Aquella noche había dormido en un hotel. Cuando llegué,
Isabel, mi mujer, me abrió la puerta, me saludó sin más, y me dirigí en
silencio al que, hasta esa noche había sido mi dormitorio. Mi casa
Detrás de mi oí a Isabel que entraba en la cocina.
Sabía que estaban allí las tres esperándome para
despedirnos. Podía oírlas murmurar desde
la habitación, a Esther y a su madre; María era demasiado pequeña.
Sé que cometí un
error, un desliz estúpido del que me arrepentí nada más consumarlo. También sé
que hice todo lo posible por arreglar las cosas
con mi mujer, pero no pude.
Al final lo único que conseguí…, que conseguimos, fue convertir
aquella casa en una casa de locos. Pero ya todo había terminado. Se acabaron
los gritos, las acusaciones, los interminables reproches. Únicamente quedaba
despedirse.
Saqué la maleta y la abrí sobre la cama. Metí en ella la
ropa suficiente para varios días y luego
fui al salón, cogí algunos libros y los
metí junto a una fotografía de los cuatro que estaba sobre la cómoda y que me
gustaba especialmente. Apenas nada
Cerré la maleta y me dirigí a la cocina. Esperé unos
instantes antes de abrir la puerta. Era sencillo, sólo tenía que entrar, decir
algo y marcharme.
Cuando abrí, María, la pequeña, estaba sentada a la mesa, tenía
los brazos cruzados sobre la misma y la cabeza apoyada en ellos, refugiada en
su niñez. Eché de menos que no viniera a abrazarme.
Esther, la mayor, a su lado, se mantenía erguida con la
mirada perdida en la pared. E Isabel, mi mujer, se apoyaba de espaldas en el
fregadero de cara a la puerta.
Entré y dejé la maleta en el suelo. Ella, mi mujer vino
hacia mi y me rodeó el cuello con sus brazos. Parecía a punto de llorar. No dijo nada.
-
Bueno, se acabó- dije. Fui hacia María y la besé en la
cabeza. Ni siquiera se movió – Adiós, cielo.
Luego miré a Esther y aún en su rostro grave y crispado de adolescente recordé la
niña que había sido.
Cogí de nuevo la maleta y dije a Isabel:
-
Mandaré a alguien para
que recoja el resto de mis cosas.
Ella asintió con la cabeza, acongojada
-
Te telefonearé - añadí
-
Sí, hazlo – dijo ella – No te olvides
-
¡Vete ya! – gritó Esther de pronto – ¡Vete
de una vez!
Ella nunca me perdonó.
Me giré y me quedé mirándolas unos instantes. Y sin saber
por qué, volví a dejar la maleta en el suelo. No debí hacerlo. Fue un error. Quería
decir algo. Pero me quedé allí de pie mirándolas sin saber qué decir. No me
salían las palabras, el caso era que ni siquiera existían en mi cabeza. Me
hubiera gustado decir cualquier cosa, no sé, algo, pero… no tenía nada que
decir…, nada
No hay comentarios:
Publicar un comentario