TAL VEZ MI ÚLTIMA HISTORIA.
Debido a mi trabajo suelo
viajar a menudo. Me llamo Vern Whitman y
soy jefe de zona de una importante firma editorial implantada en
casi todo el país. La central se halla en Chicago, donde vivo.
Llegué temprano a la
habitación del hotel. Coloqué rápidamente en el armario la ropa de la maleta, saqué el ordenador
portátil de su maletín y me dispuse a escribir. Deseaba hacerlo. Hacía ya una
semana que no escribía. La ruta se me
había complicado.
No llevaba mucho tiempo
escribiendo cuando oí llamar a la puerta. Supuse con fastidio que se trataba de
alguien del servicio de habitaciones. Me levanté y fui a abrir. Tras la puerta me encontré a un hombre alto,
fornido e impecablemente trajeado.
-
¿Qué desea?- le
dije.
El hombre miró a uno y otro
lado del pasillo, sonrió, y sin
advertirlo, lanzó su brazo hacia mi propinándome
tal empellón en el pecho que me retiró varios
pasos. Luego pasó y cerró la puerta.
-
¿Qué demonios hace?-
exclamé
Mi agresor no contestó
-
No tengo dinero –
dije
-
Mal empezamos,
señor Whitman – dijo el hombre sobrecogiéndome el hecho de que conociera mi
nombre – Le aconsejo que no me mienta. Por esta vez se lo pasaré por algo. Pero
la próxima no seré tan amable. No vuelva
a mentirme. ¿Ha comprendido? – dijo con
severidad
-
Sí – susurré
-
Muy bien. Ahora
creo que estoy en la obligación de advertirle que no se haga el valiente. No
quisiera tener que tomar… medidas por una estupidez.
-
No tengo nada de
valor – dije – pero…
-
Eso sí es cierto
– dijo el hombre interrumpiéndome – Sí,
lo es. Como ve, detecto inmediatamente
la sinceridad. En realidad es lo que
siempre le ha faltado, señor Whitman: valor. Por eso estoy aquí – el hombre
calló. Luego, dijo - : Ahora siéntese y guarde silencio. Yo le diré cuándo puede
hablar. Le aseguro que tendrá ocasión
Obedecí y me senté en el
mismo lugar, delante del ordenador. Él se acercó entonces a la ventana y corrió
la doble cortina.
-
Si lo desea podemos acercarnos al cajero más próximo – dije
– Le aseguro que no intentaré nada
El hombre se plantó delante
de mi, meneó levemente la cabeza, como
si negara algo y me propinó una humillante
bofetada.
-
Bien, señor Whitman- dijo - Acaba de comprobar dos cosas. Una, que
debe obedecerme, y dos, que no está soñando.
Sé que tiene dinero En realidad sé muchas cosas de usted – siguió
diciendo mientras abría el armario empotrado de la habitación – Antes de emprender un trabajo siempre me
informo. Y sé que ha podido amasar una pequeña fortuna. Que también tiene una
hija adolescente y una preciosa esposa llamada Alice – cerró el armario - ¿Se considera un hombre
afortunado, señor Whitman? Sí, lo es – dijo antes de que yo pudiera contestar
– Todo un triunfador, un verdadero y
auténtico hombre de éxito americano – de
la calle, amortiguado por la insonorización, se oyó la sirena de un coche de
policía. El hombre se dirigió de nuevo a la ventana, abrió y miró avenida abajo
– Lo siento, señor Whitman, pero el
séptimo de caballería ha pasado de largo –
luego volvió a cerrar. Mientras hablaba, traté inútilmente de recordar
su rostro agrio. No parecía un ladrón. Por su forma de hablar más parecía un sicario que un simple atracador.
Pero quién podría haberlo enviado. Yo jamás me he metido en asuntos turbios. Mi
vida en general es monótona y tranquila. Hogar y trabajo. Esa es toda mi vida.
No tengo deudas ni creo haber perjudicado a nadie que pudiera enviarme a
alguien a sueldo para saldar cualquier supuesta ofensa. No. Debía tratarse de
alguien informado de mi… pequeña fortuna. Soy una persona normal y corriente.
Una presa fácil.
El hombre ahora revisaba los
libros que había dejado sobre la mesita de noche.
-
¿Estudio usted en
la universidad de Chicago?
-
Sí - respondí
-
Becado, supongo
-
Sí.
-
Sus padres
estarán orgullosos de usted. Como obreros de una fábrica seguramente debieron
hacer un gran sacrificio para que su hijo se licenciara en una de las mejores
universidades privadas del mundo. Supongo que les estará usted muy agradecido, ¿verdad,
señor Whitman?
-
Sí – dije
-
Buen chico.
El hombre volvió a dejar los
libros sobre la mesita y fue a sentarse a los pies de la cama. Se desabrochó la
chaqueta y basculó los hombros para acomodársela.
-
Bien, señor Whitman
– dijo mirándose el reloj – Hablemos un
ratito. ¿Estaba escribiendo? – añadió fijándose en el ordenador.
-
Sí.
Me hallaba de costado entre
la mesa y mi agresor. A muy escasa
distancia de él
-
¿Qué escribía? –
preguntó de nuevo acodándose en las rodillas. Ahora casi podía sentir su
aliento.
Iba a responder que un informe de trabajo.
Pero tras su advertencia, desistí: Hubiera
mentido.
-
Nada importante –
dije
-
Nada importante…
– repitió el hombre – Sea más concreto, señor Whitman.
-
Qué importa –
dije traicionándome el tono de voz.
-
Señor Whitman.
Mida sus palabras. Los ataques de
valentía en los cobardes siempre se producen fatalmente a destiempo. Lo sé por
experiencia
-
Ficción.
-
Ficción ¿Escribe
una novela?
-
No.
-
¿Qué escribe
entonces?
-
Pequeñas
historias. Cuentos…
Por sus preguntas pensé que
estaba haciendo tiempo. Pero justo en ese instante, el hombre incorporó su
cuerpo, metió la mano con naturalidad en el interior de la chaqueta, e
inopinadamente y ante mi asombro, sacó un revolver
-
¿Cómo Hemingway? –
dijo con sencillez. Casi amablemente
No contesté. El hombre me miró y al ver mi
estupor, dijo:
-
No se asuste. Me
molestaba en el costado. Intuyo que he engordado. De cualquier modo no creo que
llegue a utilizarla. En realidad estoy aquí para ayudarle, créame. – Y con
la misma y pasmosa naturalidad de la vez anterior, volvió a meter la mano en su
chaqueta y sacó un pequeño cilindro que encajó hábilmente en el cañón del
revolver
– ¿Desde cuándo escribe, señor Whitman? - dijo
La visión del arma completa me
paralizó
-
Conteste – dijo,
dejando la pistola con el silenciador a
su lado, sobre la cama
-
Hace tiempo –
dije intimidado
-
Hace tiempo... Qué
clase de respuesta es esa para un escritor. Me parece que no debe ser usted muy
bueno. No tiene la facultad de la concreción. Y un buen escritor debe saber
concretar. Ir al grano, a lo esencial, al detalle, ¿no es así?
-
Sí.
-
Bien, pues
hágalo.
-
Desde la infancia
– rectifiqué
-
Desde la
infancia… Bien, eso esta mejor. Desde la infancia… ¿Ha publicado alguna de esas pequeñas
historias, señor Whitman?
Negué con la cabeza.
-
Dígalo de viva voz.
¿O acaso le cuesta reconocerlo?
-
No, no he
publicado nada
-
¿Nunca?
-
No
-
¿Lo ha intentado?
Sin darme cuenta volví a
negar con la cabeza
-
Es usted un
hombre contracorriente: habla y calla cuando no debe
-
No – dije
-
¿Por qué?
-
Sólo es un hobby
-
Ya…, sólo un
hobby… ¿Alguien lee sus historias,
señor Whitman?
Guardé unos segundos de
silencio
-
No… - dije
-
¿Nadie?
-
No.
-
¿Ni su esposa?
-
Alguna vez
-
¿Y qué hace entonces
con sus pequeñas historias ya terminadas?
-
Nada
-
¿Nada?
-
Las guardo
-
¿Para qué, si no
las lee nadie?
-
Me gusta leerlas al cabo del tiempo
-
¿Por qué, señor
Whitman?
-
El tiempo…
-
El tiempo qué
-
Me da cierta
objetividad para juzgarlas
-
¿Y al cabo de ese
tiempo le siguen gustando?
-
No siempre.
-
¿No siempre?
-
Casi…, nunca
-
¿Y qué hace
entonces con ellas?
-
Las tiro a la
papelera. A veces trato de mejorarlas.
El hombre me miró fijamente a
los ojos, como si tratara de adivinar mis sombríos pensamientos. Luego, dijo
muy despacio:
-
¿Por qué escribe,
señor Whitman?
- Paso mucho tiempo de aquí para allá por mi
trabajo. Escribo en los hoteles. En los ratos libres. No me gusta salir.
Dicho lo cual, el hombre explotó
en ira, me miró furioso, y gritó:
-
¡Me está usted
mintiendo, señor Whitman! ¡Me está usted mintiendo! ¡Y le advertí que no lo
hiciera, maldita sea!
Cogió el revolver y se levantó de la cama.
Parecía fuera de sí, un sicópata.
-
No ha entendido
usted nada, señor Whitman ¡Nada! – siguió increpándome – ¡Le he dicho que
quería ayudarle! ¿Por qué me ha mentido entonces? Acaba de decirme que escribe desde la
infancia, y ahora resulta que sólo lo hace en los hoteles. ¿Acaso quiere
hacerme creer que es usted jefe de zona de una editorial desde la infancia?
Su voz resonaba en mis oídos
como si fuera la de un dios omnisciente y aterrador,
-
¡No ha debido
hacerlo! – dijo encañonándome con el revolver. Pensé en
mi hija y en mi mujer, en el sufrimiento que les ocasionaría mi muerte. En lo
absurdo de aquella situación. Agaché la cabeza deseando despertar de aquella
pesadilla. Pero no lo era. – ¡Míreme! – gritó – ¡Levante la cabeza! Tenga
un mínimo de dignidad – dijo - Así está
mejor
El hombre apoyó el extremo
del silenciador en mi frente. Vi su mano agrandada y aferrada a la empuñadura y
su dedo índice en el guarda monte,
posado sobre el gatillo, como si todo dependiera de la exclusiva y autónoma voluntad
de aquel dedo.
-
Bien, acabemos
con esto.
Literalmente temblaba. Deseé
perder el conocimiento. No pensar. Cerré los ojos esperando la muerte. De pronto,
para mi alivio, añadió:
-
Voy a hacerle de
nuevo la pregunta. Piense su respuesta. Si vuelve a mentirme le volaré la cabeza no le quepa la menor duda.
¿Por qué escribe, señor Whitman?
Y el hombre calló. Rogué
volver a oír su voz antes de que la bala saliera del revolver.
-
Aunque – oí agradecido – tiene otra opción, señor Whitman, para salir
vivo de este embrollo: puede dejar de escribir en este preciso instante
Aterrorizado dejé de escribir
instantáneamente y aquel hombre desapareció. Cerré el ordenador y acodado en la mesa traté de reponerme con la
cabeza entres las manos.
Desde entonces, hace ya mucho
tiempo que no escribo. Y por supuesto, aquel personaje de ficción no ha vuelto a
encarnarse. Pero sé que si alguna vez lo hago, tendré que dejar de mentirme y enfrentarme
a mi temor al fracaso e intentar
publicar. Por lo que no sé si ésta ha
sido mi última historia.
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