Cuatro amigas: Mary Carmen,
Ana, Ángela y Lidia, se conocían desde la más tierna infancia. Nacidas
en el mismo y floreciente barrio, crecieron y estudiaron juntas desde preescolar.
Habían celebrado su primera comunión el mismo día, y cada una asistió a la boda
de las otras como invitada de honor y en un periodo de tiempo que no sobrepasó
el año.
Dios sólo quiso dar hijos a
Ángela y Lidia, pero éstos, por vicisitudes del trabajo, unos antes y otros
después, abandonaron el país al terminar sus estudios universitarios, por lo que sólo se veían con sus padres unos
breves días en navidad.
Las cuatro disfrutaban de una
vida cómoda y llena de satisfacciones, si bien, por qué no decirlo, algo desapasionada.
Sus maridos, cuatro
prohombres, mayores que ellas, las colmaban de todas las atenciones que una
mujer puede desear, tanto en lo económico
como en lo emocional. Si alguna objeción había que ponerles, era su excesivo
amor y dedicación al trabajo.
Los amaban y respetaban, y jamás tuvieron
necesidad o deseo de experimentar cualquier aventura extramatrimonial, aunque ocasiones a
ninguna de las cuatro les faltaron.
A pesar de todas las
circunstancias que la vida va colocando en el camino, nunca perdieron, pues, su
inestimable e irrenunciable amistad.
Se telefoneaban casi a
diario, y raro era que no se vieran
entre ellas varios días a la semana.
Cada viernes, invariablemente, Mary Carmen,
Ana, Ángela y Lidia se citaban en una céntrica cafetería de la ciudad.
Hablaban una vez más de sus
maridos. Del poco tiempo que compartían con ellas al cabo de la jornada.
Censura que con los años fue disminuyendo, pasando de severa, a tímida
referencia. Al punto que, de ser sinceras consigo mismas, tal vez hubieran
tenido que admitir que cualquier cambio en su convivencia matrimonial, les
hubiera supuesto una gran contrariedad, habituadas como estaban a su modo de
vida.
La verdad era, que secretamente, las cuatro temían la hora
de la no muy lejana jubilación de sus maridos.
-
¿Os imagináis-
dijo de pronto Mary Carmen, tal vez la más divertida de las cuatro - que el
infortunio, ¡Dios no lo quiera!, nos volviera viuditas a las cuatro?
Todas rieron la ocurrencia de
Mary Carmen.
-
¡Pobrecillos! –
exclamó Lidia – Mejor divorciarse
-
Aún jóvenes-
siguió diciendo Mary Carmen, (Si bien las cuatro sobrepasaban, aunque por
meses, los sesenta) - podríamos volver a vivir juntas, como cuando estudiábamos
en la universidad. Libres y económicamente bien situadas, aún lograríamos vivir,
o revivir, alguna que otra aventura, ¿no creéis?
Cuando acabaron las risas, un
breve silencio indescifrable se estableció entre ellas. Ana lo rompió diciendo,
como para sí misma, bajando la mirada:
-
Vivir juntas de
nuevo…
-
Deberíamos renunciar a nuestra independencia – dijo
Ángela – No sé, no sé…
Pero las cuatro siguieron
bromeando y fantaseando como cuatro adolescentes con aquella idea descabellada,
a la vez que rememoraban su convivencia
en la universidad de Pamplona.
Pasaron los meses y no fueron
pocos los encuentros en los que salió a
relucir aquella idea que tuviera Mary
Carmen.
Quiso la desgracia cebarse
precisamente en ella, y un aire lleno de alacranes devoró los pulmones de su
querido marido en apenas tres meses.
Fue un duro golpe.
Las tres amigas consolaron a la recién viuda
acompañándola en todo momento en su dolor.
Al mes del sepelio, Mary
Carmen, tal vez para olvidar, decidió salir de su entorno y viajar por todo el
mundo en compañía de Blanca, una divorciada vecina suya. Ora lo hacían por
Europa, ora por Sudamérica, ora por Asia, pasando meses enteros de ausencia.
Sin Mary Carmen, los encuentros de Ana, Ángela
y Lidia, ya no eran lo mismo. Así lo tuvieron que reconocer. Mary Carmen, era,
innegablemente, el alma misma de aquella amistad que hasta aquel entonces había
sido ininterrumpida e inquebrantable.
Y sin ella, viernes había que ni siquiera se
reunían. Llegó un momento en que sólo lo hacían cuando Mary Carmen volvía de
alguno de sus viajes y las citaba en su propia casa.
En la última ocasión, tras contar su vivencia en Tailandia, se
interesó, como era natural, por sus amigas, y cuál no sería su sorpresa cuando
se enteró de que en las últimas dos semanas, Carlos, el ingeniero industrial,
marido de Ana, había muerto en un estúpido accidente domestico; que Juan, el corredor
de bolsa, marido de Ángela, había fallecido en un accidente
al fallar incomprensiblemente los frenos de su automóvil. Y si esto no
fuera poco, la vida, en su obcecación,
se ensañaba con Lidia, pues su
marido, Ricardo, afortunado agente inmobiliario, agonizó horriblemente de una
extraña intoxicación.
Suspiraron las cuatro mujeres
en su desgracia, dadas, qué remedio, a su triste destino.
Al cabo de un mes escaso,
Mary Carmen, Ana, Ángela y Lidia, viudas ya,
decidieron vivir juntas para sobrellevar su soledad.
No fue una decisión fácil, pues cada una, en
cierta manera, renunciaba a su independencia, pero la amistad, como todos
sabemos, bien vale un pequeño sacrificio.
Casi, casi, Real. Pero eso jamás será posible.
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