbró.
Miró al jamonero: vacío. ¿Dónde estás?, se
preguntó alegremente. ¿No te estarás escondiendo de mi?, bromeó
Fue al salón, pero allí
tampoco estaba.
Se detuvo un instante para
pensar dónde podría estar, pero Felicitas no logró recordar dónde lo dejó el
día anterior debido a la debilidad y los fármacos.
Volvió entonces a la cocina, se acercó despacio a la mesa, y llena
de estupor se llevó las manos a la cabeza: sobre el plato del caldo del día
anterior, y con otros restos de comida, yacía el hueso de jamón cortado en
trozos, descarnado y seco.
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