domingo, 18 de enero de 2015

LA CITA

                                                                     
                                                           
         Era un bar pequeño, antiguo, de barriada, de bocadillo y cerveza, de partida de dominó, de  inextinguible olor  a tabaco y  fritura, y  de cierta y fija clientela. Era sábado anochecido, y los sábados por la tarde apenas entraba nadie.


Todo estaba dispuesto para cerrar. Un viejo sentado en la única mesa libre de sillas puestas boca abajo miraba la televisión como vehículo de sus ensoñaciones. A su derecha, dos hombres de pie, con vestimenta de trabajo, agotaban sus bebidas y hablaban quedos con Manolo, el dueño del bar que le daba nombre, y que, al otro lado de la barra, secaba los últimos vasos.

En  el otro extremo de la misma, junto al teléfono público, sentado en un taburete, solitario, ensimismado, otro cliente, de ancha espalda y pelo rubio,  bebía cerveza. Llevaba varias horas allí,  y en el sopor de las cervezas escuchaba los ruidos apagados de la calle, como buscando un pensamiento concreto al que adherirse.

 De pronto,  en  el sosiego de aquellos instantes, una mujer vestida de rojo  fiesta abrió la puerta de entrada. Todos la miraron tan sorprendidos  como admirados por su belleza. Era alta,  morena, e iba tocada con un gorro en forma de boina de punto grueso. Indiferente a las miradas, la mujer escrutó ávidamente a cada uno de ellos hasta dar con el hombre sentado en el taburete. Cerró puerta tras de sí tratando de no hacer ruido, y asida a su pequeño bolso negro de charol se acercó a él

-         Hola- dijo sonriendo – Tarde, pero he llegado

El hombre giró la cabeza y se dio de bruces con la mirada de la mujer. Devolvió el saludo tímidamente. Luego volvió a hundir su mirada en el vaso de cerveza

-         ¡Uff!- jadeó la mujer con clara afectación -. ¡Menudo sofoco!- dijo-  Hay obras en la calle y el taxi me ha dejado a una manzana de aquí.  Creo que debería  dejar de fumar y hacer más ejercicio.

Él la miró de soslayo. Apenas había espacio entre ambos. Iba a decir algo, pero Manolo se acercó a ellos y  preguntó:

-         ¿Quieres tomar algo, reina?
-         No, gracias – dijo la mujer

El hombre siguió con la mirada a Manolo, que entró en la cocina y vio cómo cruzaba  el vano de la ventana por donde servían los platos.

-         Gracias por no haberte ido.- dijo la mujer   – Pensé que ya no te encontraría.

El hombre giró la cabeza

-         ¿Nos conocemos? – dijo

Pero la mujer pareció no escucharle:

-         Creí que no volvería a verte nunca más.  Siento haberme retrasado.
-         No tienes por qué disculparte... No…- comenzó a decir el hombre sin poder reconocer aquel rostro ovalado.
-         Estoy muy avergonzada- atajó la mujer- ¡Qué pensarás de mí! Nuestra primera cita y llego tarde. Lo siento. Odio llegar tarde
-        Te equivocas...
-        No sé cómo me ha podido suceder...- volvió a interrumpir ella- pero cuando me he dado cuenta.... Te agradezco infinitamente que me hayas esperado
-        No tienes por qué excusarte.
-        Sí debo. Ha sido una falta de consideración imperdonable. Lo lamento.

El hombre, que seguía apoyado cansinamente sobre la barra jugueteando con el vaso de cerveza entre las manos, molesto,  se irguió  y se volvió hacia la mujer. Al girarse en el taburete su rodilla rozó la  falda de ella. De súbito se sintió anonadado por la beldad de la mujer que le miraba.

-      Estás… en un error – acertó a decir – Me confundes con otra persona
-        ¿Qué quieres decir?- replicó la mujer
-        Que sintiéndolo mucho tú y yo nunca hemos sido presentados.
-        Eso no significa que no nos conozcamos
-         Obsérvame detenidamente...
-         Te observo...- dijo.  La mujer guardó un breve silencio. Parecía divertida. Luego, añadió –: Sí, no cabe la menor duda,  eres tú: la misma barba de varios días, la misma…corpulencia, los mismos ojos, el mismo… corte de pelo, el mismo… tono de voz. ¿Finges no conocerme?
-         ¿Por qué habría de fingir?
-         No lo sé. ¿Tal vez porque he llegado tarde?

El hombre volvió a girarse en el taburete

-         Ni siquiera sabía que teníamos una cita
-         Pues así es. Y espero que hayas reservado mesa en algún restaurante
-         Siento defraudarte, pero no tengo como costumbre reservar mesa por si una desconocida…
-         Todos los hombres deberían tener siempre una mesa reservada en un buen restaurante – sentenció la mujer –  La ciudad está llena de chicas que en cualquier momento pueden desear cenar. ¿No lo sabías?
-         No. ¿Sabes? – dijo el hombre incomodado volviendo a enderezarse en el asiento –  Me encantaría seguir hablando contigo. No sólo me pareces muy divertida, sino también muy… Pero…
-         ¿Puedo sentarme?-  le interrumpió la mujer atrayendo hacia sí el taburete que se hallaba a su espalda.   Luego se acomodó en él no sin dificultad por la estrechez de su falda. Dijo –: Soy toda oídos. Puedes continuar. Te habías quedado en que soy una mujer muy, muy atractiva. Y como ves, también una mujer sin escrúpulos a la hora echar mano de tópicos.

El hombre sonrió complacido.

-         Desgraciadamente no tengo tiempo. – dijo – Se me ha hecho tarde.  – el hombre se levantó, apuró el vaso cerveza y meneó las piernas para desentumecerlas.  – Y, efectivamente – siguió diciendo –  eres muy atractiva. Tanto que me resultaría imposible olvidar que he quedado a cenar con una mujer como tú. A no ser que quedáramos citados en la adolescencia.
-         No, no hace tanto tiempo. – dijo la mujer mientras él trataba de localizar a Manolo con la mirada.
-         Aunque también puede ser que estés conchabada con alguien y me estéis gastando una divertida broma.
-         En absoluto – dijo la mujer ajustando su voz  a un tono formal
-         Te creo. Nadie sabe que estoy aquí
-         ¿Nadie?
-         Absolutamente nadie. Y…, como ves, tampoco es un lugar muy adecuado para quedar con una chica. Es cutre y rancio. ¿No te parece?
-         En ese caso, la explicación más plausible sea que yo, una loca despechada, al pasar por la puerta, te haya visto y confundido con el hombre de mis desengaños.  
-         No lo creo. Lo más probable es  que me parezca extraordinariamente a otra persona. – el hombre calló y  alzó el brazo para llamar la atención de Manolo. Luego, presionado por el silencio de la mujer, continuó diciendo –: No sé si es bueno que dos personas tan parecidas vivan en una misma ciudad, ¿no crees? Tal vez ese otro no sólo conozca chicas guapas. Tal vez también esté relacionado con gente indeseable, o tenga alguna deuda con la justicia. ¡Quién sabe! Sí, creo que ha llegado el momento de pensar seriamente en dejarme barba cerrada – acabó diciendo ante la presencia de Manolo.
-         ¿Podría decirme cuánto le debo? – preguntó a éste

Manolo expresó la cuenta como si ya la tuviera calculada de antemano. El hombre sacó entonces su billetera del bolsillo interior de la chaqueta y extendió un billete rojizo. Los dos hombres del otro extremo de la barra apuraron sus bebidas, saludaron y salieron del bar.  La mujer comenzó a rebuscar en su minúsculo bolso negro. Al instante Manolo volvió con las vueltas del dinero  en  un  platillo de porcelana que dejó sobre la barra. La mujer, mostrándole un paquete de cigarrillos preguntó: ¿Puedo? Está prohibido, pero si no se lo dice a nadie… –  contestó Manolo. La mujer le dedicó una forzada sonrisa de agradecimiento. Encendió un cigarrillo y dio una profunda bocanada de humo. Tenía ahora una expresión grave.

-         Carlos, al final lograrás confundirme - dijo
-         Veo que sabes mi nombre…- exclamó él
-         ¡Claro que sé tu nombre!- dijo ella
-         ¿Y qué más sabes de mí?
-         Eres escultor.
-         ¿Cómo te llamas?
-         Inés
-         Inés, me encantaría tener tiempo para seguirte el juego. Me gustaría saber hasta donde estabas dispuesta a llevarlo, pero ya te he dicho que se me ha hecho tarde.  No sé quién eres ni  a qué te dedicas, pero..., créeme, tienes talento para la escena.
-         Carlos- atajó ella- ya está bien. No puedes irte así. Esta broma empieza a hacerse pesada. Entiendo que estés enfadado, yo lo estaría, incluso furioso conmigo por haber llegado tarde a la cita. Pero me parece de muy mal gusto que te vayas así,  fingiendo no conocerme.

Manolo puso ante ella un viejo, triangular y requemado cenicero de latón Zinzano.
Carlos, dispuesto a marcharse, miró al suelo contrariado.

-         Está bien – dijo por fin –  hagamos un esfuerzo los dos suponiendo que ninguno esté representando esta pantomima, ¿de acuerdo?
-         De acuerdo – dijo la mujer. Dejó el bolso sobre la barra y cruzó las piernas dejando ver su bien formada constitución
-         Bien- comenzó a decir él apoyándose en el borde del taburete- ¿De qué o de dónde me conoces? ¿Del colegio? ¿Hemos crecido en el mismo barrio? ¿De la facultad? ¿De... la mili?
-         ¿Dónde la hiciste?- dijo Inés.
-         En Melilla. Regulares. Espero que no seas el Piñata transexuado. Te advierto que eso no afianzaría nuestra amistad.
-         Descuida, no soy el Piñata. De hecho nos hemos conocido esta mañana
-         Esta mañana...- repitió Carlos  –  ¿Dónde?
-         Lo sabes muy bien.
-         Hemos quedado en que haríamos un esfuerzo. ¿Dónde?
-         En los antiguos hangares de autobuses.
-         ¿Cómo fue?

Inés descruzó las piernas y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Posteriormente, dijo:

-         Acabábamos de llegar a la exposición. Mirábamos una talla que representaba  en grandes dimensiones a una mujer que se devoraba así misma. Bromeamos sobre ella. Luego seguimos juntos el recorrido.
-         Sigue
-         Al salir me invitaste a tomar algo en una terraza cercana. Hablamos de pintura, de las nuevas tendencias y otras estupideces varias. Siempre en plan de chanza, lógicamente.   
-         Continúa
-         No recuerdo quién de los dos propuso almorzar juntos
-         Seguramente fui yo. En realidad voy a las exposiciones a ligar, y siempre sigo el mismo procedimiento: recorrido, gracietas, terraza, y proposición de almuerzo ¿Dónde comimos?
-         ¿Sigues sin recordar?

Carlos hizo un gesto ambiguo con la cabeza.

-         Fuimos a  un restaurante no muy lejos de allí – dijo Inés con apatía –   No recuerdo el nombre.
-         ¿Cómo era?

Inés tuvo la impresión de estarle haciendo  el juego al hombre y empezó a sentirse furiosa. Cruzó de nuevo las piernas y se removió en el asiento.

- ¿Quieres que te lo describa? – dijo – Está bien. No era un local muy grande. El techo estaba abovedado y se alumbraba únicamente con multitud de velas, lo que le daba un aire de ermita. Nunca había estado allí, y, francamente, me fascinó. El mantel de las mesas era de papel blanco. Y sobre ellas, aparte del vaso que contenía un pequeño cirio, había un cubilete con lápices de colores. Nada mas sentarnos te pusiste a dibujar sobre el mantel. En realidad, todos los cuadros que colgaban de las paredes eran manteles dibujados por clientes. Luego yo…
-         Dibujaste mi cara en medio del mantel, mirando hacia mi, es decir al revés dese tu posición en la mesa
-         Quería impresionarte
-         Y lo conseguiste. Sobre todo por la confianza que demostraste en tu talento. Oyéndote hablar parecía inevitable que pronto te convirtieras en una pintora reconocida. ¿Lo conseguiste? Supongo que sí.
-         Lo que tú llamas inevitable no es tan perentorio. Me alegra que empieces a recordar. Luego al salir, quedamos citados aquí.
-         ¿Por qué me diste plantón?
-         No te di plantón, llegué tarde...he llegado tarde.
-         ¿Muy tarde?- inquirió Carlos.
Inés asintió con la cabeza
-         ¿Por qué llegaste tarde?
-         Comencé muy pronto a arreglarme para la cita. Luego me senté en el sofá a esperar la hora…, y perdí la noción del tiempo.
-         Bueno…. ¿Quién no ha perdido alguna vez la noción del tiempo?
-         Sí, ¿quién no? – La mujer miró su minúsculo reloj de pulsera. Eran pasadas las once – No sé – dijo viendo que  él se ponía de pie  – si a esta hora encontraremos mesa en algún restaurante.

Carlos empezó a pausadamente las monedas devueltas del platillo de porcelana, dijo:
  
-         Seguramente yo llegué puntual  – y su voz sonó apagada, como evocativa  –  Y viendo que no llegabas,  me iría pensando que te habías olvidado o arrepentido. Sí, seguramente pasó eso. Y con el transcurso  del tiempo…
-         Oh, vamos, Carlos, solo han sido dos horas. No una eternidad.
-         ¿Dos Horas?- dijo él extrañado.
-         Sí, dos horas.
-         ¿Sabes?  Sigo yendo a casi todas las exposiciones. Tal vez volvamos a coincidir en alguna de ellas.  Me encantaría. Disculpa que no te haya reconocido.

Y el hombre se giró y se dirigió hacia la puerta. Parecía desconcertado. Antes de abrirla, volvió a girarse, miró a la mujer y  repitió algo, pero la mujer no pudo oírle.


5 comentarios:

  1. Jum. El final me ha dejado un poco pillado.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

      Eliminar
    2. Gracias por contestar. Te lo agradezco.
      Sí, creo que tienes razón, el final…, creo que deja bastante que desear. Tenía otros finales pero…, me incliné por éste.
      Dos horas de retraso en una cita no es la eternidad. Pero los pensamientos que se suceden en una persona, o los hechos que pueden suceder en dos horas, los cambios…, sí pueden tardarse una eternidad en explicarlos. De cualquier modo es obvia mi falta de pericia. Creo que voy a adoptar la costumbre de guardar en el cajón mis historias al menos una semana para poderlas corregir con cierta objetividad.

      De cualquier modo, gracias por tu comentario.

      Eliminar
  2. No me refería a eso, más bien me dejó un poco pillado porque deja las cosas colgadas. Pero no dije que me disgustara, a veces mola que las cosas se queden colgadas. Además, la historia es tuya y tienes el derecho y deber de hacer lo que te plazca con tus cuentos. Los finales son tuyos y de nadie más. Jeje. Así puedes sentirte poderoso.

    ResponderEliminar
  3. Ah, y me gusta el relato. Que es lo primero que debería haber dicho y no dije. Perdón :(

    ResponderEliminar