domingo, 7 de diciembre de 2014

UN PEQUEÑO SACRIFICIO

                      

Cuatro amigas: Mary Carmen, Ana, Ángela  y Lidia,  se conocían desde la más tierna infancia. Nacidas en el mismo y floreciente barrio, crecieron y estudiaron juntas desde preescolar. Habían celebrado su primera comunión el mismo día, y cada una asistió a la boda de las otras como invitada de honor y en un periodo de tiempo que no sobrepasó el año.


Dios sólo quiso dar hijos a Ángela y Lidia, pero éstos, por vicisitudes del trabajo, unos antes y otros después, abandonaron el país al terminar sus estudios universitarios,  por lo que sólo se veían con sus padres unos breves días en navidad.

Las cuatro disfrutaban de una vida cómoda y llena de satisfacciones, si bien, por qué no decirlo, algo  desapasionada.

Sus maridos, cuatro prohombres, mayores que ellas, las colmaban de todas las atenciones que una mujer puede desear, tanto en lo  económico como en lo emocional. Si alguna objeción había que ponerles, era su excesivo amor y dedicación al trabajo.

 Los amaban y respetaban, y jamás tuvieron necesidad o deseo de experimentar cualquier  aventura extramatrimonial, aunque ocasiones a ninguna de las cuatro les faltaron.

A pesar de todas las circunstancias que la vida va colocando en el camino, nunca perdieron, pues, su inestimable e irrenunciable amistad.

Se telefoneaban casi a diario,  y raro era que no se vieran entre ellas varios días a la semana.

 Cada viernes, invariablemente, Mary Carmen, Ana, Ángela y Lidia se citaban en una céntrica cafetería de la ciudad.

Hablaban una vez más de sus maridos. Del poco tiempo que compartían con ellas al cabo de la jornada. Censura que con los años fue disminuyendo, pasando de severa, a tímida referencia. Al punto que, de ser sinceras consigo mismas, tal vez hubieran tenido que admitir que cualquier cambio en su convivencia matrimonial, les hubiera supuesto una gran contrariedad, habituadas como estaban a su modo de vida.

La verdad era,  que secretamente, las cuatro temían la hora de la no muy lejana jubilación de sus maridos.

-        ¿Os imagináis- dijo de pronto Mary Carmen, tal vez la más divertida de las cuatro - que el infortunio, ¡Dios no lo quiera!, nos volviera viuditas  a las cuatro?

Todas rieron la ocurrencia de Mary Carmen.

-        ¡Pobrecillos! – exclamó Lidia – Mejor divorciarse
-        Aún jóvenes- siguió diciendo Mary Carmen, (Si bien las cuatro sobrepasaban, aunque por meses, los sesenta) - podríamos volver a vivir juntas, como cuando estudiábamos en la universidad. Libres y económicamente bien situadas, aún lograríamos vivir, o revivir, alguna que otra aventura, ¿no creéis?

Cuando acabaron las risas, un breve silencio indescifrable se estableció entre ellas. Ana lo rompió diciendo, como para sí misma, bajando la mirada:

-        Vivir juntas de nuevo…
-        Deberíamos  renunciar a nuestra independencia – dijo Ángela  – No sé, no sé…

Pero las cuatro siguieron bromeando y fantaseando como cuatro adolescentes con aquella idea descabellada, a la vez que rememoraban  su convivencia en la universidad de Pamplona.

Pasaron los meses y no fueron pocos los encuentros en los que  salió a relucir aquella idea que tuviera  Mary Carmen.

Quiso la desgracia cebarse precisamente en ella, y un aire lleno de alacranes devoró los pulmones de su querido marido en apenas tres meses.

 Fue un duro golpe.

 Las tres amigas consolaron a la recién viuda acompañándola en todo momento en su dolor.

Al mes del sepelio, Mary Carmen, tal vez para olvidar, decidió salir de su entorno y viajar por todo el mundo en compañía de Blanca, una divorciada vecina suya. Ora lo hacían por Europa, ora por Sudamérica, ora por Asia, pasando meses enteros de ausencia.

 Sin Mary Carmen, los encuentros de Ana, Ángela y Lidia, ya no eran lo mismo. Así lo tuvieron que reconocer. Mary Carmen, era, innegablemente, el alma misma de aquella amistad que hasta aquel entonces había sido ininterrumpida e inquebrantable.

 Y sin ella, viernes había que ni siquiera se reunían. Llegó un momento en que sólo lo hacían cuando Mary Carmen volvía de alguno de sus viajes y las citaba en su propia casa.

En la última ocasión,   tras contar su vivencia en Tailandia, se interesó, como era natural, por sus amigas, y cuál no sería su sorpresa cuando se enteró de que en las últimas dos semanas, Carlos, el ingeniero industrial, marido de Ana, había muerto en un estúpido accidente domestico; que Juan, el corredor de bolsa, marido de Ángela, había fallecido en un  accidente  al fallar incomprensiblemente los frenos de su automóvil. Y si esto no fuera poco, la vida, en su obcecación,  se ensañaba  con Lidia, pues su marido, Ricardo, afortunado agente inmobiliario, agonizó horriblemente de una extraña intoxicación.

Suspiraron las cuatro mujeres en su desgracia, dadas, qué remedio, a su triste destino.

Al cabo de un mes escaso, Mary Carmen, Ana, Ángela y Lidia, viudas ya,  decidieron vivir juntas para sobrellevar su soledad.

 No fue una decisión fácil, pues cada una, en cierta manera, renunciaba a su independencia, pero la amistad, como todos sabemos, bien vale un pequeño sacrificio.  
 




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