jueves, 12 de febrero de 2015

                                    
             TAL VEZ MI ÚLTIMA HISTORIA.



Debido a mi trabajo suelo viajar a menudo. Me llamo Vern Whitman  y soy  jefe de zona de  una importante firma editorial implantada en casi todo el país. La central se halla en Chicago, donde vivo.


Llegué temprano a la habitación del hotel. Coloqué rápidamente en el armario  la ropa de la maleta, saqué el ordenador portátil de su maletín y me dispuse a escribir. Deseaba hacerlo. Hacía ya una semana  que no escribía. La ruta se me había complicado.

No llevaba mucho tiempo escribiendo cuando oí llamar a la puerta. Supuse con fastidio que se trataba de alguien del servicio de habitaciones. Me levanté y fui a abrir.  Tras la puerta me encontré a un hombre alto, fornido e impecablemente trajeado.

-         ¿Qué desea?- le dije.

El hombre miró a uno y otro lado del pasillo, sonrió, y  sin advertirlo, lanzó  su brazo hacia mi propinándome tal empellón en el pecho que me  retiró varios pasos.  Luego pasó y cerró la puerta.

-         ¿Qué demonios hace?- exclamé

Mi agresor no contestó

-         No tengo dinero – dije
-         Mal empezamos, señor Whitman – dijo el hombre sobrecogiéndome el hecho de que conociera mi nombre – Le aconsejo que no me mienta. Por esta vez se lo pasaré por algo. Pero la próxima no seré tan amable.  No vuelva a mentirme. ¿Ha comprendido? –  dijo con severidad
-         Sí – susurré
-         Muy bien. Ahora creo que estoy en la obligación de advertirle que no se haga el valiente. No quisiera tener que tomar… medidas por una estupidez.
-         No tengo nada de valor – dije – pero…
-         Eso sí es cierto – dijo el hombre interrumpiéndome  – Sí, lo es. Como ve,  detecto inmediatamente la sinceridad.  En realidad es lo que siempre le ha faltado, señor Whitman: valor. Por eso estoy aquí – el hombre calló. Luego, dijo - : Ahora siéntese y guarde silencio. Yo le diré cuándo puede hablar. Le aseguro que tendrá ocasión

Obedecí y me senté en el mismo lugar, delante del ordenador. Él se acercó entonces a la ventana y corrió la doble cortina.

-         Si lo desea podemos  acercarnos al cajero más próximo   – dije –  Le aseguro que no intentaré nada

El hombre se plantó delante de  mi, meneó levemente la cabeza, como si negara algo y  me propinó una humillante bofetada.

-          Bien, señor Whitman-  dijo - Acaba de comprobar dos cosas. Una, que debe obedecerme, y dos, que no está soñando.  Sé que tiene dinero   En realidad sé muchas cosas de usted – siguió diciendo mientras abría el armario empotrado de la habitación  – Antes de emprender un trabajo siempre me informo. Y sé que ha podido amasar una pequeña fortuna. Que también tiene una hija adolescente y una preciosa esposa llamada Alice –  cerró el armario - ¿Se considera un hombre afortunado, señor Whitman? Sí, lo es – dijo antes de que yo pudiera contestar –  Todo un triunfador, un verdadero y auténtico hombre de éxito americano –  de la calle, amortiguado por la insonorización, se oyó la sirena de un coche de policía. El hombre se dirigió de nuevo a la ventana, abrió y miró avenida abajo – Lo siento, señor Whitman,  pero el séptimo de caballería ha pasado de largo –  luego volvió a cerrar. Mientras hablaba, traté inútilmente de recordar su rostro agrio. No parecía un ladrón. Por su forma de hablar más  parecía un sicario que un simple atracador. Pero quién podría haberlo enviado. Yo jamás me he metido en asuntos turbios. Mi vida en general es monótona y tranquila. Hogar y trabajo. Esa es toda mi vida. No tengo deudas ni creo haber perjudicado a nadie que pudiera enviarme a alguien a sueldo para saldar cualquier supuesta ofensa. No. Debía tratarse de alguien informado de mi… pequeña fortuna. Soy una persona normal y corriente. Una presa fácil.

El hombre ahora revisaba los libros que había dejado sobre la mesita de noche.

-         ¿Estudio usted en la universidad de Chicago?
-         Sí - respondí
-         Becado, supongo
-         Sí.
-         Sus padres estarán orgullosos de usted. Como obreros de una fábrica seguramente debieron hacer un gran sacrificio para que su hijo se licenciara en una de las mejores universidades privadas del mundo. Supongo que les estará usted muy agradecido, ¿verdad, señor Whitman?
-         Sí – dije
-         Buen chico.

El hombre volvió a dejar los libros sobre la mesita y fue a sentarse a los pies de la cama. Se desabrochó la chaqueta y basculó los hombros para acomodársela.

-         Bien, señor Whitman – dijo mirándose el reloj –  Hablemos un ratito. ¿Estaba escribiendo? – añadió fijándose en el ordenador.

-         Sí.

Me hallaba de costado entre la mesa y  mi agresor. A muy escasa distancia de él

-         ¿Qué escribía? – preguntó de nuevo acodándose en las rodillas. Ahora casi podía sentir su aliento.

 Iba a responder que un informe de trabajo. Pero tras su advertencia, desistí: Hubiera  mentido.

-         Nada importante – dije
-         Nada importante… – repitió el hombre – Sea más concreto, señor Whitman.
-         Qué importa – dije traicionándome el tono de voz.
-         Señor Whitman. Mida sus palabras.  Los ataques de valentía en los cobardes siempre se producen fatalmente a destiempo. Lo sé por experiencia
-         Ficción.
-         Ficción ¿Escribe una novela?
-         No.
-         ¿Qué escribe entonces?
-         Pequeñas historias. Cuentos…

Por sus preguntas pensé que estaba haciendo tiempo. Pero justo en ese instante, el hombre incorporó su cuerpo, metió la mano con naturalidad en el interior de la chaqueta, e inopinadamente y ante mi asombro, sacó un revolver

-         ¿Cómo Hemingway? – dijo con sencillez. Casi amablemente

 No contesté. El hombre me miró y al ver mi estupor, dijo:

-         No se asuste. Me molestaba en el costado. Intuyo que he engordado. De cualquier modo no creo que llegue a utilizarla. En realidad estoy aquí para ayudarle, créame.  –  Y con la misma y pasmosa naturalidad de la vez anterior, volvió a meter la mano en su chaqueta y sacó un pequeño cilindro que encajó hábilmente en el cañón del revolver

  –  ¿Desde cuándo escribe, señor Whitman? - dijo

La visión del arma completa me paralizó

-         Conteste – dijo, dejando  la pistola con el silenciador a su lado, sobre la cama
-         Hace tiempo – dije intimidado
-         Hace tiempo... Qué clase de respuesta es esa para un escritor. Me parece que no debe ser usted muy bueno. No tiene la facultad de la concreción. Y un buen escritor debe saber concretar. Ir al grano, a lo esencial, al detalle, ¿no es así?
-         Sí.
-         Bien, pues hágalo.
-         Desde la infancia – rectifiqué
-         Desde la infancia… Bien, eso esta mejor. Desde la infancia…  ¿Ha publicado alguna de esas pequeñas historias, señor Whitman?

Negué con la cabeza.

-         Dígalo de viva voz. ¿O acaso le cuesta reconocerlo?
-         No, no he publicado nada
-         ¿Nunca?
-         No   
-         ¿Lo ha intentado?

Sin darme cuenta volví a negar con la cabeza

-         Es usted un hombre contracorriente: habla y calla cuando no debe
-         No – dije  
-         ¿Por qué?
-         Sólo es un hobby
-         Ya…, sólo un hobby…   ¿Alguien lee sus historias, señor Whitman?

Guardé unos segundos de silencio

-         No… - dije
-         ¿Nadie?
-         No.
-         ¿Ni su esposa?
-         Alguna vez
-         ¿Y qué hace entonces con sus pequeñas historias ya terminadas?
-         Nada
-         ¿Nada?
-         Las guardo
-         ¿Para qué, si no las lee nadie?
-         Me gusta leerlas  al cabo del tiempo
-         ¿Por qué, señor Whitman?
-         El tiempo…
-         El tiempo qué
-         Me da cierta objetividad para juzgarlas
-         ¿Y al cabo de ese tiempo le siguen gustando?
-         No siempre.
-         ¿No siempre?
-         Casi…, nunca
-         ¿Y qué hace entonces con ellas?
-         Las tiro a la papelera. A veces trato de mejorarlas.

El hombre me miró fijamente a los ojos, como si tratara de adivinar mis sombríos pensamientos. Luego, dijo muy despacio:

-         ¿Por qué escribe, señor Whitman?
-    Paso mucho tiempo de aquí para allá por mi trabajo. Escribo en los hoteles. En los ratos libres. No me gusta salir.

Dicho lo cual, el hombre explotó en ira, me miró furioso, y gritó:

-         ¡Me está usted mintiendo, señor Whitman! ¡Me está usted mintiendo! ¡Y le advertí que no lo hiciera, maldita sea!

 Cogió el revolver y se levantó de la cama. Parecía fuera de sí, un sicópata.

-         No ha entendido usted nada, señor Whitman ¡Nada! – siguió increpándome – ¡Le he dicho que quería ayudarle! ¿Por qué me ha mentido entonces?  Acaba de decirme que escribe desde la infancia, y ahora resulta que sólo lo hace en los hoteles. ¿Acaso quiere hacerme creer que es usted jefe de zona de una editorial desde la infancia?
 
Su voz resonaba en mis oídos como si fuera la de un dios omnisciente y aterrador,

-         ¡No ha debido hacerlo!  –  dijo encañonándome con el revolver. Pensé en mi hija y en mi mujer, en el sufrimiento que les ocasionaría mi muerte. En lo absurdo de aquella situación. Agaché la cabeza deseando despertar de aquella pesadilla. Pero no lo era.  –  ¡Míreme! – gritó – ¡Levante la cabeza! Tenga un mínimo de dignidad – dijo -  Así está mejor

El hombre apoyó el extremo del silenciador en mi frente.  Vi  su mano agrandada y aferrada a la empuñadura y  su dedo índice en el guarda monte, posado sobre el gatillo, como si todo dependiera de la exclusiva y autónoma voluntad de aquel dedo.  

-         Bien, acabemos con esto.

Literalmente temblaba. Deseé perder el conocimiento. No pensar. Cerré los ojos esperando la muerte. De pronto, para mi alivio, añadió:

-         Voy a hacerle de nuevo la pregunta. Piense su respuesta. Si vuelve a mentirme  le volaré la cabeza no le quepa la menor duda. ¿Por qué escribe, señor Whitman?

Y el hombre calló. Rogué volver a oír su voz antes de que la bala saliera del revolver.
  
-          Aunque – oí agradecido –  tiene otra opción, señor Whitman, para salir vivo de este embrollo: puede dejar de escribir en este preciso instante

Aterrorizado dejé de escribir instantáneamente y aquel hombre desapareció. Cerré  el ordenador y  acodado en la mesa traté de reponerme con la cabeza entres las manos.

Desde entonces, hace ya mucho tiempo que no escribo. Y por supuesto,  aquel personaje de ficción no ha vuelto a encarnarse. Pero sé que si alguna vez lo hago, tendré que dejar de mentirme y enfrentarme  a mi temor al fracaso e intentar publicar.  Por lo que no sé si ésta ha sido mi última historia.




No hay comentarios:

Publicar un comentario