domingo, 9 de noviembre de 2014


                                                  ¡PLOF!




Estoy mirando la televisión  echado en una especie de cheslón que parece hecha a mi medida. Los frenéticos cambios de la pantalla no me dejan entender nada. Y sólo miro.

Por la luz que entra a  través del ventanal de mi izquierda, deben ser las once de la mañana.

Una mujer aparece y desaparece en el salón. Entra por una puerta y sale por la otra… y viceversa.  A veces me dice algo sin detenerse. A distancia. Pero yo nunca respondo.  Bien porque no  he entendido lo que ha dicho, o bien por ociosidad.

 Otras se detiene y me pregunta: ¿Estás bien? Yo contesto con un leve movimiento de cabeza. Hace años, creo, que no pronuncio una sola palabra. Para qué. Yo siempre estoy bien. En otras ocasiones me pregunta si necesito algo. ¡Qué puedo necesitar yo en estas circunstancias! Y en otras se acerca a pocos centímetros de mi cara y me observa atentamente, desde varios ángulos, como si mirase  un espejo para cerciorarse de que está impoluto.

Cuando se le antoja me asienta el cabello con las manos o me limpia las comisuras de los ojos o de los labios con el pico de un pañuelo. La verdad es que esta mujer es un poco cargante. Nunca deja de observarme. Y el caso es que no sé quién es.

 También a ciertas horas del día, cuando la luz se va tornando dorada,  hay un niño. Debe tener seis o siete años. Cuando llega me dice hola, me da un beso en la mejilla y me espanta las moscas de la cara. Si las hubiera, que casi nunca las hay.

Luego se toma la merienda y se pone a jugar sobre la alfombra, junto al televisor y me habla sin parar, como haciéndome partícipe de sus juegos.

Ya anochecido llega un hombre. Es el mejor de los tres. Apenas me presta atención. Lo cual le agradezco.

 Esta no es mi familia. Ni esta es mi casa. Soy victima de un gran error. Cuando me trajeron aquel día se equivocaron. Lo dije nada más entrar. Pero nadie me hizo caso. Algo debió pasar, algo que nunca he comprendido. Pero puedo asegurar que ésta no es mi casa. Ni mi familia

 No sé cuando ocurrió. No logro acordarme. ¿Ayer? ¿Hace un año?¿Hace veinte, treinta? ¡Quién sabe realmente cuando empiezan las cosas! O cuando terminan.

 Los domingos solía dar largos paseos. A veces solo, y a veces acompañado por mi hija, pero en aquella ocasión no pudo acompañarme. No recuerdo por qué. Salí pues  muy temprano.

Yo vivía –  ahora no sé dónde vivo –  a las afueras del pueblo, en la urbanización de Sasoliveres, y aquel día decidí encaminarme hacia Igualada  y no hacia San Genis como en otras ocasiones. Así que enfilé la avenida Angel Guimerá.


Siempre me gustó caminar sin rumbo: admirar el sinuoso oleaje de los  trigales, observar la ermita románica de San Jaume, el brillante cielo de la mañana, oír los trinos de los pájaros o contemplar el macizo de Monserrat e imaginar que era la aleta dorsal de un gigantesco dinosaurio.

No sé, todas esas cosas tan simples e inmediatas. Aunque también, y en no pocas ocasiones,  simplemente  paseaba concibiendo ficciones o cándidas entelequias.

 Me sentía exultante y me paraba aquí y allá por cualquier cosa que llamara mi atención. Pero sobre todo, aquellos paseos ejercían  sobre mi un efecto balsámico: nunca en mi vida tuve un problema, por grave que fuera, que no atemperara un paseo bajo los primeros rayos de sol.

 Pasé la piscina municipal donde aprendí a flotar, el cruce que sube al instituto de enseñanza en el que estudié y las primeras casas del pueblo propiamente dichas  hasta llegar a la rotonda. Allí dudé, durante largo rato,  si girar por la avenida Gaudí o dirigirme a  Montbuit. Al final elegí seguir recto y encaminarme al centro del pueblo.

Rodeé la rotonda, crucé la calle…., e inopinadamente,  me detuve a mirar el escaparate de la primera tienda que encontré: un concesionario de coches. Cosa que rara vez hacía.

Y algo me llamó la atención en la vidriera del aparador: mi reflejo. Era yo, por supuesto, pero distinto. Aquel día  iba vestido con pantalones de  algodón, camisa y jersey. Pero la luna del escaparate me reflejaba con traje de chaqueta gris cruzada y corbata, como si fuera a un acontecimiento social importante. 

Pestañeé  incrédulo frunciendo el ceño. Debía tratarse de un efecto óptico, pero por más que me fijaba, mi imagen trajeada seguía  allí. 

Lógicamente me sentí desconcertado: yo no vestía traje cruzado. O sí.  También caí en la cuenta de que en la imagen, a pesar de ir impecablemente conjuntado, como ya he dicho,  iba…, descalzo.

Tenía los pies absolutamente desnudos: sin calcetines ni zapatos. Siempre he sido algo…, distraído en el vestir, bien es verdad, pero nunca hasta ese punto. Nadie lo es. ¿Cómo no pude caer en la cuenta de que iba descalzo? ¿Cómo pude salir de casa con los pies desnudos?  ¿A dónde iba?

 Pero ninguna de estas preguntas pude responderme.  Traté pues de reconocer el traje. No he tenido muchos en mi vida, y sólo me los he puesto para ir a bodas o entierros. Pero tampoco logré recordar nada.

 Los gestos que hacía los reproducía mi reflejo con fidelidad, pero…¿y si trataba de quitarme los zapatos? ¿Podría repetir tal acción mi imagen descalza?

Me miré directamente a los ojos y desasosegado dudé de mi propósito. ¿Qué demostraría con ello?

 Y de pronto, como saliendo de un  encantamiento,  me reflejé en la luna del escaparate con natural exactitud. Sentí el mismo alivio que experimentamos al despertar de un mal sueño. Respiré hondo. Todo había sido una fantasía, una ilusión visual, concluí.

E iba a emprender mi camino, feliz, aunque levemente aturdido, cuando pensé que… tal vez, dicho alivio fuera infundado, y que en realidad,  estuviera viéndome por los ojos de mi reflejo. 

En ese justo momento, vi que el dueño o dependiente de la tienda me miraba sonriendo  desde el interior. Hice un gesto de contrariedad, como si fuera pillado en falta, me giré lentamente y continué mi paseo.

 La calle en ese punto se eleva en una suave cuesta. Me hallaba a mitad de la misma, antes de llegar a la gasolinera que hace esquina con la calle  Prat de la Riva, cuando me ocurrió algo que me dejó atónito.

De pronto, al bracear para dar un nuevo paso, mi brazo izquierdo se descolgó de mi hombro y fue a caer delante de mi haciendo un ruido sordo: ¡Plof! Por la inercia, casi lo piso.

 Cayó  de mi hombro como una fruta madura. ¡Plof! Me llevé la otra mano, claro,  al hombro en un acto reflejo, asustado.

No debería mencionarlo, por leve, el dolor que sentí, ni la sangre, que apenas brotó escasos segundo y que desapareció como por arte de magia. Y sin poder cohibirme, me eche a reír como un loco mirando el brazo.

Reí desesperadamente, lo confieso. Se que es dramático, pero hay que reconocer que, con el paso del tiempo,  la cosa tiene su gracia, el brazo cayó de mi hombro con mangas y todo. Y no pude evitarlo: me reí. ¿Y ahora qué hago?, me dije. ¿Lo recojo, o lo dejo allí mismo? ¿Debería enterrarlo?

 Había que afrontar la situación. Lo recogí. Y disimuladamente, observando que nadie me veía lo tiré a una papelera. Era el brazo izquierdo y yo soy diestro: me conformé. No es que no lamentara la perdida del brazo. Pero lamentarse tampoco sirvía de nada.

 No tardé mucho en olvidarme del percance. Es curioso lo fácilmente que nos adaptamos a las circunstancias. Que nos hacemos a las ideas. Hacía un momento tenía todos mis brazos y ahora era manco. ¡Qué le vamos a hacer!  Seguí pues caminado.

Pasear recién salido el sol por las ciudades, los pueblos, el mismo campo, me produce un inexplicable optimismo. Es sin duda, mi hora favorita del día. Los colores parecen recién pintados. Las cosas, no sé si influenciadas por la oscuridad,  la luna o las estrellas,  parecen acabadas de despertar desprendiendo un lánguido candor, como si cada día, a esa hora, todo viviera una nueva juventud que el paso de las horas desgraciadamente, abruma.

Y a mi, esas horas previas, me hacen sentir feliz. Aunque yo siempre o casi siempre me he sentido feliz. Nunca he deseado grandes cosas. No es que no haya tenido inquietudes, o fracasos, que de todo he tenido, pero jamás me han obsesionado.

Esto le sacaba a mi mujer un poco de quicio, una vez me dijo: Tienes un espíritu de animal. No sé qué quiso decir. Pero no me di por ofendido. ¿Para qué? Soy como soy.

Llegué a la plaza Castells. Es una plaza pequeña y triangular. Allí está, limitando la fachada de  l´Escola Pia uno de sus lados. También ubica el monumento negruzco y sucio por las irreverentes palomas d´Atoni Franch. Tiene árboles, y bancos y pequeñas zonas con césped.

 En uno de los vértices,  hay una fuente en medio de un círculo empedrado, bordeado en su parte interior de hierba. Me hallaba en la acera opuesta de  la Rambla de Sant Ferran. Tenía sed. Miré a uno y otro lado antes de cruzar asegurándome de que no venían vehículos y crucé rápidamente.

Siempre he tenido un miedo infantil a los coches. Pero calculé mal, y al llegar al otro lado de la calzada, con el ímpetu,  tropecé en el bordillo y caí. Tuve suerte y fui a dar con mi cuerpo sobre el pequeño césped que rodea la fuente de piedra.

 Medio metro más a la izquierda y me hubiera estrellado contra la misma. Me quedé allí tumbado, sobre la hierba,  boca abajo, reponiéndome  del susto. Estaba bien. Me volteé y quedé sentado.

Fue entonces cuando me percaté de que un hombre, de pie, claro, me miraba con cara de estupefacción. Pasmo que me contagió al instante, pues en sus antebrazos sujetaba una pierna humana, desnuda aunque con zapato y calcetín.

-         ¿Es suya?- dijo mostrándomela.
-         ¿El qué?- pregunté, aunque estaba claro a qué se refería
-         Esta pierna.
-         ¿Mía? No.- dije con cierta repugnancia
-         ¿Está seguro?- insistió

Miré mis extremidades extendidas sobre la hierba. Con estupor comprobé que la pernera derecha de mi pantalón estaba vacía. Levanté la vista y reconocí el zapato. Era mi pierna.

-         Se la dejo aquí- dijo el hombre amablemente dejándola a mi lado. – Si puedo hacer algo por usted...
-         No, no. No se preocupe, estoy bien.

Me quedé sentado un rato reflexionando. Sentí una especie de angustia. Dudé de cómo podría valerme de allí en adelante con sólo un brazo y una pierna. Pero mi ansiedad no duró mucho. 

Tampoco noté dolor. N sangraba. La pierna, con el tropezón, se había desprendido de mi cuerpo limpiamente, como el brazo. Poco a poco me fui conformando. Son cosas que le pueden pasar a cualquiera. De caer sobre el empedrado, o dado contra la fuente  hubiera podido ser mucho peor. En el fondo tuve suerte. Siempre hay que dar gracias.

Doblé con cuidado la pernera del pantalón, la sujeté en la cintura y traté de incorporarme. No me resultó fácil con un solo brazo y una sola pierna guardar el equilibrio.

 Mientras lo intentaba, un operario del ayuntamiento, con un carrito de basura, escoba y recogedor, muy diligente, sin consultarme, como si fuera para él lo más natural del mundo, recogió la pierna y la metió en el pequeño contenedor de plástico.

No dije nada.  Qué podría haber objetado: sólo hubiera podido recuperar el calcetín. Bebí agua en la fuente y agradecí que me quedara el brazo derecho y la pierna izquierda. Supuse, no sé si con razón o no en aquel momento,  que así sería más fácil impulsarme.

Y me fui. Ahora dando saltos. Como un canguro desnaturalizado o un niño jugando a la pata coja. Crucé de acera para poderme apoyar con la mano en la pared al saltar y seguí Rambla Sant Ferran abajo.

Pronto mi pierna izquierda se robusteció. Y al cabo de una hora ya había adquirido cierta soltura y técnica al desplazarme. Asumí mi nuevo estado físico. Uno, como ya dije, se hace a todo.

Seguí caminado, es un decir, ya más despacio. Cojo y manco me cansaba cada poco trecho, lógicamente, lo que me obligaba a reposar  para tomar aliento.

Muchas personas con las que debía cruzarme se cambiaban de acera para no entorpecer mi marcha; otros, los más, me dirigían una breve mirada y giraban rápidamente la cabeza, supuse que por pudor o recato.

Pero lo peor era el lamentable estado de las aceras. Cuando no hacían una leve cuesta hacia  la calzada,  por los vados o el deterioro del tiempo, eran  las baldosas que se hallaban desprendidas, lo que dificultaba enormemente mi avance, si no lo hacían en verdad penoso.

Reponía fuerzas una de esas veces apoyado en la esquina de la calle j. Martí i Franquesa cuando reconocí a Blai Bonet que venía cabizbajo hacia mi.  A Blai Bonet todo el mundo le llamaba Blai, pero yo, cuando me dirigía a él, le llamaba por el nombre y los dos apellidos: Blai Bonet i Rigo.

Sí, se llamaba exactamente igual que el poeta mallorquín. Habíamos trabajado juntos hacía ya mucho tiempo. Era una buena persona, me caía bien, extremadamente tímida, de poco carácter, pero muy diligente.

Una vez me hizo un gran favor, auque la verdad fue que la verdadera grandeza estuvo en la importancia, casi desmesurada, que yo le otorgué a tal favor  para  elevar su casi inexistente autoestima.

Parecía desmejorado, pensativo, como si un problema le afligiera.

-         Hola, Blai Bonet i Rigo- le dije al pasar.

Al oír su nombre completo se detuvo sorprendido.

-         ¿Eres...?.
-         Sí, soy yo
-         Qué alegría- me dijo . Se quedó mirándome fijamente sin decir nada. Luego añadió  - : Hace mucho tiempo que no nos vemos.
-         Mucho. Años.- le dije- ¿Cómo te va?
-         Bien…-  dijo sin convencimiento agachando la cabeza - ¿Te acuerda cuando te hice aquel favor?      
-         Sí. Nunca lo olvidaré.
-         Eran buenos tiempos aquellos en los que yo podía hacer favores. – dijo
-         Sí. Lo eran.

Parecía azarado. Se acarició la nuca y miró al suelo, como si no supiera qué  decir

-         Bueno, tengo que marcharme. –  dijo por fin – Ha sido un placer volverte a ver.
-         Igualmente.
-         Siempre me gustó que me llamaras Blai Bonet i Rigo, como el escritor.
-         Lo sé.

Le tendí mi mano para despedirnos, y extrañamente se quedó mirándola, como si dudara o no supiera qué significaba aquel gesto tan cotidiano.

 Sonrío, y de súbito,  lanzó su mano sobre la mía  y empezó a zarandearme con inusitada vehemencia. Me hacía daño, pero no se lo dije. Parecía tan complacido. Su ímpetu llegó a tal punto que en una de las sacudidas, en la última, claro, me arrancó el brazo.
   
-         ¡Caray!, -dijo sufriendo un acceso sanguíneo que le enrojeció el rostro-  Lo siento.
-         No te preocupes- le dije tratando de rebajar su bochorno
-         Qué torpe. No quería....
-         Tranquilo - le dije – No tiene importancia. De no habérmelo desprendido tú, habría sido otro o… caído solo.

Blai Bonet sujetaba ahora mi brazo arrancado con sus dos manos. Mirándolo perplejo

-         Toma- me dijo devolviéndomelo.
-         ¿Quieres quedártelo?- le dije                                                      
-         ¿Me lo regalas?
-         Sí.
-         ¿De veras?.
-         De veras.- insistí
-         No, no puedo aceptarlo. Es demasiada generosidad.
-         Tómalo en pago del favor que me hiciste aquella vez.

Blai Bonet pareció pensárselo

-         De acuerdo: lo acepto. – dijo después de insistirle varias veces
    
Me dio las gracias y se fue. Yo me quedé un poco triste. Sin brazos y un poco triste. Pero al instante me alegró la idea de haber saldado mi deuda con Blai Bonet. Creo que  le hice feliz. No sé por qué, pensé que con mi ofrecimiento, Blai Bonet se llevaba como recuerdo la última mano que habría de chocar en su vida.


Ya estaba en la esquina  de la plaza Cal Font. Agotado, pero allí estaba. Recuerdo que pensé que en mi próxima caminata no trataría de ir tan lejos, que me conformaría con un breve paseo por los alrededores de mi casa.

Sin brazos y con una sola pierna ya no estaba para aquellos trotes, y al decirme esto, sonreí. Nunca he perdido mi sentido del humor. No señor. El buen humor es lo que hace que la vida sea más sencilla de vivir, menos estúpida. Ni siquiera creo que exista el vituperado humor negro. La gente es demasiado seria. Demasiado grave. La existencia es un drama intrascendente, y pensar otra cosa agria el carácter.

La luz empezaba a debilitarse. Los días deberían dividirse en mañana y noche. A lo sumo. Evitaríamos así sufrir esa luz agónica, condenada y  patética del atardecer, que envilece las horas de la mañana y demora dolorosamente el esplendor de la noche. 

La plaza de Cal Font es grande si la comparamos con la plaza Castells. Allí está el edificio de la antigua fábrica algodonera y su alta chimenea. Edificio  que fue rehabilitado y que ahora alberga la biblioteca central, que a juzgar por sus libros parece abastecerse de la caridad. También hay un teatro, y bares, y tiendas de moda, y un monumento  que es una tijera abierta y enterrada en su mitad justo hasta el clavillo, como si quisiera cortar el suelo de la plaza. Está rodeada de escuálidos árboles y debajo hay un parking,



 La plaza es el corazón del pueblo.  Por las tardes, y sobre todo los fines de semana, la gente se concentra allí.  A mi me gustaba sentarme en el banco que estaba justo al otro lado. Debía seguir con cuidado. De caerme sabía que no me resultaría fácil levantarme por mi mismo.

No me arredré. ¡Claro que podría levantarme!. Sólo debía tener la precaución de ir  poco a poco, saltito a saltito,  bordeando la plaza. Y caso de caer, podría incorporarme apoyando la espalda en la pared.

El banco es el más discreto y oculto de toda la plaza. Me gusta porque desde allí puedo observar a la gente sin ser molestado. Así pues me encaminé hacia él. Cuando llegué estaba exhausto. Me senté y no tardé mucho en recobrar el aliento. Sin tres de mis extremidades el corazón debe bombear menos. Y uno recupera pronto el aliento. Me acomodé en el banco como bien pude y vi pulular la vida del pueblo ante mi.

Jóvenes y no tan jóvenes departían animadamente sentados en las mesas de las terrazas y un grupo de mujeres marroquíes con sus hijos,  hablaban y sonreían desinhibidas al otro lado de la plaza. Los niños correteaban persiguiéndose entre las advertencias de sus padres. Varios matrimonios paseaban a sus bebés en los cochecitos, y el trajín de gente que iba y venía por la calle San Magí parecía interminable.   

 El tiempo pasó rápidamente. El sol, como una sábana luminosa desarropaba el tejado del teatro. Anochecía. Debía emprender el camino de regreso.

Eché mi torso hacia delante para equilibrar mi cuerpo con la única pierna que me quedaba, pero al tratar de enderezarme, ésta no respondió. Lo volví a intentar una y otra vez.  Mi única pierna no tenía la suficiente fuerza para incorporarme a pulso. Debía echarme hacia delante, sentarme sobre el borde del banco y tomar impulso con el cuerpo.

Así lo hice, pero fracasé tantas veces como me lo propuse. Aún así, seguí y seguí intentándolo sin desmayo.  En una ocasión casi lo consigo. Me quedé a medio camino. De pie, pero con la pierna algo doblada por la rodilla. Entonces sentí un crujido en mi cadera. Un restallar de huesos y fui a dar  de culo en el banco.

Me tomé unos momentos de respiro. Lo conseguiría. No debía preocuparme. Ya conocía el modo de hacerlo. Sólo debía esperar que la pierna descansase del esfuerzo. Pero al querer reanudar el empeño, noté mi pierna suelta en la pernera del pantalón: me había quedado sin la única pierna que me quedaba ¡Vaya por dios! Ahora ya no tenía ni piernas ni brazos.  Era un tronco.

Pero, lejos de angustiarme sentí alivio. Acababa de ahorrarme un esfuerzo descomunal. No es que me alegrara quedarme sin extremidades, no,  pero qué podía hacer.

 En otras circunstancias, o de sucederme cuando tomé la calle Angel Guimerá, tal vez me hubiera desesperado, o incluso deseado mi muerte por verme tan impedido, pero en ese justo momento no fue así.

 Tal vez me hubiera vuelto loco. Es posible, no lo sé. El caso es que no me importó. Y allí permanecí sobre el banco, mirando a la gente que iba y venía, sin pensar en nada que pudiera recordar segundos después.

De vez en cuando alguien me saludaba, no porque me conocieran, sino como prójimo. Por educación. Yo devolvía el saludo por cortesía. Llegó un momento que ni sus caras me sonaban de haberlas visto alguna vez al pasar. Nada. No reconocía a nadie.

Oscurecía. Poco a poco la gente fue desapareciendo de la plaza.  Creo que me dormí o  perdí la noción del tiempo. Al cabo sentí unos golpes en mi hombro que me despertaron o me sacaron de mi ensimismamiento. Era dos hombres vestidos de blanco.

Fornidos. Uno de ellos  me saludó, el otro dijo,  No se preocupe por nada. Le vamos a llevar a su casa. Cuidado con mi pierna, dije. Aún así, debí especificar más. Al levantarme, mi pierna resbaló de la pernera y cayó al suelo.  Uno de los hombres soltó una procacidad. Me colocaron sobre una camilla. Me metieron en una especie de furgoneta  y me trajeron a esta casa.

Y aquí estoy, sin brazos ni piernas. En una casa que no es la mía.  

Esta mujer, la que entra y sale constantemente y me pregunta si necesito algo. Es buena conmigo debo reconocerlo.  Me da de comer –  aunque no tenga hambre –  y me asea, y me cambia de postura de vez en cuando, incluso me ha comprado una sillita de ruedas y me saca a pasear. No tenemos nada en común. Es una extraña.

Bueno, una vez la oí decir que le gustaba salir a pasear los domingos. Creo que eso es lo único que tenemos en común. 

Ahora veo la televisión sentado en una cheslón. Me gusta. Sé donde mirar. La verdad es que no entiendo nada de lo que pasa a mi alrededor.

 A veces paso mucho tiempo...como pensando...,o..., no sé...como no pensando... repitiendo incansablemente palabras en mi cabeza, sin saber por qué…como si perdiera el conocimiento dentro de mi...como si me durmiera despierto…




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