EL RABO DE SCHRÖDINGER
Hoy
va a permitirme, querido lector, el atrevimiento de empezar mi relato con una
serie de preguntas trascendentes, con enjundia y conspicuas, muy conspicuas.
Helas
aquí:
¿Quién
de nosotros no ha sentido alguna vez lo que el gran escritor checo titulara: La
insoportable levedad del ser?
¿Quién
no ha dudado en alguna ocasión de su propia existencia, o se ha creído un ente
errante, fantasmal, un simple y fugaz pensamiento perdido en la nada?
¿O
quién de nosotros en algún momento, no ha pensado que está en una superpoción
de estados? Es decir, vivo y muerto al mismo tiempo, como el gato de
Schrödinger
¿Quién
no?
¿Todos?
¡Pues
no!
Yo,
no.
Tal
vez sea ello por mi profunda ignorancia de la filosofía existencialista o la
física cuántica (por mencionar sólo dos disciplinas que ignoro casi absolutamente)
Es
decir, tal vez sea por ser yo un ignorante e insensible bruto que se aferra a
la realidad más inmediata por lo que nunca sufro de las tan conocidas náuseas
existenciales.
Sí, tal vez sea por eso: por mi ignorancia. No digo que no.
Aunque
también podría ser, y esto no lo digo como disculpa, que no acostumbro a reflexionar sobre la levedad, el ser y la
nada, porque, sencillamente… estoy muerto.
Y
créanme, el estar muerto, influye en la opinión que uno pueda tener sobre la
vida.
Lógica
e inmediatamente, usted, lector, se
preguntará: En tal caso, ¿cómo es posible que si dices (te permito tutearme)
estar muerto, puedes estar escribiendo esto al mismo tiempo?
Interesante
pregunta que no contestaré por no caer en fragante contradicción: ¿O acaso no
habíamos quedado en que soy un ignorante bruto?
De
cualquier modo, lo único que puedo
asegurar es que estoy real y científicamente difunto. Y puedo demostrarlo, si así
lo deseara, el certificado de defunción
que lo corrobora.
Pero aún así, como intuyo cierta incredulidad,
me ofrezco gustosamente a explicar, cómo, dónde y quién, me certificó como tal,
es decir, muerto.
La
cosa, más o menos y a grandes rasgos, sucedió así:
Corría
el año 2007. Justo un año antes de las olimpiadas de Beijing. Yo por aquel
entonces tenía una pequeña empresa de importación de objetos de regalo, y cada
año viajaba a China un par de veces para
hacer los pedidos.
En
el 2007 aún coleaba la famosa fiebre aviar. ¿Se acuerdan de ella? Y cuando uno
viajaba a China, (y aún hoy) en los aeropuertos, una especie de cámara o
dispositivo detectaba la temperatura corporal de los viajeros cuando esperaban
para pasar el control de pasaporte.
Hacía yo pues mi cola pacientemente juntos a otro centenar de personas, cansado,
maloliente y rendido de sueño después de dieciocho horas de viaje, cuando, al
llegar mi turno para poder mostrar mi salvoconducto, una luz roja intermitente,
similar a la de los vehículos de la policía comenzó a destellar, y una sirena
que a todos nos recordó a la que se puede oír en las películas de submarinos
cuando un torpedo enemigo abre una vía
de agua, empezó a sonar como si el hundimiento del aeropuerto fuera inminente.
Sorprendidos por el apremiante ruido de la
sirena, los viajeros nos miramos unos a otros asustados buscando de reojo la
escotilla más cercana. De tal modo, que incluso oí que algún viajero gritó
despavorido: ¡Inmersión! ¡Inmersión!
Mi
sorpresa fue cuando súbitamente me encontré rodeado por cuatro agente de
policías vestidos con impecables uniformes negros, que parecían hechos a medida…,
de Pau Gasol, y con mascarillas que les
cubrían la cara casi al completo.
Sin
mediar palabra, uno de ellos me tomó del antebrazo y tiró de mi.
-
¿Qué quieren? ¿Adónde
me llevan? – pregunté con el alma en vilo
Sin más explicación, los
agentes me condujeron a un ascensor, bajamos tres plantas, luego subimos en una
escalera mecánica, bajamos por otra similar, tomamos un nuevo ascensor que en
verdad no supe si subía o bajaba, y al salir, entramos en una largo y solitario corredor con
puertas laterales.
Íbamos a entrar por una de
ellas, cuando dos hombres, orientales, salían con otro individuo occidental en
medio de ellos y que casi arrastraban
El occidental tenía los pelos
de punta, como electrocutados, y un fino hilo de baba le caía por una de las
comisuras de los labios, y que, con acento americano, repetía una y otra vez: Oh
my God, oh my God…
Lógicamente le miré con cierta aprensión
(léase espanto) Luego entramos en la sala y dos agentes me dejaron allí de pie mientras
ellos se apostaban a ambos lados de la puerta.
Dentro había una enfermera de
espaldas introduciendo algo en una pequeña caja de cartón, y que al oírme
entrar volvió la cabeza y me invitó a que me sentara sobre una camilla.
Obedecí, qué remedio.
La sala en su conjunto, a juzgar por el mobiliario e instrumental, era una mezcla de consultorio médico,
quirófano, sala de partos, autopsias y taller mecánico. Es decir, que si en la
puerta de entrada hubiera leído un letrero que dijese: CHAMBER OF CHINESE
TORTURE, no hubiera sentido menor pánico.
Se hallaba toda ella alicatada de azulejos que
debieron ser blancos allá por la primera dinastía Ming, pero que ahora eran de
color sepia, y estaban en su mayoría agrietados, quise pensar que por el tiempo
y no por los alaridos de los posibles padecientes que, como yo, habían pasado
por allí.
En el centro, cuatro potentes
lámparas iluminaban la camilla donde me sentaba.
Podía ver al fondo un aparato
de rayos X, una mesa de reconocimiento y un trípode ginecológico. En el otro
lado, y en penumbra, observé con lógica aprensión que relucía una mesa de aluminio del bueno, brillante,
moderna, de disección, igualita a las que he visto tantas veces en las series de CRIME SCENE
INVESTIGATION. Que por haber, había allí hasta sopletes.
En la cabecera de la camilla había
un monitor, curiosamente revestido de transparente plástico que parecía sin
estrenar, dos bombonas de oxigeno y un panel de radiografías. Amen de la mesita que se hallaba a mi lado
con toda clase de instrumental quirúrgico.
Francamente, aquella sala me
producía una perturbadora inquietud, (léase terror, pavor, cerote o cagalera,
como se quiera)
Oscar Wilde dijo que lo
soportaba todo menos las tentaciones. Y yo digo que ¡Y un carajo “pati”, Oscar
Wilde!
Me confieso hipocondríaco,
miedoso y capón en extremo sumo cuando algo real o ficticio amenaza mi
integridad física, psíquica, espiritual, estética o cualquier otro tipo de
integridad si la hubiere.
Y todo en aquella sala
amenazaba cada una de mis integridades. Por lo que mi primer pensamiento fue
salir corriendo. Huir. Pero los dos policías de la puerta me miraban a través
de sus mascarillas como si fuera la serpiente del pecado original.
Además, ni siquiera sabía en
qué subsótano del aeropuerto me hallaba, ni a dónde podía ir en un país
extraño, hermético, donde el idioma es una barrera infranqueable, y donde se disuelve una manifestación con dos mil
seiscientos muerto, o te fusila enviando después la factura de la bala a tus
familiares. Así pues, desistí de cualquier idea de fuga, al menos de momento.
-
Oiga – acerté a
decir después de varios intentos sin que me salieran las palabras. – ¿por qué estoy aquí?
-
¿Ha oído hablar
de la gripe aviar? – dijo la enfermera acabando de precintar el pequeño paquete que preparaba, sin dignarse siquiera a mirarme,
-
Oh, sí, por
supuesto – dije. Y tratando de
congraciarme, añadí – : Y no sólo he oído hablar, sino que también he
colaborado activamente en su erradicación.
La enfermera se giró
bruscamente hacia mi.
-
¿Ha estado en
contacto con algún infectado? – preguntó alarmada
-
No, no… – dije
-
¿Entonces cuál ha
sido su colaboración en la extinción de la gripe aviar?
-
Embalsamé a mi
loro – dije
La enfermera pareció
relajarse con mi respuesta.
-
Pero no me ha
contestado a la pregunta del por qué estoy aquí – insistí
-
Sabrá que el
principal síntoma de la gripe es la fiebre. Y el sensor por infrarrojos instalado
en el control de pasaportes ha indicado que tiene usted fiebre.
-
¿Fiebre? ¿Yo?
¡Pero qué dice, mujer! Si yo soy un ave fría…
Justo en ese instante
entraron dos hombres con bata blanca, de cola, supuse que por estar hechas
también a medida de Pau Gasol.
Los dos hombres se acercaron
a mí.
Eran tan iguales que verlos
producía perplejidad. Tan idénticos que si no hubiera sido porque uno de ellos
llevaba el pelo cardado a lo Amy Winehouse, me hubiera resultado imposible
diferenciarlos. Que por iguales tenían hasta el mismo apellido.
-
Soy el doctor Lee
– dijo el del pelo cardado
-
Yo también. –
dijo el otro.
-
¡Y yo! – me oí
decir de pronto.
Debo aclarar que cuando intuyo
que mi vida está en peligro o presiento un posible dolor físico, por leve o subliminal
que sea, bordeo irremediablemente el colapso nervioso, cuyo síntoma principal,
es que sufro de ataques de verborrea
aguda, incontrolable y disparatada, y digo pues, lo primero que se me viene a
la cabeza, lo que no me ayuda en nada en ciertas situaciones.
-
¿Usted también se
llama Lee? – dijo el chino del cardado a lo Amy Winehouse
-
¡No! ¡No! ¡No!… -
exclamé imitando a la cantante de soul
El segundo doctor Lee sonrió.
-
¿Entonces por qué
ha dicho y yo?
-
¿He dicho eso…?
¿Sí? ¿Está seguro? García, me llamo García.
-
¿Nervioso?
-
No. ¿Y usted?
-
Está bien. Ahora
desnúdese, póngase esta bata y túmbese en la camilla – dijo el doctor Lee Amy Winehouse
acercándome una bata de color lavender.
-
Le agradezco la
gentileza, doctor, pero dentro de media hora tengo que tomar un vuelo para
Qingdao. Descansaré en el avión…
-
No es para que
descanse. Tenemos que hacerle unas pruebas.
-
¿Médicas?
-
Así es. Simple
rutina.
Guardé silencio ¿Se referiría
el doctor Lee con simple rutina a la superficial revisión que suele practicarse
en la seguridad social española, o por el contrario se referiría a la exhaustiva, a la que practicaba la
seguridad social alemana ( ) de
Josef Mengele?
Dada pues mi tendencia al
julepe, y mi innata inclinación a ponerme en el peor de los casos, traté de
excusarme.
-
Lo siento doctor.
Nada me gustaría más que someterme a sus pruebas, pero desgraciadamente mi
eminente medico de cabecera, don Rafael, –
¿Lo conocen? ¿No? Lástima – me ha
prohibido tajantemente, repito: ta-jan-te-men-te,
someterme a cualquier prueba médica. Deben saber doctor Lee, doctor Lee, que
sufro lo que en España se llama neurasténiaacollonante múltiple; síndrome, que hace
que, ante cualquier prueba médica, de involuntariamente falsos positivos. Y no
querrá usted… –seguí diciendo incontenible mientras observé que el doctor Lee
empezó a desenrollar una cincha que obviamente eran para maniatar a cualquiera (yo
en este caso) que se hallara sobre la camilla. – Claro que…, - dije al punto - confiando en que tendrán en cuenta lo que
acabo de decirles, me prestaré gustoso a todas sus pruebas.
Así pues, me incorporé
dócilmente de la camilla, me desnudé, me puse la bata que me ordenaron (bata que
por cierto no estaba cortada precisamente a la medida de Pau Gasol, sino a la
de Tyrion Lannister) y me tumbé en la camilla.
Luego, el doctor Lee
Winehouse se llevó la mano al bolsillo superior de su bata buscando algo.
Al no encontrarlo, siguió su
búsqueda removiendo los instrumentos que habían sobre la mesita de cinc que estaba
a su lado, y donde con estupor observé que había desde lavativas de goma hasta
jeringuillas para equinos y otras múltiples herramientas clínicas, que por no saber su nombre, baste decir que por
sus formas hubieran hecho las delicias del protagonista de la versión dura de
Cincuenta sombras de Grey.
En ese momento, el doctor
Lee, no el del club de fans de Amy Winehouse, sino el otro, se acercó a éste
último, y diciéndole algo al oído mientras mostraba su reloj de pulsera, salio
de mi particular CHAMBER OF CHINESE TORTURE.
Tampoco halló el doctor en la
mesita lo que al parecer buscaba, y dirigiéndose entonces a la enfermera la
solicitó algo, pues inmediatamente ésta se puso a rebuscar en cajones y
vitrinas. Acabada su búsqueda, dijo:
- Lo siento, doctor, pero
hasta mañana no tendremos termómetros, ni palitos miraamigdalas, ni linternitas
mirapupilas, ni bastoncillos de frotis. Tendrá que utilizar el antiguo método
No me tranquilizaron
precisamente las palabras de la enfermera. ¿A qué antiguo método se refería
teniendo en cuenta de que me hallaba en un país cuya cultura se remonta seis
mil años?
El doctor Lee Amy Winehouse,
se aproximó a la sazón a mi, e inclinándose, acercó tanto su rostro al mío, que
pude saber qué había almorzado por los restos que tenía entre los dientes.
A continuación, y ante mi
asombro y sorpresa, el doctor, posó sus labios sobre mi frente.
-
No, no parece que
tenga fiebre. – dijo luego incorporándose.
-
Asegúrense,
doctor Lee – dijo la enfermera con voz grave, – Recuerde que los juegos olímpicos son el año
que viene, y nuestras autoridades no creo que se tomaran muy a bien si
averiguaran que de este laboratorio ha salido alguien con gripe aviar.
El doctor Lee volvió pues a
posar sus labios sobre mi, con lo que pude comprobar que había almorzado sopa
de menudillos, ternera con salsa de verduras, arroz, patatas, y de postre uvas
pasa
-
Pues no, no
parece que tenga fiebre – dijo
-
Estupendo – dije eufórico
incorporándome en la camilla dispuesto a marcharme – No tengo fiebre. Por lo tanto no padezco la
gripe aviar. Ha sido un placer, doctor
-
¿Adónde cree que
va?
-
A Qingdao
-
Aún no hemos
terminado. Vuelva a tumbarse. No tiene nada que temer.
-
¿Temer…? Je, je…
¿Yo…? Sé que mi mano no podría estar en mejores vidas… y viceversa... Además,
la medicina china es milenaria, y quién va a suponer que no ha avanzado desde
entonces…
-
Le haré sólo unas
sencillas preguntas y podrá marcharse –
dijo doctor mientras me echaba de nuevo sobre la camilla – ¿Tiene diarrea?- preguntó.
Desconfiando de que no fueran
la típica pregunta trampa, dudé mis respuestas.
-
¿Diarrea? ¿Yo? No…,
o sí. No sé...
-
¿Cómo que no sabe?
-
Quiero decir…que… ¿Es bueno tener diarrea,
doctor?
-
No.
-
¿Está usted
seguro?
-
Completamente.
-
No es que yo
ponga en entredicho sus conocimientos… ¡Dios me libre! Pero... ¿está usted absolutamente seguro de que la
diarrea es mala, doctor?
-
Pues sí. Ya que…
-
¡Oh, doctor! –
exclamé como si Jackie Chan recitara un monólogo de Hamlet – : No sabe cuán agradezco sus palabras. Su
infinita sabiduría. Y si no fuera porque he sido educado para reprimir mis
emociones, ahora mismo rompería en un emocionado llanto. Debe saber, sabio
doctor chino, que en mi país, en España,
creen que la diarrea es curativa y purificadora. ¿Pueden creérselo? Y a tal
punto está arraigada esta creencia, que siempre me he considerado un marginado
social, un hombre marcado a fuego por el estreñimiento. Cuántas, cuántas veces,
oh doctor, no habré ido atormentado al
bueno de don Rafael diciéndole: Don
Rafael, don Rafael, que pasan los años y sigo sin tener descomposición
intestinal. Por qué, don Rafael, por qué. Dígame la verdad. Tranquilícese,
García – me animaba el santo de don Rafael -
Debe usted aprender a llevar su mal con entereza y resignación. Piense
que hay gente peor que usted, que ni siquiera a tenido un retortijón. Aún así, doctor,
las palabras de don Rafael nunca calmaron mi tormento. Y al salir de su
consulta, levantaba mis ojos hacia el cielo y exclamaba: Por qué a mi, oh, Dios
misericorde, me niegas el don de la diarrea y no a nuestro presidente del
gobierno.
Con caras de no entender
nada, el doctor Lee alias Amy Winehouse, dijo:
-
Está bien. Ahora
le haré unas preguntas que quiero que me conteste con un sí o un no. No se
extienda en las respuestas. Sólo un sí, o un no. ¿Ha entendido?
-
De acuerdo
doctor, pero si mi respuesta no es la correcta, ¿le importaría darme una
segunda oportunidad?
-
Dígame: ¿tiene
dificultad al respirar, malestar general, tos, dolores de garganta o musculares?
-
Mmmmmm…no – dije
dubitativo
El doctor Lee hizo un gesto
de aprobación.
-
Bien. Puede
incorporarse y vestirse – dijo.
Tras las palabras del doctor,
mi alegría fue tal, que por un instante me sentí culpable de todos mis sombríos
pensamientos. Al punto que, agradecido,
consideré pedir disculpas al doctor y a la enfermera y a todo el pueblo
chino por mis funestas sospechas, a la vista infundadas. No lo hice. Por el
contrario, salté feliz de la camilla dando un pequeño salto mortal hacia atrás
como un experimentado gimnasta de barras paralelas.
Pero, desgraciadamente, justo en aquel instante
empezaba mi calvario. Sí, agazapado detrás de un electrocardiógrafo, me acechaba un tigre hambriento dispuesto a saltar sobre
mi; sí, ese tigre, el típico tigre que a
todos nos acecha detrás de un electrocardiógrafo.
No bien había acabado de
ponerme los pantalones, cuando el doctor Lee, dijo, con voz amable:
-
Señor García, ¿le
importaría hacernos un último y pequeño favor?
-
Usted dirá – dije
sin acabar de abrocharme los pantalones
-
Ayer nos trajeron
este electrocardiógrafo – dijo el doctor Lee señalándolo el aparato – Como ve es nuevo. Y es el primer
electrocardiógrafo de alta tecnología fabricado en China. ¿Le importaría que le
hiciéramos un electrocardiograma para estrenarlo? Será sólo un momento. Y nos haría una gran ilusión, ¿verdad,
enfermera Xiaoyan?
-
Sí, una gran
ilusión, doctor Lee – dijo la enfermera Xiaoyan, cuyo rostro de hastío dejaba
en mantillas a Madame Bovary
Iba
a negarme pretextando de nuevo que debía hacer un transbordo a Qingdao, pero
observé que el doctor miraba alertando a
los agentes apostados en la puerta. Por lo que, muy a mi pesar, acepté. Al fin
y al cabo, pensé, jamás había padecido
del corazón. Craso error.
-
De acuerdo,
doctor. Pero dense prisa, por favor. No me gustaría llegar tarde a mi vuelo –
dije subiéndome de nuevo a la camilla.
Presto, el doctor Lee empezó
a quitar el plástico que envolvía el monitor, mientras la enfermera me llenaba
el torso de electrodos. Luego quedaron ambos embebecidos mirando la pantalla. Cerré
los ojos y traté tranquilizarme.
De pronto oí un ruido, como
si alguien hubiera dado un fuerte manotazo al monitor
-
¡Ya! ¡Ya! –
exclamó el doctor.
De lo que pude deducir que el
monitor no se había puesto en marcha a la primera.
No pasaron diez segundos
cuando ambos se miraron con el entrecejo fruncido.
-
¿Todo va bien,
doctor? – dije viendo sus preocupados rostros.
-
Sí…, todo va bien
– dijo el doctor sin el menor convencimiento
Y aproximándose al monitor
trató de ajustarlo. Luego, ambos volvieron a observar el monitor atentamente,
en silencio, y el doctor hizo un gesto de incredulidad con el rostro.
-
¿Ocurre algo que yo
deba saber, doctor? – dije
-
Señor García –
dijo con voz compungida – siento comunicarle que …está usted… muerto
-
Qué, doctor,
estoy qué – dije receloso de no haber oído bien
-
Muerto.
-
¿Qué? –
exclamé
-
Muerto. Que está
usted muerto
-
¿Muerto?
-
Así es. Créame
que lo siento. Le acompaño en el sentimiento.
-
Pero, doctor, no puedo estar muerto
-
Y tan muerto.
Compruébelo usted mismo
La enfermera desplazó el
soporte del monitor para que pudiera verlo. La pantalla estaba atravesada por
dos líneas paralelas, luminosas, rectas e inmóviles.
-
¿Lo ve?, no tiene
constantes vitales
-
Pues las tendré
de otro tipo - dije
-
Como comprenderá
aquí sólo aceptamos las vitales.
Guardé un breve como inútil
silencio esperando que los doctores cayeran en la cuente de su incoherencia
-
Doctor, - dije al
fin – la prueba de que no estoy muerto es que está usted hablando conmigo
El doctor pareció reflexionar
un instante.
-
Eso no prueba nada – dijo – Hablar, lo que se dice hablar, también podría
hacerlo con la momia de Mao.
-
Pero yo le contesto,
doctor
-
Eso lo único que
significa es que es usted más listo que la momia de Mao.
-
Ya, pero además
muevo los brazos y las piernas. Ve, doctor. ¿Lo ve? – dije alzando y agitando las cuatro extremidades.
-
Eso… es por el
síndrome llamado rabo de lagartija.
-
¿Rabo de qué?
-
De lagartija
¿Nunca ha cortado el rabo a una lagartija y ha observar que se mueve?
-
Lógicamente. Le
dolerá.
-
No me refiero a
la lagartija
-
¿A quién se
refiere entonces?
-
Al rabo.
-
¿Qué le ocurre al
rabo?
-
Que sigue
moviéndose después de cortado.
-
Porque echará de
menos a la lagartija.
-
Está bien,
olvidémonos de la lagartija. Veo que es usted un hombre de ciudad y no tiene la
menor noción de síndromes.
-
Eso es, doctor,
olvidémoslo todo. – dije empezando a desprenderme de los electrodos
-
No puede irse.
Recuerde que no tiene pulso
-
No importa.
-
Sí importa. Si se
va, no llegará muy lejos. Recuerde que está usted muerto y que el efecto rabo
de lagartija se le puede pasar en cualquier momento.
-
De acuerdo, estoy
muerto, doctor – dije incorporándome en la camilla – Pero, si no le importa, me gustaría llevarme
mi cadáver a otra parte.
-
Vuelva a echarse.
Se lo digo por su propio bien. ¡Agentes! – gritó. Los dos agentes de la puerta
se encaminaron hacia nosotros. Volví a echarme en la camilla y el doctor hizo
un ademán con la mano para se retiraran.
-
Doctor – dije luego
tratando de razonar con el doctor
-
Dígame
-
No cree, que cabe
la posibilidad de que su electrocardiógrafo no funcione correctamente, que es
posible que tenga un fallo de fabricación, y que por tal causa no muestre mis
constantes vitales?
-
Ah…, ya, claro –
exclamó con desdén – La culpa es del electrocardiógrafo. Como es chino,
¿verdad? es de todo a 100, ¿no? Si fuera
americano o japonés…
-
De acuerdo,
doctor. Sólo era una posibilidad. No he querido ofenderle
-
Dígame: ¿está usted casado?
-
Sí. ¿Por qué
quiere saberlo?
-
Debemos informar
a sus familiares de su fallecimiento
-
¿Y qué es lo que
quiere, que llame a mi esposa y le diga: cariño, estoy de cuerpo presente, pero
he tenido un vuelo estupendo.
-
No se preocupe.
Yo le ahorraré ese mal trago.
De pronto caí en la cuenta de
que aquella llamada podría salvarme
demostrando que estaba vivo.
-
No, por favor –
dije – Permítame que sea yo quien
comunique a mis familiares tan desagradables noticias. Es mi última voluntad
pos mortem
-
No, déjeme a mi. Sé
las palabras exactas que hay que decir en casos como este. Lo he hecho miles de
veces.
-
¿Miles de veces?
De acuerdo, doctor – me avine a su voluntad ante la posibilidad de que, por mi
empecinamiento al final no se hiciera la llamada – Se lo agradezco de corazón,
pero… - seguí diciendo ahora con voz suplicante – le ruego que después de hablar con mis
familiares, me permita como última voluntad despedirme de ellos de viva voz
antes de que se me pase el efecto del rabo
-
Claro, cómo no. –
dijo el doctor sacando de debajo de la mesita de cinc un viejo teléfono de
bakelita, y colocándolo sobre la
camilla, a la altura de mi hombro, añadió
–: Siempre tenemos un teléfono a mano.
Queremos que los familiares sean los primeros en saber la desgracia.
-
Ya
El doctor levantó el
auricular.
-
Dígame el número
Lentamente le dicté el número
de mi casa rogando para mis adentros que alguien cogiera la llamada.
-
¿Está la señora
de García? – dijo el doctor para mi alivio: alguien había contestado. – ¿Qué
quiere decir con, “de García…, lo que se dice de García…”? – añadió repitiendo lo que le decían al otro lado del
hilo para que yo siguiera la conversación – ¿Pero está?... ¿Y sabe si tardará? ¿Que llame más tarde, que
hace ocho años que se fue su mujer y es
posible que ya no tarde…? – repitió el doctor dirigiéndome una mirada punzante.
– Ya… ¿Y usted quién es?... Señora Tata,
necesitaría hablar con algún familiar cercano al señor García. ¿Usted lo es?...
¿No? ¿Está ahí su madre…? Sí, es lo suficientemente cercano. ¿Puede decirla que
se ponga, por favor? Sí, estoy seguro que quiero hablar con ella. Seguro. – el
doctor calló mientras esperaba. – ¿Es usted
la madre del señor García?... – dijo luego –
La llamo por un asunto de su hijo… No, no es para que usted se haga
cargo de nada. No… Sí, ya sé que es mayor de edad… Comprendo… Soy el doctor
Lee. ¿Lee, qué? No, Lee a secas. No, no conozco a don Rafael, pero su hijo me
ha hablado de él. La llamo desde
Shanghai para… ¿Junto a Puigcerdá? No. En China… Sí, en China, China. La llamo
para darle una mala noticia… Noooo, no ha habido ningún tifón. Ni inundaciones.
No, no la llamo para que haga usted ninguna
donación para los damnificados. Como comprenderá, esas cuestiones no las
comunicamos al mundo por teléfono…
Gracias de todos modos. Sí... ¡No! Ya le he dicho que es sobre su hijo – dijo
el doctor subiendo el tono de voz
cansado de las interrupciones de mi madre –
Yo… Ya sé que nunca hace caso a los médicos… – el
doctor me miraba ahora resoplando –
Si me permite.. – nueva interrupción – Necesito que me escuche… Señora… Señora…
¿Quiere escucharme? ¡Mire que se lo espeto a las bravas…! ¿Qué…? Pues nada, ahí
va, que su hijo ha muerto, caput, dead ¿Me ha oído? Muerto. Sí, lo que se dice
muerto... ¿Raro? – dijo el doctor extrañado – No,
ya le he dicho que no ha habido ningún tifón… Pero señora, la gente puede morir
de múltiples causas en China. Sí, aunque se trate de su hijo. No. Lo sabremos en cuanto le hagamos la
autopsia. Seguro – en ese momento
alargué el brazo para que el doctor me pasara el auricular. Asintió – Si lo desea puede hablar con él, lo tengo aquí
a mi lado. El cree que está vivo, pero no tiene constantes vitales... Ni
una. Es muy inteligente. También puede
moverse por el síndrome de rabo de
lagartija. Sí señora, el típico síndrome del rabo de lagartija. Hasta que se le
pase, claro.
El doctor me pasó el
auricular haciendo un mohín de cansancio.
-
Hola mamá… – dije
-
Siento que hayas
muerto, hijo.
-
No estoy muerto,
mamá
-
¿Y cómo ha sido?
Bueno, qué importa ya…
-
Mamá…
-
Con lo joven que
eras… ¡Ay Dios! Esta es la peor noticia que puede recibir una madre ¡Pero cómo
eres capaz de hacerme una cosa así con lo delicada que estoy!
-
Pero mamá...
-
Espera, hijo,
espera – dijo, y seguidamente, oí que gritaba: - ¡Tata! ¡Búscame el
móvil!... ¡Date prisa! – al cabo de unos
instantes volví a oír que le decía a Erlinda, nuestra tata: – Anda hija,
márcame tú, que yo no entiendo estos chismes. Ponme con don Rafael. – nuevo
silencio – ¿Don Rafael? ¡Ay, Don Rafael…
qué tragedia… Mi hijo, que ha muerto… No lo sé. Me lo acaban de comunicar por teléfono. Ahora mismo con el
disgusto no me acuerdo, pero en un sitio muy lejos de Puigcerdá. El doctor Lee. Sí, Lee. No lo saben. Y a mi es
que me va a dar un rapto, como si lo
viera. Y me he dicho, antes de que me dé
el rapto, llamo a don Rafael. Bien, de
momento bien. Supongo que hasta que asimile del todo la noticia. Así que,
yo creo que lo mejor va a ser que
venga usted… ¿Qué? Un Momento. ¡Tata!...
¿Tenemos sales? Sí, tenemos. Ahora le dejo, don Rafael, que tengo al teléfono a
mi pobre hijo muerto y quiero seguir hablando con él antes de que le entre el
rigor mortis. No tarde. Hasta luego, don
Rafael. Pero hijo – siguió diciendo mi
madre ya dirigiéndose a mi – qué hacías
tú tan lejos de Puigcerdá.
-
Pero mamá, ¿no
ves que estoy hablando contigo? Estoy vivo.
-
Hijo, te ruego
que por una vez hagas caso a los médicos.
-
Pe…
-
¡Calla!, y déjame
decirte antes de que las lágrimas me loimpidan, que siempre te he querido mucho
y nunca te olvidaré. Que si alguna vez te he traumatizado ha sido para hacerte
un hombre de bien. Y sólo deseo que el
síndrome del rabo de lagartija te dure lo suficiente para que puedas ver el funeral tan sentido que te
vamos a hacer todos tus familiares y amigos. Y ahora hijo, antes de que venga
don Rafael, pásame un momento con el doctor Lee, que quiero saber si ellos
tienen repartidor de cadáveres o tenemos que mandar nosotros una furgoneta a
Shanghai.
-
Estoy vivo, mamá.
-
Anda, pásame al
doctor – dijo mi madre sin hacer el menor caso.
-
Por favor,
escúchame.
-
¡A que me da el
rapto! – gritó
-
Está bien.
-
Ah, oye, hijo, se
me olvidaba preguntarte: ¿Ves alguna luz?
-
Sí, mamá, veo una
luz al fondo – dije. Callé unos instantes y
añadí para fortalecer su fe
religiosa: –También veo la majestuosa silueta de un hombre...
-
¡Ay, ojalá sea tu
padre! – me interrumpió – Si es él, le dices que sigo muy arrepentida.
-
Tiene la cabeza
bordeada por un halo resplandeciente
-
¿Por un qué?
-
Un halo
-
¿Un halo? ¿En la
cabeza? ¿Nada más? No, entonces no es tu padre. Pásame con el doctor.
Desolado alargué el auricular
al doctor.
-
Quiere hablar con
usted
El doctor dio un paso hacia
atrás meneando frenéticamente la cabeza.
Iba a disculpar al doctor ante mi madre cuando la enfermera, dijo:
-
¿No le vas a
coger el teléfono a una pobre madre que acaba de perder a su hijo? Qué clase de médico eres.
El doctor tomó el teléfono de
mala gana.
-
¿Diga?... No.
Nosotros nos encargamos de todo. Llamaremos al consulado y repatriaremos a su
hijo… ¿En furgoneta? No, en avión… ¿Qué envolvamos el féretro con plástico para evitar que metan algo malo dentro? No se preocupe señora. Adiós, adiós.
El doctor Lee colgó el
auricular y guardó el teléfono.
-
Su madre parece
más comprensiva que usted y de una gran entereza – dijo.
En ese instante, el doctor Lee, gemelo del doctor Lee Amy
Winehouse volvió a entrar en la sala. Se acercó a nosotros.
-
¿Qué tal? –
preguntó – ¿Cómo es que este hombre aún sigue sobre la camilla?
-
Todas las
apruebas han dado negativo.
-
¿Entonces por qué
pierde el tiempo con él? Tenemos la sala de espera repleta de gente por
examinar. Ha llegado un vuelo de una zona de alto riesgo: Las Vegas
-
¡Dios mío! Pero antes
quisiera que viera algo – dijo el doctor Lee Amy Winehouse comenzando a adherir
de nuevo sobre mi pecho los electrodos que yo mismo me había desprendido hacía
un rato. Acabado, dijo – : Ahora mire la
pantalla
Al cabo de unos segundos de
silencio, expectantes, el doctor Lee, exclamó:
-
¡Este hombre está
muerto!
Al oírle cerré los ojos y
aspiré profundo, desfallecido
-
Pues él dice que
no.
-
No estoy muerto –
corroboré con desgana.
-
¿Lo ve?
-
Son las casi las
seis de la tarde. – oí que decía la enfermera.
– Deberíais ir a cenar. Si es
cierto que la sala de espera está llena de posibles infectados de Las Vegas,
tenemos que darnos prisa o esta noche nos darán las tantas.
-
¿Y por qué cree
usted, doctor, que este hombre, estando muerto,
se mueve y habla? – preguntó el doctor Lee haciendo caso omiso a las
palabras de la enfermera.
-
El movimiento creo
que se debe a una susceptibilidad nerviosa. Síndrome rabo de lagartija.
-
¿El típico
síndrome rabo de lagartija?
-
Así es, doctor.
En cuanto al habla parece un caso único.
Un caso único…, repitió para
sí el doctor Lee paseando su mirada sobre
mi, reconcentrado en sabe Dios qué pensamientos
-
¿Qué piensa,
doctor Lee?
Con voz grave, dijo:
-
Creo que a este
hombre deberíamos hacerle un estudio… detallado, metódico y científico.
-
Sí, yo también lo
creo
-
Pero eso nos
llevaría tiempo
-
Sí, mucho tiempo
– volvió a repetir el doctor Lee Amy
como un loro vacuo
-
Y aquí sería
imposible.
-
Imposible…
-
Necesitamos tranquilidad
-
Tranquilidad,
mucha tranquilidad
-
Y discreción.
-
Sí, discreción,
sobre todo discreción.
-
Esta
investigación podría conducirnos a Estocolmo, doctor Lee
Éste quedó pensativo. Dijo:
-
Doctor, ¿y no podría conducirnos a Lirchtenstein? Me
pirro por aprender a bailar el Sirtaki
-
Me refiero al
premio Nobel.
-
¿El Nobel? Ah,
sí, claro, el Nobel, Estocolmo. Adiós Sirtakí
-
Pero para eso
deberíamos trasladarle a un lugar más apropiado y seguro. Tengo un amigo que
trabaja en una clínica a las afueras de la ciudad…
-
Doctores,
disculpen que insista. – volvió a interrumpir la enfermera – Se
está haciendo tarde. Váyanse a cenar
-
Sí. Vayamos –
dijo el doctor Lee – Mientras comemos
pergeñaremos un plan.
-
Sí doctor,
vayamos a cenar y a pergeñar
-
Déjenme marchar,
por favor – dije sin ánimo. – Estoy vivo
-
¿Ah, sí, don
sabidillo? – dijo el doctor Lee Amy Winehouse
-
¡Demuéstrelo! –
exclamó desafiante su colega
Me sentía exhausto. Y tal vez
fuera por estar falto de fuerzas, o tal vez porque intuía que todo cuanto pudiera decir sería rebatido
con cualquier estúpido síndrome por aquellos doctores, no contesté. El doctor
Lee miró entonces a su gemelo y asintió con la cabeza, como si mi silencio
confirmara sus convicciones. El mismo doctor Lee, antes de dirigirse a la
puerta de salida, dijo:
-
Enfermera,
prepare a este hombre, que se vista, y déle un calmante. Cuando volvamos de
cenar lo trasladaremos.
Oí
cómo los doctores se despedían de la enfermera y decían algo a los policías
apostados en la puerta. Luego hubo un silencio roto por una voz altisonante procedente del pasillo.
Respiré hondo tratando de no perder la
conciencia. En realidad llevaba tres días casi sin dormir, pues a duras penas
logro pegar ojo dos días antes de
iniciar un largo viaje.
Sentí
un escalofrío y la quemazón de los parches en el pecho. Luego fijé los ojos en
las sombras que las lámparas dibujaban en el techo, y mis pensamientos quedaron
suspendidos en una ingravidez onírica y sombría
-
Tenga, tómese
esto – oí que decía la enfermera a mi lado sujetando un vaso de agua en una
mano y una pequeña pastilla en la otra.
-
¿Me va a drogar?
-
Le tranquilizará.
Tómesela. Se encontrará mejor
Me presté a tomarla. En el peor
de los casos aquella pastilla lo único podría hacer era disminuir mi voluntad.
Y en aquella situación, mi voluntad,
era, sencillamente inútil.
-
¿Puedo quitarme
los electrodos? – pregunté.
La enfermera asintió con la cabeza.
Me deshice pues de los mismos, me incorporé levemente y me tomé la pastilla.
-
Vuelva a echarse
mientra le hace efecto – dijo cuando la devolvía el vaso de agua. Lo dejó sobre
la mesita de cinc, cogió una silla con reposabrazos y se sentó a mi lado. Tenía
el rostro serio, y sus ojos, entre las cejas y sus pronunciados pómulos eran
dos suaves trazos. – Le he oído decir que iba a Qingdao – dijo después
No respondí.
-
¿No tiene ganas
de hablar?
-
Estoy cansado,
hambriento y muerto de miedo. ¿Sabe dónde me llevaran esos hombres?
-
No
-
¿Usted también
cree que estoy muerto?
-
No ha demostrado
que estaba vivo.
Seguí
en silencio mirando las sombras del techo
-
Hable, se sentirá
mejor
-
Déjeme marchar
-
No puedo. Yo sólo
soy una simple enfermera. ¿Es la primera
vez que viene a China?
-
No
-
¿Negocios?
-
Sí.
-
¿Qué tipo de
negocios?
-
Enfermera, ya que
no puede hacer nada para salvarme de este dislate, me gustaría permanecer en
silencio, si no la importa.
-
Como quiera.
Noté que la pastilla empezaba
a hacerme efecto. Poco a poco fue invadiéndome un suave bienestar. Al momento,
dije:
-
Hace veinte años
que vengo a China.
-
Veinte años…,
entonces nos conocerá bien. ¿Viene sólo de negocios?
-
No. A veces me
tomo un par de días de vacaciones.
-
¿Le gusta China?
-
Sí, es un país
muy hermoso.
-
Sí, lo es.
¿Siempre viene a los mismos sitios?
-
Al principio sólo
visitaba Hong Kong. Cuando todas las fábricas tenían allí las oficinas. Pero a
partir de que Hong Kong pasara a manos del gobierno chino, la cosa se complicó.
Las fábricas traspasaron las showroom a la provincia de Cantón.
-
En general no les
caemos muy simpáticos a los occidentales. ¿Y a usted, le caemos bien los chinos?
Miré a la enfermera. Había
cruzado los pies y sus ojos eran ahora dos almendras que me miraban
atentamente. Noté cierta doblez en su pregunta y me sorprendí sonriéndola de
una forma bobalicona, como si acabara de
tomarme un porro de marihuana.
-
Esa pregunta
debió hacérmela antes de darme la pastilla. Debido a mi… ¿comprometida…?
situación, la hubiera contestado que sí. Que son ustedes maravillosos y un
dechado de virtudes, y que todos los occidentales somos unos capitalistas
explotadores. Pero la pastilla me ha desinhibido, y la verdad es que son
ustedes muy… muy crípticos, sí, la mar
de crípticos, y muy cerrados, y a veces obtusos, pero sobre todo crípticos.
-
Siga.
-
Demasiado
introvertidos y huraños para un carácter latino
como el mío. Sí, acabé detestando a China y a los chinos. El clima es
húmedo y sofocante. Y la comida… toda me
sabía igual. Siempre condimentada con las mismas especias, no importaba que
fuera carne, pescado, sopa, verdura o pizza. Pero sobre todo, lo que más me
saca de quicio en su nula capacidad de improvisación – callé un momento y añadí
– Creo que si sigo hablando así, no me
salvará ni la séptima flota americana de los doctores Lee Menguele
-
No se cohíba.
Diga lo que diga no podré interceder por usted – dijo la enfermera. Y continuó
– : ¿Y en veinte años no ha cambiado de opinión?
-
Sí, y no. O ni sí
ni no. Nosi. Como quiera. No me haga mucho caso. No estoy muy seguro de lo que
digo.
Durante un rato, no sabría
decir si corto o largo, seguimos hablando de China y de España, aunque la
enfermera se limitó casi siempre a repreguntarme cuando perdía el hilo de la
conversación, que era a menudo, ya que en no pocas veces mi mente se quedaba en
blanco por efecto del tranquiporro.
-
Le he oído decir
que iba a Qingdao – dijo
-
Sí.
-
¿Le gusta
Qingdao?
-
Es diferente. La
temperatura no es tan soporífera. Tiene amplias calles, grandes céspedes
herbosos y un tráfico limitado. A parte de espléndidas playas. El cielo es azul
y no sempiternamente gris como en Cantón. Incluso su arquitectura cambia al
haber sido colonia alemana. Tiene grades y estupendas zonas residenciales. Y el
chino es más amable y cercano, más comunicativo. Si tuviera que venirme a vivir
a China, sin duda alguna elegiría Qingdao.
-
¿Alguna vez ha
valorado esa posibilidad? – dijo la enfermera como sorprendida.
-
Pues sí, sí lo he
valorado. China ofrece muchas posibilidades.
-
Supongo que ha
visitado la zona turística de Laoshan.
-
Claro cómo no.
¿Usted la ha visitado?
-
Curiosamente…,
no. Pero algún día lo haré.
Guardé unos momentos de
silencio rememorando mi visita a Laoshan.
-
¿Por qué sonríe?
-
Por nada.
Recordaba una anécdota que me ocurrió cuando iba a visitar Laoshan.
-
¿Qué anécdota?
-
No tiene
importancia.
-
Cuéntemela, es
tiempo que gana.
-
Había oído hablar
de Laoshan. Así que, me tomé un día para hacer turismo. Me subí en el autobús
que me indicaron en el hotel, y allí me dirigía, cuando, sin saber por qué, al
pasar por un pueblecito, me bajé. Se llamaba Liuqinghe…
-
¿Cómo ha dicho
que se llamaba?
-
Liuqinghe. Si mal
no recuerdo. Está justo entre Qingdao y Laoshan. No creo que el nombre le
suene, en realidad es una aldea. No tenía nada especial. Lo único que me llamó
la atención fue que la mayoría de sus habitantes eran ancianos. Supuse que
porque sus jóvenes se marchaban a trabajar a las grandes ciudades El caso es
que al cabo de una hora volví a la parada del autobús para continuar mi viaje hacia
Laoshan. Era invierno, y ese día hacía inusualmente frío. Mientras esperaba me
fijé en una anciana que se acercaba a mi por la acera. Caminaba muy lentamente
y encorvada, apoyándose en un bastón sin levantar ni un instante la mirada del
suelo. Tenía las piernas arqueadas y vestía con unos pantalones holgados y una
fina camisa de seda azul celeste. Pero extrañamente no parecía tener frío, o al
menos eso me pareció. Al llegar a mi se detuvo sin mirarme, se giró, más por
presentirme que porque me viera, pues en ningún momento la vi alzar la cabeza,
me miró, y sonrió dejando ver dos largos y solitarios dientes en sus
despobladas encías. Era muy delgada y tenía el pelo completamente blanco
recogido en un sencillo moño. Tenía el rostro reseco, ancha frente y los ojos
nebulosos que parecían abrirse milagrosamente entre las arrugas. Se quedó
mirándome fijamente sin decir nada. Sonriendo. Supuse que por el exotismo de ser yo occidental. Yo tenía los brazos cruzados con las manos
metidas bajo las axilas por el frío. La vieja apoyó entonces el bastón sobre la
pared sin dejar de sonreír y me tendió las manos. Pensé que se trataba de una
vieja chiflada. Y de pronto, sin decir nada, me cogió de los codos y tiró de
mi. Separé los brazos, cogió mis manos, las metió entre las suyas y me las
calentó sin dejar de mirarme con sus ojillos plateados. Al cabo, me soltó las
manos, volvió a coger su bastón y me acarició el rostro suavemente con su mano
libre. Luego siguió su camino en silencio.
-
No es una gran
anécdota.
-
No, no lo es. No
obstante, creo que reconocería a esa vieja si la volviera a ver, aunque tampoco
estoy muy seguro: en China hay millones de ancianas patizambas. Pero nunca olvidaré la extraordinaria calidez
que desprendían sus manos y la bondad de su mirada.
-
Muy tierno… –
empezó a decir la enfermera, y calló. Justo en ese momento aparecieron de nuevo
los doctores Lee, pero la enfermera no pareció inmutarse lo más mínimo, siguió
sentada y volvió tranquilamente a cruzar las piernas.
-
¿Estabais hablando?
– dijo el doctor Lee con voz seria.
-
Sí – dijo la
enfermera sin arredrarse
-
¿Y de qué
hablabais?
-
Estaba muy
nervioso y he tratado de sosegarlo.
-
¿Cómo es que aún
sigue tumbado? – volvió a
reprocharla el doctor Lee – La dije que le ordenara que se vistiera. ¿Le
ha dado el calmante?
La enfermera permaneció inmóvil
en su asiento. Parecía pensativa. Con voz tranquila, dijo:
-
Sí, se lo he
dado. Pensaba que tardarían más. Han cenado muy rápido
-
Me ha desobedecido,
enfermera. Haga que se vista ahora mismo. Lo trasladamos
La enfermera se incorporó
lentamente de la silla. No parecía exaltada o preocupada por las adustas
palabras del doctor.
-
Doctor, – dijo la
enfermera – no creo que sea una buena idea que trasladen a este hombre a una
clínica.
-
Lo que usted crea
carece de importancia – dijo el doctor Lee.
-
Se acercan las
olimpiadas. – dijo la enfermera – Y ya
sabéis el gran esfuerzo que está haciendo nuestro gobierno para cambiar la
opinión que se tiene de nuestro país en el extranjero. Si este hombre al final
resulta que está vivo y trasciende…, se creará un escándalo que no creo que nuestros
dirigentes pasen por alto. Y también sabéis cómo se las gastan nuestros
camaradas del gobierno cuando se trata
de…ejemplarizar. Corren un gran riesgo. Si todo se complica seguramente habrá
una investigación
-
No tienen por qué
enterarse – dijo el doctor – Lo tenemos todo bien planeado. Le inscribiremos en
el vuelo de debía tomar y a partir de ahí, será como si hubiera desaparecido en
Qingdao. Usted manténgase al margen.
-
¿Y si, dado el
caso me preguntan?
-
Usted no sabe
nada
-
Pero la cuestión
es que sí sé, doctor.
-
¡Pues mienta! – gritó del doctor Lee. Grito que luego quiso
atenuar – Al fin y al cabo la investigación que haremos con este hombre es para
bien de la medicina. Le aseguro que no le pasará nada.
Dicho esto, la enfermera giró
la cabeza a uno y otro lado. Luego dijo:
-
El caso es,
doctor…
-
¿Qué, enfermera?
-
Que a mi no me
gusta mentir.
Los doctores Lee se miraron
uno a otro ante aquel inesperado contratiempo.
-
Enfermera …
-
Doctores. – atajó
ésta – Por el bien de todos, lo mejor es que dejen marchar a este hombre, y lo
olvidemos. Sí, creo que es lo mejor que podemos hacer.
-
Pero, ¿por qué?
La enfermera no contestó.
Dijo, dirigiéndose ahora a mi:
-
Levántese,
vístase y márchese.
Cuan rápidamente pude salté
de la camilla y me vestí.
-
Este hombre puede
caer muerto en cualquier momento, enfermera. Es una imprudencia dejarle marchar
en su estado. Si así ocurre, no me responsabilizo.
-
Ni yo – dijo el
doctor Lee Amy Winehouse.
-
De acuerdo. Háganle
un certificado de defunción.
Ya vestido, y mientras el
doctor Lee expedía mi certificado, me acerqué a la enfermera.
-
Gracias – dije
-
¿Podría hacerme
un favor? – dijo la enfermera
-
Si está en mi
mano…
-
Mi hermano trabaja
en el aeropuerto de Qingdao. En información. Hace tiempo que no le veo. ¿Podría
entregarle un pequeño paquete? Iba a enviárselo mañana por correo…
-
Claro, cómo no -
dije
La enfermera fue a por el
paquete y me lo entregó
-
Se llama Wong,
James Wong. Se occidentalizó el nombre.
-
James Wong…
– memoricé
-
No, no. Cuando se
dirija a él, diga, Wong, James Wong, y
tendrá un amigo para siempre. Le gusta que le llamen así. Es un gran admirador
de 007.
-
Lo tendré en
cuenta. ¿Es usted de Qingdao?
-
No, soy de
Liuqinghe.
-
No me diga que es
la nieta de la anciana que…
-
No. Pero allí nos
conocemos todos.
Y así es como salí de allí, muerto y coleando y con mi certificado que así
lo demuestra.
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