viernes, 26 de junio de 2015

              










                                         



     EL RABO DE SCHRÖDINGER



Hoy va a permitirme, querido lector, el atrevimiento de empezar mi relato con una serie de preguntas trascendentes, con enjundia y conspicuas, muy conspicuas.

Helas aquí:

¿Quién de nosotros no ha sentido alguna vez lo que el gran escritor checo titulara: La insoportable levedad del ser?

¿Quién no ha dudado en alguna ocasión de su propia existencia, o se ha creído un ente errante, fantasmal, un simple y fugaz pensamiento perdido en la nada?

¿O quién de nosotros en algún momento, no ha pensado que está en una superpoción de estados? Es decir, vivo y muerto al mismo tiempo, como el gato de Schrödinger

¿Quién no?

¿Todos?  

¡Pues no!

Yo, no.

Tal vez sea ello por mi profunda ignorancia de la filosofía existencialista o la física cuántica (por mencionar sólo dos disciplinas que ignoro casi absolutamente)

Es decir, tal vez sea por ser yo un ignorante e insensible bruto que se aferra a la realidad más inmediata por lo que nunca sufro de las tan conocidas náuseas existenciales.

 Sí, tal vez sea por eso: por mi ignorancia.  No digo que no.

Aunque también podría ser, y esto no lo digo como disculpa, que no acostumbro a  reflexionar sobre la levedad, el ser y la nada, porque, sencillamente…   estoy muerto.

Y créanme, el estar muerto, influye en la opinión que uno pueda tener sobre la vida.

Lógica e inmediatamente, usted,  lector, se preguntará: En tal caso, ¿cómo es posible que si dices (te permito tutearme) estar muerto, puedes estar escribiendo esto al mismo tiempo?

Interesante pregunta que no contestaré por no caer en fragante contradicción: ¿O acaso no habíamos quedado en que soy un ignorante bruto?

De cualquier modo,  lo único que puedo asegurar es que estoy real y científicamente difunto. Y puedo demostrarlo, si así lo deseara,  el certificado de defunción que lo corrobora.

 Pero aún así, como intuyo cierta incredulidad, me ofrezco gustosamente a explicar, cómo, dónde y quién, me certificó como tal, es decir, muerto.

La cosa, más o menos y a grandes rasgos, sucedió así:

Corría el año 2007. Justo un año antes de las olimpiadas de Beijing. Yo por aquel entonces tenía una pequeña empresa de importación de objetos de regalo, y cada año viajaba a  China un par de veces para hacer los pedidos.  

En el 2007 aún coleaba la famosa fiebre aviar. ¿Se acuerdan de ella? Y cuando uno viajaba a China, (y aún hoy) en los aeropuertos, una especie de cámara o dispositivo detectaba la temperatura corporal de los viajeros cuando esperaban para pasar el control de pasaporte.

 Hacía yo pues mi cola pacientemente  juntos a otro centenar de personas, cansado, maloliente y rendido de sueño después de dieciocho horas de viaje, cuando, al llegar mi turno para poder mostrar mi salvoconducto, una luz roja intermitente, similar a la de los vehículos de la policía comenzó a destellar, y una sirena que a todos nos recordó a la que se puede oír en las películas de submarinos cuando un torpedo enemigo  abre una vía de agua, empezó a sonar como si el hundimiento del aeropuerto fuera inminente.

 Sorprendidos por el apremiante ruido de la sirena, los viajeros nos miramos unos a otros asustados buscando de reojo la escotilla más cercana. De tal modo, que incluso oí que algún viajero gritó despavorido: ¡Inmersión! ¡Inmersión!

  Mi sorpresa fue cuando súbitamente me encontré rodeado por cuatro agente de policías vestidos con impecables uniformes negros, que parecían hechos a medida…, de Pau Gasol,  y con mascarillas que les cubrían la cara casi al completo.

Sin mediar palabra, uno de ellos me tomó del antebrazo y tiró de mi.

-         ¿Qué quieren? ¿Adónde me llevan? – pregunté con el alma en vilo

Sin más explicación, los agentes me condujeron a un ascensor, bajamos tres plantas, luego subimos en una escalera mecánica, bajamos por otra similar, tomamos un nuevo ascensor que en verdad no supe si subía o bajaba, y al salir,  entramos en una largo y solitario corredor con puertas laterales.

Íbamos a entrar por una de ellas, cuando dos hombres, orientales, salían con otro individuo occidental en medio de ellos y que casi arrastraban  

El occidental tenía los pelos de punta, como electrocutados, y un fino hilo de baba le caía por una de las comisuras de los labios, y que, con acento americano, repetía una y otra vez: Oh my God, oh my God…

 Lógicamente le miré con cierta aprensión (léase espanto) Luego entramos en la sala y dos agentes me dejaron allí de pie mientras ellos se apostaban a ambos lados de la puerta.

Dentro había una enfermera de espaldas introduciendo algo en una pequeña caja de cartón, y que al oírme entrar volvió la cabeza y me invitó a que me sentara sobre una camilla.

Obedecí, qué remedio.

La sala en su conjunto,  a juzgar por el mobiliario e instrumental,  era una mezcla de consultorio médico, quirófano, sala de partos, autopsias y taller mecánico. Es decir, que si en la puerta de entrada hubiera leído un letrero que dijese: CHAMBER OF CHINESE TORTURE, no hubiera sentido menor pánico.

 Se hallaba toda ella alicatada de azulejos que debieron ser blancos allá por la primera dinastía Ming, pero que ahora eran de color sepia, y estaban en su mayoría agrietados, quise pensar que por el tiempo y no por los alaridos de los posibles padecientes que, como yo, habían pasado por allí.   

En el centro, cuatro potentes lámparas iluminaban la camilla donde me sentaba.

Podía ver al fondo un aparato de rayos X, una mesa de reconocimiento y un trípode ginecológico. En el otro lado, y en penumbra, observé con lógica aprensión que relucía una  mesa de aluminio del bueno, brillante, moderna, de disección, igualita a las que he visto  tantas veces en las series de CRIME SCENE INVESTIGATION. Que por haber, había allí hasta sopletes.

En la cabecera de la camilla había un monitor, curiosamente revestido de transparente plástico que parecía sin estrenar, dos bombonas de oxigeno y un panel de radiografías.  Amen de la mesita que se hallaba a mi lado con toda clase de instrumental quirúrgico.

Francamente, aquella sala me producía una perturbadora inquietud, (léase terror, pavor, cerote o cagalera, como se quiera)

Oscar Wilde dijo que lo soportaba todo menos las tentaciones. Y yo digo que ¡Y un carajo “pati”, Oscar Wilde!  

Me confieso hipocondríaco, miedoso y capón en extremo sumo cuando algo real o ficticio amenaza mi integridad física, psíquica, espiritual, estética o cualquier otro tipo de integridad si la hubiere.

Y todo en aquella sala amenazaba cada una de mis integridades. Por lo que mi primer pensamiento fue salir corriendo. Huir. Pero los dos policías de la puerta me miraban a través de sus mascarillas como si fuera la serpiente del pecado original.

Además, ni siquiera sabía en qué subsótano del aeropuerto me hallaba, ni a dónde podía ir en un país extraño, hermético, donde el idioma es una barrera infranqueable, y donde  se disuelve una manifestación con dos mil seiscientos muerto, o te fusila enviando después la factura de la bala a tus familiares. Así pues, desistí de cualquier idea de fuga, al menos de momento.

-         Oiga – acerté a decir después de varios intentos sin que me salieran las palabras. –  ¿por qué estoy aquí?
-         ¿Ha oído hablar de la gripe aviar? – dijo la enfermera acabando de precintar  el pequeño paquete que preparaba,  sin dignarse siquiera a mirarme,
-         Oh, sí, por supuesto – dije.  Y tratando de congraciarme, añadí – : Y no sólo he oído hablar, sino que también he colaborado activamente en su erradicación.

La enfermera se giró bruscamente hacia mi.

-         ¿Ha estado en contacto con algún infectado? – preguntó alarmada
-         No, no… – dije
-         ¿Entonces cuál ha sido su colaboración en la extinción de la gripe aviar?
-         Embalsamé a mi loro – dije

La enfermera pareció relajarse con mi respuesta.

-         Pero no me ha contestado a la pregunta del por qué estoy aquí – insistí
-         Sabrá que el principal síntoma de la gripe es la fiebre. Y el sensor por infrarrojos instalado en el control de pasaportes ha indicado que tiene usted fiebre.
-         ¿Fiebre? ¿Yo? ¡Pero qué dice, mujer! Si yo soy un ave fría…

Justo en ese instante entraron dos hombres con bata blanca, de cola, supuse que por estar hechas también a medida de Pau Gasol.

Los dos hombres se acercaron a mí.

Eran tan iguales que verlos producía perplejidad. Tan idénticos que si no hubiera sido porque uno de ellos llevaba el pelo cardado a lo Amy Winehouse, me hubiera resultado imposible diferenciarlos. Que por iguales tenían hasta el mismo apellido.

-         Soy el doctor Lee – dijo el del pelo cardado
-         Yo también. – dijo el otro.
-         ¡Y yo! – me oí decir de pronto.

Debo aclarar que cuando intuyo que mi vida está en peligro o presiento un  posible dolor físico, por leve o subliminal que sea, bordeo irremediablemente el colapso nervioso, cuyo síntoma principal, es que sufro de  ataques de verborrea aguda, incontrolable y disparatada, y digo pues, lo primero que se me viene a la cabeza, lo que no me ayuda en nada en ciertas situaciones.

-         ¿Usted también se llama Lee? – dijo el chino del cardado a lo Amy Winehouse
-         ¡No! ¡No! ¡No!… - exclamé imitando a la cantante de soul

El segundo doctor Lee sonrió.

-         ¿Entonces por qué ha dicho y yo?
-         ¿He dicho eso…? ¿Sí? ¿Está seguro? García, me llamo García.
-         ¿Nervioso?
-         No. ¿Y usted?
-         Está bien. Ahora desnúdese, póngase esta bata y túmbese en la camilla – dijo el doctor Lee Amy Winehouse acercándome una bata de color lavender.
-         Le agradezco la gentileza, doctor, pero dentro de media hora tengo que tomar un vuelo para Qingdao. Descansaré en el avión…
-         No es para que descanse. Tenemos que hacerle unas pruebas.
-         ¿Médicas?
-         Así es. Simple rutina.

Guardé silencio ¿Se referiría el doctor Lee con simple rutina a la superficial revisión que suele practicarse en la seguridad social española, o por el contrario se referiría  a la exhaustiva, a la que practicaba la seguridad social alemana  ( ) de Josef Mengele?

Dada pues mi tendencia al julepe, y mi innata inclinación a ponerme en el peor de los casos, traté de excusarme.

-         Lo siento doctor. Nada me gustaría más que someterme a sus pruebas, pero desgraciadamente mi eminente medico de cabecera, don Rafael, –  ¿Lo conocen? ¿No? Lástima –  me ha prohibido tajantemente, repito:  ta-jan-te-men-te, someterme a cualquier prueba médica. Deben saber doctor Lee, doctor Lee, que sufro lo que en España se llama neurasténiaacollonante múltiple; síndrome, que hace que, ante cualquier prueba médica, de involuntariamente falsos positivos. Y no querrá usted… –seguí diciendo incontenible mientras observé que el doctor Lee empezó a desenrollar una cincha que obviamente eran para maniatar a cualquiera (yo en este caso) que se hallara sobre la camilla. – Claro que…, - dije al punto -  confiando en que tendrán en cuenta lo que acabo de decirles, me prestaré gustoso a todas sus pruebas.

Así pues, me incorporé dócilmente de la camilla, me desnudé, me puse la bata que me ordenaron (bata que por cierto no estaba cortada precisamente a la medida de Pau Gasol, sino a la de Tyrion Lannister) y me tumbé en la camilla.

Luego, el doctor Lee Winehouse se llevó la mano al bolsillo superior de su bata buscando algo.

Al no encontrarlo, siguió su búsqueda removiendo los instrumentos que habían sobre la mesita de cinc que estaba a su lado, y donde con estupor observé que había desde lavativas de goma hasta jeringuillas para equinos y otras múltiples herramientas clínicas,  que por no saber su nombre, baste decir que por sus formas hubieran hecho las delicias del protagonista de la versión dura de Cincuenta sombras de Grey.

En ese momento, el doctor Lee, no el del club de fans de Amy Winehouse, sino el otro, se acercó a éste último, y diciéndole algo al oído mientras mostraba su reloj de pulsera, salio de mi particular CHAMBER OF CHINESE TORTURE.

Tampoco halló el doctor en la mesita lo que al parecer buscaba, y dirigiéndose entonces a la enfermera la solicitó algo, pues inmediatamente ésta se puso a rebuscar en cajones y vitrinas. Acabada su búsqueda, dijo:

- Lo siento, doctor, pero hasta mañana no tendremos termómetros, ni palitos miraamigdalas, ni linternitas mirapupilas, ni bastoncillos de frotis. Tendrá que utilizar el antiguo método

No me tranquilizaron precisamente las palabras de la enfermera. ¿A qué antiguo método se refería teniendo en cuenta de que me hallaba en un país cuya cultura se remonta seis mil años?

El doctor Lee Amy Winehouse, se aproximó a la sazón a mi, e inclinándose, acercó tanto su rostro al mío, que pude saber qué había almorzado por los restos que tenía entre los dientes.

A continuación, y ante mi asombro y sorpresa, el doctor, posó sus labios sobre mi frente.

-         No, no parece que tenga fiebre. – dijo luego incorporándose.
-         Asegúrense, doctor Lee – dijo la enfermera con voz grave,  – Recuerde que los juegos olímpicos son el año que viene, y nuestras autoridades no creo que se tomaran muy a bien si averiguaran que de este laboratorio ha salido alguien con gripe aviar.

El doctor Lee volvió pues a posar sus labios sobre mi, con lo que pude comprobar que había almorzado sopa de menudillos, ternera con salsa de verduras, arroz, patatas, y de postre uvas pasa

-         Pues no, no parece que tenga fiebre – dijo  
-         Estupendo – dije eufórico incorporándome en la camilla dispuesto a marcharme –  No tengo fiebre. Por lo tanto no padezco la gripe aviar.  Ha sido un placer, doctor
-         ¿Adónde cree que va?
-         A Qingdao
-         Aún no hemos terminado. Vuelva a tumbarse. No tiene nada que temer.
-         ¿Temer…? Je, je… ¿Yo…? Sé que mi mano no podría estar en mejores vidas… y viceversa... Además, la medicina china es milenaria, y quién va a suponer que no ha avanzado desde entonces…  
-         Le haré sólo unas sencillas  preguntas y podrá marcharse – dijo doctor mientras me echaba de nuevo sobre la camilla –  ¿Tiene diarrea?- preguntó.

Desconfiando de que no fueran la típica pregunta trampa, dudé mis respuestas.

-         ¿Diarrea? ¿Yo? No…, o sí. No sé...  
-         ¿Cómo que no sabe?
-          Quiero decir…que… ¿Es bueno tener diarrea, doctor?
-         No.
-         ¿Está usted seguro?
-         Completamente.
-         No es que yo ponga en entredicho sus conocimientos… ¡Dios me libre! Pero...  ¿está usted absolutamente seguro de que la diarrea es mala, doctor?
-         Pues sí. Ya que…
-         ¡Oh, doctor! – exclamé como si Jackie Chan recitara un monólogo de Hamlet  – : No sabe cuán agradezco sus palabras. Su infinita sabiduría. Y si no fuera porque he sido educado para reprimir mis emociones, ahora mismo rompería en un emocionado llanto. Debe saber, sabio doctor chino, que  en mi país, en España, creen que la diarrea es curativa y purificadora. ¿Pueden creérselo? Y a tal punto está arraigada esta creencia, que siempre me he considerado un marginado social, un hombre marcado a fuego por el estreñimiento. Cuántas, cuántas veces, oh doctor,  no habré ido atormentado al bueno de don Rafael  diciéndole: Don Rafael, don Rafael, que pasan los años y sigo sin tener descomposición intestinal. Por qué, don Rafael, por qué. Dígame la verdad. Tranquilícese, García – me animaba el santo de don Rafael -   Debe usted aprender a llevar su mal con entereza y resignación. Piense que hay gente peor que usted, que ni siquiera a tenido un retortijón. Aún así, doctor, las palabras de don Rafael nunca calmaron mi tormento. Y al salir de su consulta, levantaba mis ojos hacia el cielo y exclamaba: Por qué a mi, oh, Dios misericorde, me niegas el don de la diarrea y no a nuestro presidente del gobierno.

Con caras de no entender nada, el doctor Lee alias Amy Winehouse, dijo:

-         Está bien. Ahora le haré unas preguntas que quiero que me conteste con un sí o un no. No se extienda en las respuestas. Sólo un sí, o un no. ¿Ha entendido?
-         De acuerdo doctor, pero si mi respuesta no es la correcta, ¿le importaría darme una segunda oportunidad?
-         Dígame: ¿tiene dificultad al respirar, malestar general, tos, dolores de garganta o musculares?
-         Mmmmmm…no – dije dubitativo

El doctor Lee hizo un gesto de aprobación.

-         Bien. Puede incorporarse y vestirse – dijo.

Tras las palabras del doctor, mi alegría fue tal, que por un instante me sentí culpable de todos mis sombríos pensamientos. Al punto que, agradecido,  consideré pedir disculpas al doctor y a la enfermera y a todo el pueblo chino por mis funestas sospechas, a la vista infundadas. No lo hice. Por el contrario, salté feliz de la camilla dando un pequeño salto mortal hacia atrás como un experimentado gimnasta de barras paralelas.

 Pero, desgraciadamente, justo en aquel instante empezaba mi calvario. Sí, agazapado detrás de un electrocardiógrafo,  me acechaba  un tigre hambriento dispuesto a saltar sobre mi; sí, ese tigre,  el típico tigre que a todos nos acecha detrás de un electrocardiógrafo.

No bien había acabado de ponerme los pantalones, cuando el doctor Lee, dijo, con voz amable:

-         Señor García, ¿le importaría hacernos un último y pequeño favor?
-         Usted dirá – dije sin acabar de abrocharme los pantalones
-         Ayer nos trajeron este electrocardiógrafo – dijo el doctor Lee señalándolo el aparato  – Como ve es nuevo. Y es el primer electrocardiógrafo de alta tecnología fabricado en China. ¿Le importaría que le hiciéramos un electrocardiograma para estrenarlo? Será sólo un momento.  Y nos haría una gran ilusión, ¿verdad, enfermera Xiaoyan?
-         Sí, una gran ilusión, doctor Lee – dijo la enfermera Xiaoyan, cuyo rostro de hastío dejaba en mantillas a Madame Bovary

Iba a negarme pretextando de nuevo que debía hacer un transbordo a Qingdao, pero observé que el doctor miraba alertando  a los agentes apostados en la puerta. Por lo que, muy a mi pesar, acepté. Al fin y al cabo, pensé, jamás había  padecido del corazón. Craso error.

-         De acuerdo, doctor. Pero dense prisa, por favor. No me gustaría llegar tarde a mi vuelo – dije subiéndome de nuevo a la camilla.

Presto, el doctor Lee empezó a quitar el plástico que envolvía el monitor, mientras la enfermera me llenaba el torso de electrodos. Luego quedaron ambos embebecidos mirando la pantalla. Cerré los ojos y traté tranquilizarme.

De pronto oí un ruido, como si alguien hubiera dado un fuerte manotazo al monitor

-         ¡Ya! ¡Ya! – exclamó el doctor.

De lo que pude deducir que el monitor no se había puesto en marcha a la primera.

No pasaron diez segundos cuando ambos se miraron con el entrecejo fruncido.   

-         ¿Todo va bien, doctor? – dije viendo sus preocupados rostros.
-         Sí…, todo va bien – dijo el doctor sin el menor convencimiento

Y aproximándose al monitor trató de ajustarlo. Luego, ambos volvieron a observar el monitor atentamente, en silencio, y el doctor hizo un gesto de incredulidad con el rostro.

-         ¿Ocurre algo que yo deba saber, doctor? – dije
-         Señor García – dijo con voz compungida – siento comunicarle que …está usted… muerto
-         Qué, doctor, estoy qué – dije receloso de no haber oído bien
-         Muerto.
-         ¿Qué? – exclamé 
-         Muerto. Que está usted muerto
-         ¿Muerto?
-         Así es. Créame que lo siento. Le acompaño en el sentimiento. 
-         Pero,  doctor, no puedo estar muerto
-         Y tan muerto. Compruébelo usted mismo

La enfermera desplazó el soporte del monitor para que pudiera verlo. La pantalla estaba atravesada por dos líneas paralelas, luminosas, rectas e inmóviles.

-         ¿Lo ve?, no tiene constantes vitales 
-         Pues las tendré de otro tipo - dije 
-         Como comprenderá aquí sólo aceptamos las vitales.

Guardé un breve como inútil silencio esperando que los doctores cayeran en la cuente de su incoherencia

-         Doctor, - dije al fin – la prueba de que no estoy muerto es que está usted hablando conmigo  

El doctor pareció reflexionar un instante.

-          Eso no prueba nada – dijo –  Hablar, lo que se dice hablar, también podría hacerlo con la momia de Mao.
-         Pero yo le contesto, doctor   
-         Eso lo único que significa es que es usted más listo que la momia de Mao.
-         Ya, pero además muevo los brazos y las piernas. Ve, doctor. ¿Lo ve? –  dije alzando y agitando las  cuatro extremidades.
-         Eso… es por el síndrome llamado rabo de lagartija.
-         ¿Rabo de qué?
-         De lagartija ¿Nunca ha cortado el rabo a una lagartija y ha observar que se mueve?
-         Lógicamente. Le dolerá.
-         No me refiero a la lagartija
-         ¿A quién se refiere entonces?
-         Al rabo.
-         ¿Qué le ocurre al rabo?
-         Que sigue moviéndose después de cortado.
-         Porque echará de menos a la lagartija.
-         Está bien, olvidémonos de la lagartija. Veo que es usted un hombre de ciudad y no tiene la menor noción de síndromes.
-         Eso es, doctor, olvidémoslo todo. – dije empezando a desprenderme de los electrodos
-         No puede irse. Recuerde que no tiene pulso
-         No importa.
-         Sí importa. Si se va, no llegará muy lejos. Recuerde que está usted muerto y que el efecto rabo de lagartija se le puede pasar en cualquier momento.
-         De acuerdo, estoy muerto, doctor – dije incorporándome en la camilla  –  Pero, si no le importa, me gustaría llevarme mi cadáver a otra parte.
-         Vuelva a echarse. Se lo digo por su propio bien. ¡Agentes! – gritó. Los dos agentes de la puerta se encaminaron hacia nosotros. Volví a echarme en la camilla y el doctor hizo un ademán con la mano para se retiraran.
-         Doctor – dije luego tratando de razonar con el doctor
-         Dígame
-         No cree, que cabe la posibilidad de que su electrocardiógrafo no funcione correctamente, que es posible que tenga un fallo de fabricación, y que por tal causa no muestre mis constantes vitales?
-         Ah…, ya, claro – exclamó con desdén – La culpa es del electrocardiógrafo. Como es chino, ¿verdad? es de todo a 100, ¿no?  Si fuera americano o japonés…
-         De acuerdo, doctor. Sólo era una posibilidad. No he querido ofenderle
-          Dígame: ¿está usted casado?
-         Sí. ¿Por qué quiere saberlo?
-         Debemos informar a sus familiares de su fallecimiento
-         ¿Y qué es lo que quiere, que llame a mi esposa y le diga: cariño, estoy de cuerpo presente, pero he tenido un vuelo estupendo.
-         No se preocupe. Yo le ahorraré ese mal trago.

De pronto caí en la cuenta de que aquella llamada podría salvarme  demostrando que estaba vivo.

-         No, por favor – dije –  Permítame que sea yo quien comunique a mis familiares tan desagradables noticias. Es mi última voluntad pos mortem
-         No, déjeme a mi. Sé las palabras exactas que hay que decir en casos como este. Lo he hecho miles de veces.
-         ¿Miles de veces? De acuerdo, doctor – me avine a su voluntad ante la posibilidad de que, por mi empecinamiento al final no se hiciera la llamada – Se lo agradezco de corazón, pero… - seguí diciendo ahora con voz suplicante  – le ruego que después de hablar con mis familiares, me permita como última voluntad despedirme de ellos de viva voz antes de que se me pase el efecto del rabo
-         Claro, cómo no. – dijo el doctor sacando de debajo de la mesita de cinc un viejo teléfono de bakelita,  y colocándolo sobre la camilla, a la altura de mi hombro, añadió  –: Siempre tenemos un teléfono a mano.  Queremos que los familiares sean los primeros en saber la desgracia.
-         Ya

El doctor levantó el auricular.

-         Dígame el número

Lentamente le dicté el número de mi casa rogando para mis adentros que alguien cogiera la llamada. 

-         ¿Está la señora de García? – dijo el doctor para mi alivio: alguien había contestado. – ¿Qué quiere decir con, “de García…, lo que se dice de García…”? – añadió  repitiendo lo que le decían al otro lado del hilo para que yo siguiera la conversación – ¿Pero está?...  ¿Y sabe si tardará? ¿Que llame más tarde, que hace ocho años que se fue su mujer y  es posible que ya no tarde…? – repitió el doctor dirigiéndome una mirada punzante. –  Ya… ¿Y usted quién es?... Señora Tata, necesitaría hablar con algún familiar cercano al señor García. ¿Usted lo es?... ¿No? ¿Está ahí su madre…? Sí, es lo suficientemente cercano. ¿Puede decirla que se ponga, por favor? Sí, estoy seguro que quiero hablar con ella. Seguro. – el doctor calló mientras esperaba. –  ¿Es usted la madre del señor García?... – dijo luego –  La llamo por un asunto de su hijo… No, no es para que usted se haga cargo de nada. No… Sí, ya sé que es mayor de edad… Comprendo… Soy el doctor Lee. ¿Lee, qué? No, Lee a secas. No, no conozco a don Rafael, pero su hijo me ha hablado de él.  La llamo desde Shanghai para… ¿Junto a Puigcerdá? No. En China… Sí, en China, China. La llamo para darle una mala noticia… Noooo, no ha habido ningún tifón. Ni inundaciones. No, no la llamo para que  haga usted ninguna donación para los damnificados. Como comprenderá, esas cuestiones no las comunicamos al mundo  por teléfono… Gracias de todos modos. Sí... ¡No! Ya le he dicho que es sobre su hijo – dijo el doctor  subiendo el tono de voz cansado de las interrupciones de mi madre –  Yo… Ya sé que nunca hace caso a los médicos…  – el  doctor me miraba ahora resoplando –  Si me permite.. – nueva interrupción –  Necesito que me escuche… Señora… Señora… ¿Quiere escucharme? ¡Mire que se lo espeto a las bravas…! ¿Qué…? Pues nada, ahí va, que  su  hijo ha muerto, caput, dead  ¿Me ha oído? Muerto. Sí, lo que se dice muerto...  ¿Raro? – dijo el doctor extrañado  –  No, ya le he dicho que no ha habido ningún tifón… Pero señora, la gente puede morir de múltiples causas en China. Sí, aunque se trate de su hijo. No.  Lo sabremos en cuanto le hagamos la autopsia.  Seguro – en ese momento alargué el brazo para que el doctor me pasara el auricular. Asintió –  Si lo desea puede hablar con él, lo tengo aquí a mi lado. El cree que está vivo, pero no tiene constantes vitales... Ni una.  Es muy inteligente. También puede moverse por el  síndrome de rabo de lagartija. Sí señora, el típico síndrome del rabo de lagartija. Hasta que se le pase, claro.

El doctor me pasó el auricular haciendo un mohín de cansancio.

-         Hola mamá… – dije
-         Siento que hayas muerto, hijo.
-         No estoy muerto, mamá
-         ¿Y cómo ha sido? Bueno, qué importa ya…
-         Mamá…
-         Con lo joven que eras… ¡Ay Dios! Esta es la peor noticia que puede recibir una madre ¡Pero cómo eres capaz de hacerme una cosa así con lo delicada que estoy!
-         Pero mamá...
-         Espera, hijo, espera – dijo, y seguidamente, oí que gritaba: - ¡Tata! ¡Búscame el móvil!...  ¡Date prisa! – al cabo de unos instantes volví a oír que le decía a Erlinda, nuestra tata: – Anda hija, márcame tú, que yo no entiendo estos chismes. Ponme con don Rafael. – nuevo silencio –  ¿Don Rafael? ¡Ay, Don Rafael… qué tragedia… Mi hijo, que ha muerto… No lo sé. Me lo acaban de  comunicar por teléfono. Ahora mismo con el disgusto no me acuerdo, pero en un sitio muy lejos de Puigcerdá.  El doctor Lee. Sí, Lee. No lo saben. Y a mi es que me va a dar un rapto,  como si lo viera.  Y me he dicho, antes de que me dé el rapto,  llamo a don Rafael. Bien, de momento bien. Supongo que hasta que asimile del todo la noticia.  Así que,  yo creo que lo mejor va a ser  que venga usted… ¿Qué? Un Momento.  ¡Tata!... ¿Tenemos sales? Sí, tenemos. Ahora le dejo, don Rafael, que tengo al teléfono a mi pobre hijo muerto y quiero seguir hablando con él antes de que le entre el rigor mortis. No tarde.  Hasta luego, don Rafael.   Pero hijo – siguió diciendo mi madre ya dirigiéndose  a mi – qué hacías tú tan lejos de Puigcerdá.
-         Pero mamá, ¿no ves que estoy hablando contigo? Estoy vivo.
-         Hijo, te ruego que por una vez hagas caso a los médicos.
-         Pe…
-         ¡Calla!, y déjame decirte antes de que las lágrimas me loimpidan, que siempre te he querido mucho y nunca te olvidaré. Que si alguna vez te he traumatizado ha sido para hacerte un hombre de bien.  Y sólo deseo que el síndrome del rabo de lagartija te dure lo suficiente para  que puedas ver el funeral tan sentido que te vamos a hacer todos tus familiares y amigos. Y ahora hijo, antes de que venga don Rafael, pásame un momento con el doctor Lee, que quiero saber si ellos tienen repartidor de cadáveres o tenemos que mandar nosotros una furgoneta a Shanghai.
-         Estoy vivo, mamá.
-         Anda, pásame al doctor – dijo mi madre sin hacer el menor caso.
-         Por favor, escúchame.
-         ¡A que me da el rapto! – gritó
-         Está bien.
-         Ah, oye, hijo, se me olvidaba preguntarte: ¿Ves alguna luz?
-         Sí, mamá, veo una luz al fondo – dije. Callé unos instantes y  añadí  para fortalecer su fe religiosa: –También veo la majestuosa silueta de un hombre...
-         ¡Ay, ojalá sea tu padre! – me interrumpió – Si es él, le dices que sigo muy arrepentida.  
-         Tiene la cabeza bordeada por un halo resplandeciente
-         ¿Por un qué?
-          Un halo
-         ¿Un halo? ¿En la cabeza? ¿Nada más? No, entonces no es tu padre. Pásame con el doctor.

Desolado alargué el auricular al doctor.

-         Quiere hablar con usted 

El doctor dio un paso hacia atrás meneando frenéticamente la cabeza.  Iba a disculpar al doctor ante mi madre cuando la enfermera, dijo:

-         ¿No le vas a coger el teléfono a una pobre madre que acaba de perder  a su hijo? Qué clase de médico eres.

El doctor tomó el teléfono de mala gana.

-         ¿Diga?... No. Nosotros nos encargamos de todo. Llamaremos al consulado y repatriaremos a su hijo… ¿En furgoneta? No, en avión… ¿Qué envolvamos el féretro con plástico  para evitar que metan algo malo dentro?  No se preocupe señora. Adiós, adiós.

El doctor Lee colgó el auricular y guardó el teléfono.

-         Su madre parece más comprensiva que usted y de una gran entereza – dijo.

En ese instante,  el doctor Lee, gemelo del doctor Lee Amy Winehouse volvió a entrar en la sala. Se acercó a nosotros.

-         ¿Qué tal? – preguntó – ¿Cómo es que este hombre aún sigue sobre la camilla?
-         Todas las apruebas han dado negativo.
-         ¿Entonces por qué pierde el tiempo con él? Tenemos la sala de espera repleta de gente por examinar. Ha llegado un vuelo de una zona de alto riesgo: Las Vegas
-         ¡Dios mío! Pero antes quisiera que viera algo – dijo el doctor Lee Amy Winehouse comenzando a adherir de nuevo sobre mi pecho los electrodos que yo mismo me había desprendido hacía un rato. Acabado, dijo  – : Ahora mire la pantalla

Al cabo de unos segundos de silencio, expectantes, el doctor Lee, exclamó:

-         ¡Este hombre está muerto!

Al oírle cerré los ojos y aspiré profundo, desfallecido

-         Pues él dice que no.
-         No estoy muerto – corroboré con desgana. 
-         ¿Lo ve?
-         Son las casi las seis de la tarde. – oí que decía la enfermera.  –  Deberíais ir a cenar. Si es cierto que la sala de espera está llena de posibles infectados de Las Vegas, tenemos que darnos prisa o esta noche nos darán las tantas.
-         ¿Y por qué cree usted, doctor, que este hombre, estando muerto,  se mueve y habla? – preguntó el doctor Lee haciendo caso omiso a las palabras de la enfermera.
-         El movimiento creo que se debe a una susceptibilidad nerviosa. Síndrome rabo de lagartija.
-         ¿El típico síndrome rabo de lagartija?
-         Así es, doctor. En cuanto al habla parece un caso único.

Un caso único…, repitió para sí el doctor Lee paseando su mirada sobre  mi, reconcentrado en sabe Dios qué pensamientos

-         ¿Qué piensa, doctor Lee?

Con voz grave, dijo:

-         Creo que a este hombre deberíamos hacerle un estudio… detallado, metódico y científico.  
-         Sí, yo también lo creo
-         Pero eso nos llevaría tiempo
-         Sí, mucho tiempo –  volvió a repetir el doctor Lee Amy como un loro vacuo
-         Y aquí sería imposible.
-         Imposible…
-          Necesitamos tranquilidad
-         Tranquilidad, mucha tranquilidad
-          Y discreción.
-         Sí, discreción, sobre todo discreción.
-         Esta investigación podría conducirnos a Estocolmo, doctor Lee

Éste quedó pensativo. Dijo:

-         Doctor,  ¿y no podría conducirnos a Lirchtenstein? Me pirro por aprender a bailar el Sirtaki
-         Me refiero al premio Nobel.
-         ¿El Nobel? Ah, sí, claro, el Nobel, Estocolmo. Adiós Sirtakí
-         Pero para eso deberíamos trasladarle a un lugar más apropiado y seguro. Tengo un amigo que trabaja en una clínica a las afueras de la ciudad…
-         Doctores, disculpen que insista. – volvió a interrumpir la enfermera   – Se está haciendo tarde. Váyanse a cenar
-         Sí. Vayamos – dijo el doctor Lee  – Mientras comemos pergeñaremos un plan.
-         Sí doctor, vayamos a cenar y a pergeñar
-         Déjenme marchar, por favor – dije sin ánimo. – Estoy vivo
-         ¿Ah, sí, don sabidillo?  –  dijo el doctor Lee Amy Winehouse
-         ¡Demuéstrelo! – exclamó desafiante su colega

Me sentía exhausto. Y tal vez fuera por estar falto de fuerzas, o tal vez porque intuía  que todo cuanto pudiera decir sería rebatido con cualquier estúpido síndrome por aquellos doctores, no contesté. El doctor Lee miró entonces a su gemelo y asintió con la cabeza, como si mi silencio confirmara sus convicciones. El mismo doctor Lee, antes de dirigirse a la puerta de salida, dijo:

-         Enfermera, prepare a este hombre, que se vista, y déle un calmante. Cuando volvamos de cenar lo trasladaremos.

Oí cómo los doctores se despedían de la enfermera y decían algo a los policías apostados en la puerta. Luego hubo un silencio roto por una  voz altisonante procedente del pasillo.

 Respiré hondo tratando de no perder la conciencia. En realidad llevaba tres días casi sin dormir, pues a duras penas logro pegar  ojo dos días antes de iniciar un largo viaje.

Sentí un escalofrío y la quemazón de los parches en el pecho. Luego fijé los ojos en las sombras que las lámparas dibujaban en el techo, y mis pensamientos quedaron suspendidos en una ingravidez onírica y sombría

-         Tenga, tómese esto – oí que decía la enfermera a mi lado sujetando un vaso de agua en una mano y una pequeña pastilla en la otra.
-         ¿Me va a drogar?
-         Le tranquilizará. Tómesela. Se encontrará mejor

Me presté a tomarla. En el peor de los casos aquella pastilla lo único podría hacer era disminuir mi voluntad. Y en aquella   situación, mi voluntad, era, sencillamente inútil.

-         ¿Puedo quitarme los electrodos? – pregunté.

La enfermera asintió con la cabeza. Me deshice pues de los mismos, me incorporé levemente y me tomé la pastilla.

-         Vuelva a echarse mientra le hace efecto – dijo cuando la devolvía el vaso de agua. Lo dejó sobre la mesita de cinc, cogió una silla con reposabrazos y se sentó a mi lado.    Tenía el rostro serio, y sus ojos, entre las cejas y sus pronunciados pómulos eran dos suaves trazos. – Le he oído decir que iba a Qingdao – dijo después

No respondí.

-         ¿No tiene ganas de hablar?
-         Estoy cansado, hambriento y muerto de miedo. ¿Sabe dónde me llevaran esos hombres?
-         No
-         ¿Usted también cree que estoy muerto?
-         No ha demostrado que estaba vivo.

Seguí en silencio mirando las sombras del techo

-         Hable, se sentirá mejor
-         Déjeme marchar
-         No puedo. Yo sólo soy  una simple enfermera. ¿Es la primera vez que viene a China?  
-         No
-         ¿Negocios?
-         Sí.
-         ¿Qué tipo de negocios?
-         Enfermera, ya que no puede hacer nada para salvarme de este dislate, me gustaría permanecer en silencio, si no la importa.
-         Como quiera.

Noté que la pastilla empezaba a hacerme efecto. Poco a poco fue invadiéndome un suave bienestar. Al momento, dije:

-         Hace veinte años que vengo a China.
-         Veinte años…, entonces nos conocerá bien. ¿Viene sólo de negocios?
-         No. A veces me tomo un par de días de vacaciones.
-         ¿Le gusta China?
-         Sí, es un país muy hermoso.
-         Sí, lo es. ¿Siempre viene a los mismos sitios?
-         Al principio sólo visitaba Hong Kong. Cuando todas las fábricas tenían allí las oficinas. Pero a partir de que Hong Kong pasara a manos del gobierno chino, la cosa se complicó. Las fábricas traspasaron las showroom a la provincia de Cantón. 
-         En general no les caemos muy simpáticos a los occidentales. ¿Y a usted, le caemos bien los chinos?

Miré a la enfermera. Había cruzado los pies y sus ojos eran ahora dos almendras que me miraban atentamente. Noté cierta doblez en su pregunta y me sorprendí sonriéndola de una forma  bobalicona, como si acabara de tomarme un porro de marihuana.

-         Esa pregunta debió hacérmela antes de darme la pastilla. Debido a mi… ¿comprometida…? situación, la hubiera contestado que sí. Que son ustedes maravillosos y un dechado de virtudes, y que todos los occidentales somos unos capitalistas explotadores. Pero la pastilla me ha desinhibido, y la verdad es que son ustedes muy… muy  crípticos, sí, la mar de crípticos, y muy cerrados, y a veces obtusos, pero sobre todo crípticos.
-         Siga.
-         Demasiado introvertidos y huraños para un carácter latino  como el mío. Sí, acabé detestando a China y a los chinos. El clima es húmedo y sofocante. Y la comida…  toda me sabía igual. Siempre condimentada con las mismas especias, no importaba que fuera carne, pescado, sopa, verdura o pizza. Pero sobre todo, lo que más me saca de quicio en su nula capacidad de improvisación – callé un momento y añadí –  Creo que si sigo hablando así, no me salvará ni la séptima flota americana de los doctores Lee Menguele    
-         No se cohíba. Diga lo que diga no podré interceder por usted – dijo la enfermera. Y continuó – : ¿Y en veinte años no ha cambiado de opinión?
-         Sí, y no. O ni sí ni no. Nosi. Como quiera. No me haga mucho caso. No estoy muy seguro de lo que digo.

Durante un rato, no sabría decir si corto o largo, seguimos hablando de China y de España, aunque la enfermera se limitó casi siempre a repreguntarme cuando perdía el hilo de la conversación, que era a menudo, ya que en no pocas veces mi mente se quedaba en blanco por efecto del tranquiporro.
 
-         Le he oído decir que iba a Qingdao – dijo
-         Sí.
-         ¿Le gusta Qingdao?
-         Es diferente. La temperatura no es tan soporífera. Tiene amplias calles, grandes céspedes herbosos y un tráfico limitado. A parte de espléndidas playas. El cielo es azul y no sempiternamente gris como en Cantón. Incluso su arquitectura cambia al haber sido colonia alemana. Tiene grades y estupendas zonas residenciales. Y el chino es más amable y cercano, más comunicativo. Si tuviera que venirme a vivir a China, sin duda alguna elegiría Qingdao.
-         ¿Alguna vez ha valorado esa posibilidad? – dijo la enfermera como sorprendida.
-         Pues sí, sí lo he valorado. China ofrece muchas posibilidades. 
-         Supongo que ha visitado la zona turística de Laoshan.
-         Claro cómo no. ¿Usted la ha visitado?
-         Curiosamente…, no. Pero algún día lo haré.

Guardé unos momentos de silencio rememorando mi visita a Laoshan.

-         ¿Por qué sonríe?
-         Por nada. Recordaba una anécdota que me ocurrió cuando iba a visitar Laoshan.
-         ¿Qué anécdota?
-         No tiene importancia.
-         Cuéntemela, es tiempo que gana.
-         Había oído hablar de Laoshan. Así que, me tomé un día para hacer turismo. Me subí en el autobús que me indicaron en el hotel, y allí me dirigía, cuando, sin saber por qué, al pasar por un pueblecito, me bajé. Se llamaba Liuqinghe…
-         ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
-         Liuqinghe. Si mal no recuerdo. Está justo entre Qingdao y Laoshan. No creo que el nombre le suene, en realidad es una aldea. No tenía nada especial. Lo único que me llamó la atención fue que la mayoría de sus habitantes eran ancianos. Supuse que porque sus jóvenes se marchaban a trabajar a las grandes ciudades El caso es que al cabo de una hora volví a la parada del autobús para continuar mi viaje hacia Laoshan. Era invierno, y ese día hacía inusualmente frío. Mientras esperaba me fijé en una anciana que se acercaba a mi por la acera. Caminaba muy lentamente y encorvada, apoyándose en un bastón sin levantar ni un instante la mirada del suelo. Tenía las piernas arqueadas y vestía con unos pantalones holgados y una fina camisa de seda azul celeste. Pero extrañamente no parecía tener frío, o al menos eso me pareció. Al llegar a mi se detuvo sin mirarme, se giró, más por presentirme que porque me viera, pues en ningún momento la vi alzar la cabeza, me miró, y sonrió dejando ver dos largos y solitarios dientes en sus despobladas encías. Era muy delgada y tenía el pelo completamente blanco recogido en un sencillo moño. Tenía el rostro reseco, ancha frente y los ojos nebulosos que parecían abrirse milagrosamente entre las arrugas. Se quedó mirándome fijamente sin decir nada. Sonriendo. Supuse que  por el exotismo de ser yo occidental.  Yo tenía los brazos cruzados con las manos metidas bajo las axilas por el frío. La vieja apoyó entonces el bastón sobre la pared sin dejar de sonreír y me tendió las manos. Pensé que se trataba de una vieja chiflada. Y de pronto, sin decir nada, me cogió de los codos y tiró de mi. Separé los brazos, cogió mis manos, las metió entre las suyas y me las calentó sin dejar de mirarme con sus ojillos plateados. Al cabo, me soltó las manos, volvió a coger su bastón y me acarició el rostro suavemente con su mano libre. Luego siguió su camino en silencio.
-         No es una gran anécdota.
-         No, no lo es. No obstante, creo que reconocería a esa vieja si la volviera a ver, aunque tampoco estoy muy seguro: en China hay millones de ancianas patizambas.  Pero nunca olvidaré la extraordinaria calidez que desprendían sus manos y la bondad de su mirada.
-         Muy tierno… – empezó a decir la enfermera, y calló. Justo en ese momento aparecieron de nuevo los doctores Lee, pero la enfermera no pareció inmutarse lo más mínimo, siguió sentada y volvió tranquilamente a cruzar las piernas.
-         ¿Estabais hablando? –  dijo el doctor Lee con voz seria.
-         Sí – dijo la enfermera sin arredrarse
-         ¿Y de qué hablabais?
-         Estaba muy nervioso y he tratado de sosegarlo.
-         ¿Cómo es que aún sigue  tumbado? – volvió a reprocharla  el doctor Lee  – La dije que le ordenara que se vistiera. ¿Le ha dado el calmante?

La enfermera permaneció inmóvil en su asiento. Parecía pensativa. Con voz tranquila, dijo:

-         Sí, se lo he dado. Pensaba que tardarían más. Han cenado muy rápido
-         Me ha desobedecido, enfermera. Haga que se vista ahora mismo. Lo trasladamos

La enfermera se incorporó lentamente de la silla. No parecía exaltada o preocupada por las adustas palabras del  doctor.

-         Doctor, – dijo la enfermera – no creo que sea una buena idea que trasladen a este hombre a una clínica.
-         Lo que usted crea carece de importancia – dijo el doctor Lee.
-         Se acercan las olimpiadas. – dijo la enfermera –  Y ya sabéis el gran esfuerzo que está haciendo nuestro gobierno para cambiar la opinión que se tiene de nuestro país en el extranjero. Si este hombre al final resulta que está vivo y trasciende…, se creará un escándalo que no creo que nuestros dirigentes pasen por alto. Y también sabéis cómo se las gastan nuestros camaradas del  gobierno cuando se trata de…ejemplarizar. Corren un gran riesgo. Si todo se complica seguramente habrá una investigación
-         No tienen por qué enterarse – dijo el doctor – Lo tenemos todo bien planeado. Le inscribiremos en el vuelo de debía tomar y a partir de ahí, será como si hubiera desaparecido en Qingdao. Usted manténgase al margen.
-         ¿Y si, dado el caso me preguntan?
-         Usted no sabe nada
-         Pero la cuestión es que sí sé, doctor.
-         ¡Pues mienta! –  gritó del doctor Lee. Grito que luego quiso atenuar – Al fin y al cabo la investigación que haremos con este hombre es para bien de la medicina. Le aseguro que no le pasará nada.

Dicho esto, la enfermera giró la cabeza a uno y otro lado. Luego dijo:
  
-         El caso es, doctor…
-         ¿Qué, enfermera?
-         Que a mi no me gusta mentir.

Los doctores Lee se miraron uno a otro ante aquel inesperado contratiempo.

-         Enfermera …
-         Doctores. – atajó ésta – Por el bien de todos, lo mejor es que dejen marchar a este hombre, y lo olvidemos. Sí, creo que es lo mejor que podemos hacer.
-         Pero, ¿por qué?

La enfermera no contestó. Dijo, dirigiéndose ahora a mi:

-         Levántese, vístase y márchese.

Cuan rápidamente pude salté de la camilla y me vestí.

-         Este hombre puede caer muerto en cualquier momento, enfermera. Es una imprudencia dejarle marchar en su estado. Si así ocurre, no me responsabilizo.
-         Ni yo – dijo el doctor Lee Amy Winehouse.
-         De acuerdo. Háganle un certificado de defunción.

Ya vestido, y mientras el doctor Lee expedía mi certificado, me acerqué a la enfermera.

-         Gracias – dije
-         ¿Podría hacerme un favor? – dijo la enfermera
-         Si está en mi mano…
-         Mi hermano trabaja en el aeropuerto de Qingdao. En información. Hace tiempo que no le veo. ¿Podría entregarle un pequeño paquete? Iba a enviárselo mañana por correo…
-         Claro, cómo no - dije

La enfermera fue a por el paquete y me lo entregó

-         Se llama Wong, James Wong. Se occidentalizó el nombre.
-         James Wong… –  memoricé
-         No, no. Cuando se dirija a él, diga,  Wong, James Wong, y tendrá un amigo para siempre. Le gusta que le llamen así. Es un gran admirador de 007.
-         Lo tendré en cuenta. ¿Es usted de Qingdao?
-         No, soy de Liuqinghe.
-         No me diga que es la nieta de la anciana que…
-         No. Pero allí nos conocemos todos.

Y así es como salí de allí,  muerto y coleando y con mi certificado que así lo demuestra.













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