sábado, 18 de abril de 2015

FELICITAS: UNA HISTORIA DE AMOR

                                               

                                        
                              
                                                    
    Ésta es, señores, la breve historia de una pasión, de un amor arrebatado y loco. La historia de una mujer, Felicitas, que se enamoró perdidamente de un hueso de jamón.

    Hasta aquí todo normal. 


  

    Dicen, quienes de esto saben, que el amor es ciego como ocultas las razones que lo hacen  florecer en nuestros corazones; que  no  entiende de conveniencias ni cabales razonamientos ni se presta al buen consejo

    Y en esto estaremos todos de acuerdo.

    Decir también, que es extraño que se enamoren dos personas que se conocen de vieja amistad. Suele ocurrir por el contrario, que el amor nace, cuando nace, colándose de rondón al primer golpe de vista.

    ¿Cómo se conocieron entonces nuestros dos personajes?

     Su encuentro, ni que decir tiene que  fue fortuito.

     En realidad y haciendo honor a la verdad, más que un encuentro fue encontrón, fortuito, sí, pero un encontronazo que a poco más y le cuesta la misma vida a nuestra querida Felicitas.

    La cosa pasó así:
                                     
    Volvía Felicitas del mercado con la cesta de la compra por la acera camino de su casa, cuando de pronto sintió un breve pero fulminante estallido en su cabeza. Fue tan rápido e inesperado, que atónita se detuvo, dejó caer  la cesta y se llevó las manos a la cabeza.

    No sintió un gran dolor, sino un fuerte desequilibrio, como un desorden, como una atropellada estampida de pensamientos y sentidos.

    Estupefacta, sin saber qué le había ocurrido, miró a uno y otro lado de la calle sin ver nada ni a nadie que justificara aquel accidente. Luego miró hacia abajo y le vio a él tendido en el suelo. Era un hueso de jamón.

    Y entonces lo comprendió todo. Él, el hueso, había caído del cielo y había impactado virulento en su cabeza.

    Miró hacia arriba y vio en el balcón del tercer piso cómo la sombra de una mujer  huía asustada al ser descubierta.

 

    Felicitas esperó a que ese alguien bajara a reclamarlo.

 

    Mientras, miró al jamón. Éste, se hallaba tan  sucio, esquilmado y  reseco en algunas de sus partes que sintió lástima por él.

 

    Felicita se agachó y recogió las manzanas y verduras que se habían salido de la cesta al soltarla tras el golpe. 

 

    Viendo que nadie bajaba  para  reclamar el hueso, pensó que tal vez lo habían arrojado desaprensivamente a la calle.

 

     La gente, a veces, no sólo es descuidada, sino también cruel e inhumana, y bien era capaz, haciendo dejación de sus obligaciones, de dejar tirado en la calle a aquel pobre hueso de jamón.

 

     Cansada de esperar, quedó mirandolo con un rictus de conmiseración en su rostro. Apiadada, se acuclilló de nuevo, y lo acomodó con cuidado en el interior de la cesta.  

 

     Tras lo cual,  reanudó su camino de  vuelta a casa.

 

     Cuando llegó, dejó la cesta sobre el mármol de la cocina y extrajo de uno de los cajones un suave paño de algodón. Lo extendió, y con igual delicadeza que lo metiera sacó el hueso de jamón y  lo colocó sobre el paño.

 

     Por algunas partes ya reseco y mustio como si hubiera estado expuesto a la inclemencia más adversa, Felicita sintió compasión por él.  

 

     Si bien al jamón le clareaban ostensiblemente los huesos en su mayor parte, aún conservaba alguna que otra veta de carne entre la tibia y el peroné.

 

     Sin detenerse a meditar las razones de sus atenciones más allá que las del puro socorro, Felicitas buscó un pañuelo y lo limpió con detenimiento de todas las impurezas que se le habían adherido al caer. Luego lo untó suavemente con aceite de girasol y  lo tapó con varios paños no viéndosele al jamón sino la pezuña.

 

     Acabado el auxilio, Felicitas  colocó los productos de la compra y comenzó a hacer  los trabajos cotidianos de su casa.


     Felicitas era una mujer guapa, alta y enjuta, muy enjuta. De pelo recio, largo y moreno. Tenía los ojos grises; ojos que con el tiempo, poco a poco, devinieron en un mirar lánguido, tal vez por la nostalgia de una juventud que empezaba a alejarse en el tiempo.

    Frisaba ya los cuarenta. Huérfana desde hacía diez años debido a un trágico accidente de coche, sin hermanos ni parientes cercanos,  vivía Felicitas de las rentas de varios apartamentos que había heredado a la muerte de sus padres.

    Abogada, aunque sin vocación, decidió jubilarse al cerrar por divergencias entre los socios el bufete donde trabajaba, dedicándose ahora a asesorar gratuitamente a organizaciones benéficas y a viajar con su inseparable amiga Carlota.

    Vivía pues Felicitas sola, ya que nunca encontró el amor de su vida, su media naranja.  

    Habíase enamorado, sí, pero  ninguno de sus amores, por desgracia,  había perdurado en el tiempo lo suficiente para acabar madurando en el matrimonio. Para Felicita, el amor siempre fue un sentimiento pasajero, una efervescencia caprichosa que el tiempo diluía en la nada.

    No fueron pocos los galanes que porfiaron por su amor eterno, sin embargo..., ¡Ay,  si embargo! ninguno de ellos superó la truculenta pasión, y el  amor en el corazón de Felicitas, con cada uno, se marchitó como un fuego falto de leña.

    Y así, eternamente, la misma historia. Cuando no era el afán de posesión de sus amantes que la subyugaba, era la empalagosa y rutinaria monotonía en la que solían caer. Y todos sus amantes terminaban pareciéndole aburridos  y faltos de novedad e intríngulis.

    Y para Felicitas, sin intríngulis…. no había amor que resistiera en su corazón. .

    No es que hubiera perdido la esperanza, pero se le antojaba difícil que a ella se le presentara ya el amor de su vida. Los años calman las pasiones y hacen que todo lo vivamos con más recapacitación y frialdad. Y para la gran pasión del amor, Felicita estaba convencida, se necesitaba el grado de locura e imprudencia que sólo da la juventud.

    ¡Cuántas veces! ¡Cuántas! Felicita no se habría preguntado, sin darse respuesta, por qué ninguno de aquellos amores pasados burló el tiempo.






    Pero sigamos con nuestra historia

    Antes de acostarse aquel noche, Felicitas entró de nuevo en la cocina, destapó el hueso de jamón, y al verle allí tendido de costado sobre el frío mármol, tan fuera de lugar y tan entregado a su infortunio, que al día siguiente, Felicitas salió de casa temprano y se dirigió resuelta a una jamonería.
 
-         Un jamonero – pidió Felicitas cuando el dependiente la preguntó qué deseaba.
-         ¿Profesional o casero?
-         Confortable – dijo Felicitas

    Interesado, el tendero, después de mostrar varios modelos, encasquetó a nuestra Felicitas uno de rodamientos guiados por ejes laterales y base de madera de haya, con nada más y nada menos, que veinticinco años de garantía.

    Pagado el gusto y las ganas, Felicitas se dirigió entonces a una charcutería.

    - Cien gramos de morcón – dijo 

    Mientras buscaba en el monedero el importe del morcón, como quien no quiere la cosa, Felicitas preguntó al charcutero la forma de preservar de la lógica oxidación  y endurecimiento el corte de un jamón. A lo que el charcutero amablemente respondió que lo mejor era colocar lonchas de grasa sobre el tajo para que no se resecara ni perdiera o mezclaran sabores.

-         Póngame doscientos gramos de jamón – dijo Felicitas
-         De qué clase lo quiere.
-         Del bueno, pero con gordo, con mucho gordo.

    Ya en casa, desenvolvió el jamonero y  los doscientos gramos de jamón de Jabugo, desnudó de paños el hueso, y sin extraerle de la pezuña la etiqueta de origen que aún conservaba, introdujo ésta en el casquillo con cuidado de apretar en demasía con las puntas interiores de la abrazadera.

    Mientras hacía esto, Felicitas se percató de unos granitos de arena que tenía incrustado entre el fémur y el hueso de la cadera. Fue al cuarto de baño, cogió unas pinzas y volvió a la cocina.

     Se inclinó a la sazón sobre la encimera, se acodó  en el mármol con el hueso entre los brazos,  y  acercó  el rostro a escasos centímetros del mismo para inspeccionarlo, cuando  un suave  y atrayente aroma  salobre embargó sus sentidos obligándola a cerrar los ojos, turbada por un extraño deseo.

     Incorporó su cuerpo desconcertada y prosiguió el examen. Luego, cogió una a una las lonchas del Jabugo y envolvió con ellas cada uno de los huesos del jamón hasta cubrirlo casi por entero. Después lo envolvió con  paños y lo colocó al lado de la ventana por considerarlo el lugar mejor ventilado, fresco y seco de la cocina.

    Ya no parecía tan desvalido ni desahuciado.     

    Durante la siguiente semana,  Felicitas apenas salió de casa sino lo estrictamente necesario, ni permitió recibir visitas.

    No podía dejar de pensar en el jamón, de preguntarse  si sería ibérico o serrano, de Extremadura o de Guijuelo, de bellota o de recebo, de cerdo rojo o negro. De imaginar  el vía crucis que le llevó hasta a ella, o de preguntarse a quién pertenecerían aquellos ojillos huidizos que vio en el balcón de donde cayera.

Al séptimo día, incapaz de abstenerse más tiempo,  desnudó el hueso de paños y lonchas de Jabugo. Y tal vez fuera por  los beneficiosos efectos de la caprichosa cataplasma en el que le había envuelto, o simplemente por la luz matinal que entraba por los ventanales de la cocina, que a Felicitas le pareció vivificado, florecido, casi… hermoso.

 Sintiendo  una alegría de todo punto tan impropia,  que se le antojó que el mismo hueso de jamón la sonreía, poseído de alma y sentimientos;  a la par que   una atracción inexplicable e íntima  que parecía nacer de su color ahora reafirmado, de su olor penetrante y salino,  y las redondeadas y tiesas formas de sus huesos.

 Lo miró extasiada, con la mente puesta en secretos pensamientos.

 Llevada por el embeleso alzó la mano sobre él e iba a acariciarlo cuando súbitamente cayó en la cuenta de su… atrevida intención.

 Asustada salió corriendo de la cocina frustrando así su deseo.  ¡Qué me está pasando!, se lamentó  desconcertada por su querencia reprimida.

No, no era la simple atracción que podemos sentir  por acariciar las formas de ciertos objetos, bien sea por su valor sentimental, grato tacto o infantil hábito. Era algo más. ¡Mucho más! Y así lo reconoció Felicitas. Era un impulso sensual, ¡carnal! ¡Sí, carnal! ¡Ay Dios!

Lloró amargamente Felicitas sentada en el sofá del salón reaccionando a su desvarío,  con el rostro entre las manos, avergonzada.

Qué me ocurre, se preguntó entre sollozos. ¿Me estaré volviendo loca?

Yo, que he conocido el amor de los hombres. A mi, que siempre me venció el pudor. A qué viene entonces ahora esta  insensata atracción, este deseo…  

Y Felicitas arreció su llanto sin acabar su pensamiento.

Qué puedo hacer.

Y haciéndose de un pañuelo de papel, secó sus lágrimas.

 Me desharé de él. Sí, lo alejaré de mi.

Este pensamiento calmó su ánimo, y al cabo, agotada por el llanto,  se quedó dormida sobre el sofá.

Al despertar, Felicitas se dirigió a la cocina dispuesta a deshacerse de aquel hueso de jamón que tanto parecía atraerla, abrió cuidadosamente  la puerta como si no quisiera despertar a alguien que hubiera allí dormido, se adentró unos pasos y se detuvo con los ojos clavados en él.

El hueso parecía ahora tan confortable en su jamonero de haya, tan reluciente y reavivado, pero al mismo tiempo tan paupérrimo en su extrema delgadez, que Felicitas sintió el tormento de su triste determinación.

Cuántos y no pocos y desgraciados avatares no habría sufrido desde que naciera, pensó tristemente Felicitas.

Descuartizado, vendido, devorado y al final, posiblemente fruto del olvido, seco y rancio, arrojado con desprecio por un balcón. Carne viva en otro tiempo.

Y ahora, ella…, había decidido desprenderse de él por su… por su…  ¡amor!, se sinceró Felicitas consigo misma, sí, por amor. Lo amaba. 

¿Y cabe acaso el amor impuro auque fuere entre seres tan distintos? Qué mal había pues en que lo amara. A quién perjudicaba. A quién le podría importar

No, no tiraría su amor a la basura ni lo arrojaría a la calle para que fuera pasto de los perros. Se quedaría con ella, y lo amaría en la intimidad, en silencio y al margen del mundo.

Felicitas se acercó entonces al hueso de jamón. Lo miró con amante afecto y poniendo la mano sobre él, lo acarició suavemente desde la pezuña hasta  la cadera. Luego alzó su mano y lamió una a una las yemas de sus dedos.







Un día, como cada mañana, mientras desayunaba en la cocina, nuestra Felicitas, sin poder evitar la contemplación encandilada ¡Ay! de su amado jamón, cayó en la cuenta de la etiqueta de su pezuña.

 Tras el último sorbo de café, se acercó a él y leyó en la etiqueta: Dehesa  de los Hermanos Juníperos

Cogió una tijera, la cortó cuidosamente, buscó el número de la dehesa y telefoneó.

Necesitaba saber sus orígenes. Saber dónde nació y vivió. Ver con sus propios ojos los campos donde retozó y se alimentó. Hablar con las personas que lo cuidaron. En definitiva, y en cierto modo, quería conocer… su familia, su historia, aunque sólo fuera una historia perdida en el anonimato de tantos y tantos cerdos como él.

 Amablemente pidió hablar con un responsable, y, recodando una vieja película, se hizo pasar por una periodista interesada en la cría y explotación del cochino. Solicitó pues una visita profesional, que gracias al don de gente de nuestra Felicitas, le fue aceptada , quedando en aquel mismo momento en día y hora.

 La dehesa estaba situada en la sierra norte de Sevilla y Extremadura. Entre dos hermosas colinas. Era mayo, y el verdor y las flores silvestres se extendían como un maravilloso manto donde,  privilegiados, se izaban los encinares, pululaban alegremente las mariposas, trinaban los pajarillos  y hocicaban los guarros. 

 Rendido a la belleza y simpatía de Felicitas, la atendió el hermano mayor de los Juníperos, hombre ya entrado en años, soltero, más bien bajito, mofletudo y gordinflón,  que respondía al nombre de Kubala, suponemos que por el conocido futbolista; alias Pepón, no sabemos ni queremos suponer por qué.  El cual se ofreció a Felicitas  para todo, tuviera o no que ver con el cerdo.

-         ¡A mandar, señorita Felicitas!

Sin perder tiempo, pues el señor Kubala era hombre ocupado,  mostró a Felicitas, (libreta de notas en mano como buena periodista)  las instalaciones,  empezando por  la selección de la materia prima, cómo hacían el control y clasificación del producto y las cámaras de salazón  y de secado.

Nada hubo en el largo proceso del jamón que no le fuera mostrado.

Generalizaciones y más generalizaciones, que  por otra parte, si bien satisficieron su curiosidad en la elaboración de tan preciada carne, no fue así en su íntimo deseo de saber de su particular y amado jamón.

Mostró entonces Felicitas la etiqueta que desprendiera de él, y preguntó al mayor de los hermanos Juníperos, qué podría saberse de aquel particular jamón a través de los datos que en ella había reflejados.

-         Todo o casi todo – dijo el señor Kubala  –  ¿De dónde  ha sacado esta etiqueta?
-         La desprendí de un jamón, exquisito por cierto – mintió Felicitas  –  que alguien me regaló por Navidad.
-          
El señor Kubala la dirigió un gesto lleno de pícara socarronería

-         Ese alguien debe tenerla en gran estima – dijo –   Créame que la hicieron un buen regalo, señorita Felicitas. Esta etiqueta pertenece a uno de los mejores jamones del mundo. Ibérico. Cien por  cien de  bellota. Y ni más ni menos que del 2010, año de inmejorable montanera. Podría decirse que este jamón pertenece a la realeza de su estirpe.

Felicitas,  henchida de orgullo por las encomiables palabras, guardó silencio.

-         ¿Podría saber algo más sobre él? – preguntó luego Felicitas
-         Todo. Absolutamente todo – dijo con rotundidad el señor Kubala – Acompáñeme a las oficinas. Debe saber –  siguió diciendo mientras caminaban  – que para trabajar en esta dehesa, por encima de ser un infatigable obrero, de tener actitudes y destrezas, es necesario y obligatorio, amar a los guarros. No nos basta ni siquiera la indiferencia, hay que amarlos. De lo contrario…: ¡adiós muy buenas! Por lo que cada uno de los cerdos  que aquí nacen y crecen, son mimados y minuciosamente observados, llevando, de cada uno de ellos un detallado historial desde que nacen hasta que son sacrificados – Ya a las puertas del edificio de oficinas, el señor Kubala, añadió – : Sepa, señorita Felicitas, que el cerdo no es un animal sucio per se.
-         Perdón, ¿qué ha dicho? – dijo Felicitas
-         Per se.
-         Ah, bueno.
-         ¿Sabía que es el único mamífero del mundo que no tiene glándulas sudoríparas?
-         Pues no, no lo sabía
-         Por eso se revuelca en el fango, para refrescarse. Y por ese mismo motivo se me revuelve a mi el estómago cuando oigo decir a alguien: sudo como un cerdo. Sudar, sudará quien lo dice, no digo que no, pero créame que sería  más acertado que dijese que por herencia de su padre.

Ya en las oficinas, Felicitas y el señor Kubala se detuvieron ante un joven sentado en su escritorio.

-         Pepe, esta señorita tiene curiosidad conocer el historial de este jamón salido de nuestra dehesa. – dijo el señor Kubala entregando a Pepe la etiqueta –  ¿Podrías sacar su ficha?

Pepe miró la etiqueta y tecleó algo en el ordenador. Mientras tanto, Felicitas expresó al señor Kubala su intención de escribir el artículo en el periódico a modo de historia,  personificándola en lo posible en aquel jamón.

-         Ya está. ¿Quiere que la imprima? – dijo Pepe

El señor Kubala asintió. Instantes después varias hojas salieron de la impresora

-         Dámelas – dijo  

El señor Kubala  ojeó brevemente la ficha, tras lo cual,  miró sorprendido y cejijunto a Felicitas.

-         ¿Ocurre algo? – dijo ésta ante tan extraña mirada.
-         No, no, en absoluto – dijo. Luego, el señor Kubala preguntó a Pepe – : ¿Sabes si ha venido hoy Fermín?
-         Sí. Creo haberle visto por el patio
-         Venga conmigo – dijo el señor kubala a Felicitas  –  Me gustaría que conociera a Fermín. Fue el porquero de su cerdo... Quiero decir del cerdo al que perteneció su jamón.

Fermín era un viejo flaco, de figura encorvada y mirada esquiva,  lo que le daba aspecto de hombre huraño. Cuando se acercaron a él, portaba en cada mano un cubo lleno de agua.

-         Mira, Fermín – dijo el señor Kubala – te presento a la señorita Felicitas.

Fermín miro al señor Kubala desconcertado. Dejó en el suelo el balde de su mano derecha y se la extendió a la mujer. Ésta sintió la rudeza de su piel.

-         Mucho gusto – dijo.

Fermín volvió a coger el cubo de agua

-         Espera, hombre… –  empezó a decir el señor Kubala
-         Tengo mucho trabajo – atajó Fermín 
-         Fermín, estás jubilado – dijo el señor Kubala –   Deja lo que estés haciendo. Quiero que atiendas a esta señorita – Fermín obedeció y dejó los cubos en el suelo –  Es periodista y quiere escribir la historia de éste cerdo – dijo el señor Kubala entregándole la ficha – Háblale de él y responde a  sus preguntas. Te gustará hacerlo –  y dirigiéndose a la mujer, añadió –: Yo ahora debo ausentarme un ratito…, si no la importa.
-         No, claro que no.
-         ¿La gustaría cenar esta noche conmigo, señorita Felicitas? – dijo el señor Kubala
-         Cenaré encantada

Fermín miró cómo su jefe les daba la espalda y se dirigía de nuevo a las oficinas. Felicitas creyó oírle decir: ¡Pepón!

Poco o nada acostumbrado a tratar con gente que no fuera de su condición, Fermín se sintió azarado ante Felicita. No se explicaba qué podría desear de él aquella mujer, ni en qué ni en cómo podría ayudarla, cohibiéndole  aún más el hecho de que fuera periodista y por consiguiente la segura posibilidad de ser sometido a liosas preguntas, a lo que se unió el temor de responder a éstas lo que no debiera.

 Fermín frunció el ceño y se rascó confuso la cabeza.

-         La advierto ya, señorita,  que como simple porquero que soy,  o que he sido, poca cosa le puedo aclarar – dijo hosco. Echó  entonces mano al bolsillo de la camisa y sacó una  funda de donde extrajo unas pequeñas gafas. Ojeó los papeles que le había dado su jefe, y de pronto, como por milagro, como si leyera las buenas nuevas de alguien muy querido, su rostro se iluminó de pura alegría. Afable miró a la mujer y dijo – : ¿Y exactamente qué es lo que quiere saber de… – y Fermín señaló con una mano los papeles que sostenía con las otra
-         Quisiera escribir la historia de ese jamón – dijo Felicitas 
-         ¿Este jamón es…, suyo?
-         Sí – dijo Felicita tímidamente
-         Venga conmigo

Y Fermín echó a andar resuelto. Felicitas le siguió detrás, a varios pasos. Llegaron a un pequeño garito. Era la oficina de Fermín.

 En ella había un fichero metálico con tres cajones,  una vieja mesa de escritorio de madera ennegrecida y dos sillas.  De las paredes colgaban varios carteles tamaño póster. En uno, un hombre vareaba una encina rodeado de una piara de cerdos. En otro, una cerda de enormes dimensiones, tumbada de costado amamantaba a nueve lechones, y un tercero, en la pared frontal, era la fotografía, en primer plano,  de un cerdo joven, de tierna y simpática estampa que parecía olisquear la cámara que le retrató.

Fermín invitó a Felicitas a que se sentara mientras él abría el cajón inferior del archivo y sacaba una carpeta amarillenta claramente manoseada. Luego se sentó delante de la mujer y se apoyó con los brazos sobre la carpeta.

Fermín parecía otro. El hermetismo, su hosquedad primera había desaparecido por completo de su rostro y ahora mostraba una afectuosa sonrisa.

-         Usted dirá – dijo  vehemente Fermín – ¿Qué quiere saber de Gocho? – ¿Gocho? – se preguntó Felicitas para si. Y como guardara silencio, Fermín, añadió –: Para ser usted periodista pregunta poco.
-         Disculpe, ¿quién es Gocho?

Fermín se giró en la silla y señalando la fotografía del cartel que mostraba el primer plano del lechón, dijo:

-         Ese es Gocho. El cerdo de donde salió su jamón. El protagonista de su historia.
-         ¿Ese?
-         El mismo. ¿Qué quiere saber? Pregunte…

Fermín parecía ansioso. Todo lo contrario que Felicitas, que quedó embelesada mirando la fotografía tamaño póster. Gocho tenía el hocico chato y desproporcionado, las orejas caídas y mostraba una mancha negruzca y acorazonada sobre el cráneo, y unos ojos negros como dos agujeros que dieran a un trasfondo negro. 
-         Hábleme de él – dijo Felicitas saliendo de su hechizo
-         ¿Así, sin más?
-         Sin más
-         Pero mujer, que yo,  si me pongo hablar de ese gorrino, puedo decir cosas que ni le van ni le vienen. 
-         Se equivoca. Ya le he dicho que me interesará todo cuanto  pueda decirme de él. Todo – acabó remarcando Felicitas

Fermín guardó silencio y quedó mirando fijamente a los ojos a la mujer. Una fijeza y un silencio que no incomodó a ninguno de los dos.

Fermín empezó hablando despacio, inseguro, con frases cortas, sin saber muy bien por donde empezar para que su relato tuviera una cierta lógica.

 Dijo que él se había criado entre animales, que había tenido gatos, y perros, y gallinas, y vacas, y cerdos, y mulas,  y ovejas, y cabras y hasta una  un pavo real.

 Que los animales habían sido su vida, y que bien tratados, aunque con disciplina,  todos son agradecidos y generosos.

Que la vida se puso difícil, y que sus hijos nunca  quisieron saber nada de bestias y forrajes, y ya rondando la cincuentena, entró a trabajar en la dehesa. 

Y luego dijo que el cerdo, con espacio, jamás ensucia donde come o duerme, que les encanta jugar, y que son muy curiosos  y muy nobles, y  que como los perros,  reconocen el nombre que se le ponga.

 Y luego habló del padre de  Gocho, un verraco tan  imponente como un hipopótamo, y de su madre, una guarra primeriza y fértil como pocas hubo en aquella  dehesa.

Que Gocho nació en una camada de trece cochinillos, y tan raquítico, que parecía un pollo desplumado, y que mucho fue que naciera vivo.

Que ni fuerzas tenía el pobre para intentar beber los calostros de su madre, lo que le movió a la  pena,  y que,  qué carajo, se dijo,  no todo a de ser selección natural. Y le socorrió dándole  un suplemento vitamínico.

 En este punto, Fermín abrió la carpeta amarillenta y sacó una foto  en  la que Gocho  colgaba como una piltrafa de su  mano izquierda, mientras con la derecha le daba el mejunje. Y  Felicitas  miró la foto sin poder evitar un mohín de ternura.

 Recordó Fermín, que pasado ya el peligro, Gocho le seguía por toda la dehesa, sin saber decir si por amistad, agradecimiento o por confundirle con su madre. Y para demostrarlo saco varias fotografías siguiéndole a distancia.

Mientras miraba las fotografías Felicitas, Fermín dijo que con esto de los teléfonos móviles no hay estampa que se pierda hoy día.

 Y Fermín saco otra instantánea con un compañero hablando sentados en un quicio con Gocho entre sus piernas. Y otra del gorrino con cara de bobo mientras Fermín lo bañaba con una manguera. Y otra, la que más le gustaba a él, en la que Gocho observaba  de espaldas  con la cabeza vuelta, cómo él salía de la dehesa para marcharse a su casa.

Y así mostró a Felicitas, una tras otra hasta no menos veinte fotografías

Miradas y remiradas todas ellas por Felicitas con el  candor expresado en la cara.   

Y Fermín relató cómo aquel raquítico cerdito se convirtió en la atracción de la dehesa, que andaba suelto por toda ella, y de cómo el muy tunante se aprovechaba de esa general querencia para comer aparte y de las mejores bellotas.

Y así,  regocijado en sus evocaciones, Fermín contó  tantas anécdotas  de Gocho que hubieran hartado a la persona más paciente,  menos a Felicitas, que  mostró en todo momento  un interés casi devoto.

Pero todo tiene su fin. Y contó Fermín que cuando a Gocho, por cumplido tiempo, había que sacrificarle, el señor Kubala le preguntó que qué hacían con él. 

Y Fermín pensó en llevárselo a su casa, que corral, tenía, pero..., que para buenas o malas, lo que ha de suceder, tarde o temprano siempre sucede. Y Fermín se ausentó un mes de la dehesa, y al cabo se jubiló.

 Y que ahora volvía a la dehesa de vez en cuando para matar, dijo, el gusanillo. A pasearse por los encinares y entre las piaras,  y que si se lo pedían, para dar gustoso algún que otro consejo a los nuevos guarreros.

Dicho lo cual, Fermín volvió a introducir  las fotografías en la carpeta.

Felicitas  parpadeó como si despertara de un ensueño, y pidió  a Fermín, si le podía proporcionar una copia de aquellas fotos.

-         ¿De todas?

Entonces Fermín abrió de nuevo la carpeta y le dio aquellas mismas, pues no se le escapaba que aquel interés de Felicitas por Gocho, iba más allá, mucho más allá de  la simple escritura de una historia. Ya que ni tomó una sola nota de cuanto la había contado

 Ya de pie ambos, Fermín dijo, que si quería, y mientras esperaba al señor Kubala, la acompañaba a visitar las piaras en  campo abierto.  Lo que ella aceptó encantada.
-         Fermín, – dijo Felicitas – ¿le importaría darme su número de teléfono? Tal vez…
-         Sí, claro, cómo no – dijo  – No dude en llamarme si necesita aclarar algo – añadió después de que Felicitas anotara el número
-         Era muy especial, ¿verdad Fermín? – dijo Felicitas refiriéndose a Gocho.
-         Sí. Muy especial. Tan especial era  que hasta usted ha venido aquí, a su casa, a preguntar por él

Ya en el campo, y  mientras Fermín hablaba con un cuidador, Felicitas aprovechó para dar un paseo a solas entre cerdos y encinas, y pensó que no debía haber en el mundo mejor lugar que aquel para que un cerdo naciera y creciera.

Felicitas cenó aquella noche con el señor Kubala, y al día siguiente emprendió la vuelta.

Nada más llegar a casa, dejó la pequeña maleta y volvió a salir a la calle, se acercó a una fotográfica y compró veintidós portarretratos  para las instantáneas de Gocho que amablemente le cediera el bueno de Fermín. Luego, cuidadosamente  las repartió por toda la vivienda.

Ya en la cama, se alegró de haber hecho aquel viaje. No había sido la  historia de su jamón una historia anónima como esperaba,  sino una historia  precisa y diferenciada. Una historia única.


Y para acabar de corroborar su excepcionalidad, Felicitas se propuso  empezar a averiguar a partir del día siguiente de quien eran aquellos ojillos huidizos que viera en el tercer piso el día que lo conoció.

Nadie lanza un hueso de jamón por el balcón sin un motivo preciso. Un motivo desesperado.     







 Como ya dijimos, el edificio de donde cayó el hueso de jamón,  no quedaba lejos de su casa.

Pronto identificó a la familia que vivía en aquel tercer piso.

Quiso pues Felicita conocer a la mujer.

Ésta tendría su misma edad y era más bien oronda. Tenía el pelo largo y teñido de rubio. Y por su andar, parecía  una mujer enérgica y resuelta.

Un día  la siguió hasta el supermercado, y carrito en mano, la espió  disimuladamente por entre los pasillos eligiendo los mismos productos que ella. Cosa que, entre risas, la hizo notar mientras esperaban turno en la pescadería. La mujer, divertida, exclamó:

- ¡Anda! Pues es verdad ¡Qué cosas!

Tras lo cual,  Felicitas ya no se separó de ella ni un instante. Al salir la invitó a un café.

Se llamaba Begoña, y en verdad era una mujer animosa, y para  fortuna de Felicitas, locuaz.

A pesar de su aire prosaico, Felicitas sintió, auque con cierto distanciamiento,  casi una instantánea simpatía por Begoña. Ésta le contó que era ama de casa, que estaba casada y tenía un hijo de dieciséis años que era un tragaldabas.

 Durante los días siguientes, Felicita propició casuales encuentros. Hablaron las dos mujeres de la vida, de la familia, de los hombres, de sus juventudes, de nostálgicos recuerdos y… del jamón.

Indagando Felicitas sobre éste último tema,  contó Begoña, que su familia era una  familia muy jamonera. Que  su marido y su hijo se pirraban por el jamón. 

Por lo que jamás faltaba en su casa. Que no hacía mucho tiempo, lo compraban entero y que mucho antes de que se acabara, siempre esperaba otra pata de cerdo para ser empezada.  Pero que, desde hacía ya algún tiempo – añadió Begoña con cierta desazón  –   el jamón sólo entraba en su casa en lonchas.

Al ser preguntada por ello, Begoña guardó un significativo silencio y  miró a los ojos a Felicitas como si tratara de averiguar si podía confiar en ella.

Y Begoña contó que a un cuñado suyo, que en gloria estuviera,  en las navidades pasadas le tocó un buen pellizco en la lotería, y que agradecido por tantas veces como había gorreado a su familia, antes de irse a Papúa, y antes  de que se estrellara con el Ferrary yendo hacia el aeropuerto para tomar el avión que debía llevarle a Papúa, les compró en la exclusiva tienda de delicatessen Madame Odette y Odette, el mejor y más caro de los jamones.

Begoña confesó a Felicitas,  que nada más verle, se sintió  atraída  por aquel pata negra.

 No supo decir razones, pero a medida que su hueso iba apareciendo, más atraída se sentía hacía él. Creí que me estaba volviendo loca, dijo. No dejaba de mirarle, de olerle, de… tirarle los tejos, y  no podía soportar ver cómo los zampabollos de su hijo y su marido se lo embuchaban como dos muertos de hambre.

A tal punto, que para consolarse, llegó a hablar al jamón y, lo que era peor, estaba segura de que él, atenta y pacientemente  la  escuchaba. Obsesionada, y creyendo perder el juicio, decidió ir a un psicólogo a escondidas  de su marido.

Después de contar al especialista el caso y cuestión. Begoña, preguntó preocupada:

-         ¡Doctor! ¡Doctor! ¿Me estoy volviendo loca, doctor? Dígame la verdad

El doctor miró a Begoña. Era un hombre ya de edad avanzada. Muy curtido en parafilias y otros trastornos varios de la psique.
    
-         Nada, hija – dijo el psicólogo  – sencillamente que se ha enamorado usted de un jamón
-         ¡Ay, madre! ¿Y eso es grave, doctor? – declamó Begoña como una pésima actriz. Pues bien sabía ella que lo amaba.
-         Grave, grave, lo que se dice grave, no es – dijo el psicólogo –  Aunque tampoco debe tomárselo a la ligera. Usted padece lo que se llama objetofília. Es decir: atracción  sentimental hacia un objeto. Lo cual es, aunque no lo parezca, un trastorno mucho más frecuente de lo que pudiéramos pensar. Es posible que conozca usted el famoso el caso de la mujer que se enamoró del muro de Berlín
-         Pues, no, no lo conocía – respondió Begoña
-          O de aquella otra que se casó con la torre Eiffel.
-         No, tampoco.
-         Y no hace mucho traté a un hombre que  su esposa le pilló infraganti en la cama con una mountain bike.
-         Caray, pobre mujer
-         En estos casos – prosiguió el psicólogo –  es recomendable que el paciente reflexione. No es bueno para el equilibrio emocional  llevar una doble vida.
-         No…, si yo… bueno… tampoco… –  titubeó Begoña tratando de quitarle hierro a su caso
-         Debe elegir – dijo el doctor con voz grave y recriminatoria –: su marido o el jamón.
-         Dicho así, doctor
-         Piense que, dependiendo de su decisión, puede tirar por la borda quince años de feliz matrimonio por un jamón. Debe pensar en su hijo. En el futuro que le esperaría con él. Según me ha dicho es ama de casa,  ¿de qué vivirían?  
-         Pero doctor…
-         No hay peros que valgan, señora Begoña. Seamos sinceros, está  a punto de ser infiel a su marido con un jamón. ¿Le parece bonito?
-         No doctor.
-         ¿Qué le parecería a usted si su marido la traicionara con una paletilla de cordero? ¿Eh?

Begoña salió del psicólogo dispuesta a deshacerse del jamón de sus amores. No obstante, al llegar a casa y verlo de nuevo,  su voluntad desapareció. No pude, dijo Begoña con dramatismo. Era tan atractivo.

Así pues lo escondió en una caja de madera que había en el balcón. Fuera del alcance de los trogloditas zampones de su hijo y marido.

 Cuando éste último llegó a casa al medio día, acostumbrado a beberse una cerveza con unos taquitos de jamón antes de almorzar, y no ver al jamón por ningún lado, preguntó:


-         ¿Y el jamón?
-         Se ha ido – contestó Begoña, que preparaba la comida en la cocina
-         ¿Qué?
-         Que se ha ido
-         ¿Adónde?
-         No lo sé.
-         ¿No lo sabes?
-         ¡No!
-         Pero...¿cómo se puede ir un jamón?
-         Pues no lo sé. Yo no estaba.
-         ¿Y dónde estabas?
-         Haciendo la compra.
-         Pero los jamones no se van así como así
-         Pues este sí.
-         Pero...
-         ¡Pero nada! Que se ha ido.
-         Pero…
-         Vamos..., que ni se ha despedido el muy desagradecido. ¡Ya ves tú!
-         Pero...
-         ¡Ay, basta ya de peros!  –  exclamó enojada Begoña-  ¿Crees que ha sido agradable para mi llegar a casa y encontrarme con que tu querido jamón se ha ido sin decir ni siquiera esta boca es mía?
-         Pero...
-         ¡No empieces otra vez! ¡Pesao! – dijo Begoña malhumorada. Apagó el fuego, se quitó el delantal y se dispuso a salir de la cocina
-         ¿Y ahora adónde vas? –  preguntó su marido – ¿No almorzamos?
-         ¡Hoy no se almuerza! Con tanta pregunta me has levantado dolor de cabeza. Voy a tumbarme un ratito en  mi chaise longue, a ver si se me pasa. ¿Te parece mal?

Al momento volvió a asomar la cabeza y dijo:

-         Ah, y no quiero más jamones en esta casa, ¿entendido? Ni paletillas de cordero

Así, Begoña, cada mañana, en cuanto  su marido se iba al trabajo y su hijo al colegio, sacaba el jamón y en su presencia, hacía las consabidas labores de la casa. Hasta que una mañana, su marido, no bien habría llegado al portal de la calle, volvió a entrar  justo en el momento que lo desencajaba.

Begoña, con los nervios al sentir la puerta,  se le escapó el jamón de las manos cayendo por  el balcón e impactando en la cabeza de una pobre mujer que pasaba en ese momento por allí, y que, cuando su marido marcho de nuevo y quiso bajar a por él,  ya no estaban ni la mujer ni el jamón.

Casi me da algo, dijo.

Y durante semanas, Begoña, añadió, que lloró y lloró de amargura pensando en la trágica posibilidad de que su pata negra hubiera podido ser pasto de la voracidad de algún perro sarnoso, o no tan sarnoso, daba igual.

Bien hubiera querido Felicitas consolar a Begoña diciéndola que su querido jamón se hallaba donde bien le apreciaban, pero se retuvo. Todo fuera que Begoña se lo demandara, o en el mejor de los casos deseara verlo de nuevo o  compartirlo, a lo que Felicita no estaba dispuesta de ningún modo.

-         No, mujer –  dijo Felicita consoladora acariciando las manos de Begoña –  Seguramente esa mujer a la que le cayó del cielo le socorrió y ahora lo esté cuidando en su casa.
-         ¡Ay, Dios te oiga! 






Tomaban café en un bar cercano. Salieron a la calle y se despidieron las dos mujeres. Pronto oscurecería. Un  suave viento acarició el rostro de Felicitas  y se coló agradablemente a través de su blusa.

Embargada por  una poderosa razón de ser,  Felicitas quiso pasear por los jardines que rodeaban la iglesia antes de volver a casa, como si necesitara recrearse en el placer íntimo de su dicha.

 Estaba segura de que por fin había encontrado el amor de su vida, y que nadie ni nada conseguiría apartarla o que renunciase a él, por más hueso de jamón que fuere, se dijo. Nadie ni nada.

Lo amaba como no había amado jamás a hombre alguno.  Para ella, aquel jamón tenía alma y sentimientos. Y lo amaría para siempre. Nada tan profundo podía ser efímero, se dijo.

Aunque bien sabía ella de la inconstancia del ser humano y  de su volubilidad. Pero existían excepciones, y en aquel instante, supo, sabía, con la misma seguridad que sabemos que la noche sigue al día, que aquel amor únicamente podría vencerlo el tiempo poniendo fin a su vida.

 Así lo sintió. Así se lo aseguró así misma, y así lo hubiera aseverado una y mil veces ante el más incrédulo y desapasionado de los hombres. Su amor se manifestaba tan poderoso y claro en su interior, que lo percibía como una entidad física en sí mismo. Como una verdad incuestionable, vital,  eterna y sublime.

Se sintió orgullosa de que Begoña, al igual que ella,  se hubiera enamorado de él, o que Fermín le recordara tan especialísimamente entre sus congéneres. Eso significaba la extraña atracción que ejercía su amado sobre las personas. No sólo sobre ella. 

Cuando Felicita recapacitó de estos y otros  felices pensamientos las luces de la ciudad ya se habían encendido.  Hacía una noche espléndida, como no podía ser de otro modo. El viento había cesado y las farolas amarilleaban la plaza.

 Quiso volver. El, su amado,  la esperaba en  su casa.

 Cruzó la calle donde  algunas personas hablaban animadamente sentados en las terrazas.

Hubiera querido acercarse a todas ellas, y una a una desearlas, contagiarles su felicidad.

Qué distinto nos parece todo cuando estamos bendecidos por la pasión del amor.  Cuando todo parece  hecho, creado como necesario para la existencia de tan poderoso sentimiento. Y qué  inconcebible nos resulta  que en el mundo pueda existir la incomprensión, la falta de empatía o el mismo odio

Así, llena de esta viva emoción y buenos deseos llegó Felicita a su casa. Cerró la puerta, entró en la cocina y se detuvo ante su amado hechizada en su contemplación. Luego se acercó a él, lo desnudó de los paños,  y una vez más, con lenta y suave caricia, recorrió su cuerpo con la yema de los dedos, para más tarde inclinarse  ante él, besarle y sentir su fragancia.

Quedó luego mirándole fijamente de nuevo.  Abrió el cajón de la cubertería y extrajo un leve cuchillo de puntilla, volvió entonces a acercarse él, y con sumo cuidado cortó un pequeño trozo de su querida carne. Dejó el cuchillo sobre el mármol, y con el trozo entre los dedos se lo llevó a la boca poniendo todos sus sentidos en el placentero  sabor.

Ni siquiera cenó aquella noche.

Fue al salón, puso la televisión, e incapaz de concentrarse en pensamientos que no tuvieran relación con él,  decidió acostarse.

Pero antes, como hacía todas las noches, quiso despedirse de él

 Buenas noches, dijo.

Se dirigía ya al  dormitorio cuando de repente entró en el cuarto de baño,  sacó del armario una toalla de algodón, retornó a la cocina y  envolvió a su amado en la misma.

 Luego lo tomó en brazos y lo llevó a la alcoba, donde lo acostó apoyado con la pezuña en la almohada.

 Seguidamente se acostó a su lado, y de costado, mirándolo, trató inútilmente de dormirse.

 Pasó su brazo sobre él, y notó su excitación al tocar las duras formas de su cuerpo. Casi sin darse cuenta, y mientras lo acariciaba, se llevó la otra mano a la boca lamiendo sus dedos con voluptuosidad, aquellos dedos que  olían a él. Mano y dedos que siguieron el camino de su vientre hasta alcanzar casi al instante el éxtasis que calmó su agitación.

A partir de aquella noche, todas las noches durmió en su cama.  Como a partir de entonces, sin excepción, cada noche, antes de irse a dormir, cortaba un trocito de su tan querida carne y la engullía con embeleso.    







Como es su costumbre, pasaron los días, las semanas, los meses, asentado ya su amor, poco a poco, Felicitas reanudó su vida social. Dedicó más tiempo a su labor de asesoramiento a las ONG. Fue al cine, al baile y hasta hizo un par de breves y cercanas excursiones de fin de semana. E incluso empezó a recibir visitas, por lo que, muy a su pesar,  previamente debió guardar las fotografías que de Gocho lucían por toda la casa, que a poca curiosidad de los invitados, hubieran originado incómodas preguntas.

 También dejó de verse con Begoña,  que acabó pareciéndola una mujer banal y sin interés alguno más allá de su primera curiosidad, ya satisfecha.

Como lamentable y lógicamente, fue creciendo el tiempo entre llamada y llamada a Fermín, ya que, sin nuevas anécdota que contarle sobre su Gocho, sus conversaciones, o bien se  repetían, o bien derivaban en temas que a ella ni le iban ni le venían por no decir que la aburrían.

 La vida pues, adquirió para  Felicitas una nueva y lógica rutina. Pasionalmente menos efervescente, bien es cierto, pero no menos intima y cimentada.

Los días se sucedían tranquilos y sosegados.  


Un sábado, cenando con su amiga Carlota, ésta, aproximándose como se aproximaban las vacaciones verano, propuso ir un par de semanas al bello Paris, a lo que Felicitas, pensando en su querido jamón, y muy a su pesar, pues siempre deseó visitar la ciudad de la luz, se negó con evasivas respuestas.

 Si al menos él pudiera acompañarnos, pensó Felicitas. Como Carlota insistiera y la apremiara en su respuesta, sin ser taxativa para no levantar sospechas, Felicitas supeditó su decisión a circunstanciales deberes. Ya veremos, ya veremos, dijo.

Pasada una semana, el viernes para ser exactos, Felicitas se despertó con leves molestias de resfriado. Síntomas que por consabida evolución, arreciaron el sábado, despertándose el domingo exhausta tras una noche en vela por la tos y la fiebre.

Con duro esfuerzo, se incorporó de la cama,  cogió a su amado y con paso tambaleante, lo llevó a la cocina. Luego, congestionada y febril, fue al cajón de las medicinas, se tomó un par de antivirales, y se echó en el sofá, permaneciendo allí durante toda la mañana en pesada somnolencia. 

Viendo que no se reponía, allá las dos de la tarde, volvió a tomarse un antiviral, e inapetente, sin haber probado bocado en todo el día, se obligó a comer algo para reponerse.

La presencia de su amado en la cocina la animó.

Y bien que mal, acertó a prepararse un jugoso caldo de legumbres, que al poco, pareció reanimarla.

Temblando aún de escalofríos, decidió acostarse, durmiendo lo que quedaba de tarde y  noche.

Cuando despertó al día siguiente, ya avanzada la mañana, por fortuna repuesta por el largo sueño.

Sentíase tan recuperada que  aún quiso  permanecer un rato más retozando en la cama.  

Miró a su lado y se percató de que aquella noche había dormido sola. La enfermedad

 Se acordó de Fermín y se prometió llamarle aquel mismo día. Aún así, y no sin cierto pesar, se dio entonces cuenta, de que ya nada nuevo podía saber de su querido jamón.

En su fantasía, viose luego paseando con éste, su amado, por la Avenue des Champs Elysées, visitando  la tour Eiffel, e incluso siendo amenizados por un acordeonista parisino  en una terraza del boulevard de Montparnasse.

 Pero no podía arriesgarse a ir con él, pues cabía la posibilidad que en el aeropuerto o cualquier control policial pudieran encontrarlo y requisárselo.

Pero el amor bien vale cuantos sacrificios sean necesarios, se acabó diciendo. Y si no podía ir a París, pues no iría.  

 Se levantó, y con renovado ánimo, se dirigió a la cocina para desear a su amado los buenos días.

Por los ventanales abiertos de la misma, el sol, ya elevado, la deslumbró.

 Miró al jamonero: vacío. ¿Dónde estás?, se preguntó alegremente. ¿No te estarás escondiendo de mi?, bromeó

Fue al salón, pero allí tampoco estaba.

Se detuvo un instante para pensar dónde podría estar, pero Felicitas no logró recordar dónde lo dejó el día anterior debido a la debilidad y los fármacos.

Volvió entonces a la  cocina, se acercó despacio a la mesa, y llena de estupor se llevó las manos a la cabeza: sobre el plato del caldo del día anterior, y con otros restos de comida, yacía el hueso de jamón cortado en trozos, descarnado y seco.























































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