martes, 19 de agosto de 2014

Las monarquias Capitulo II



                      
                   ¡MALDITO INFORTUNIO!


Antes de revelarles el origen de las monarquías en el mundo, quisiera hacer un pequeño homenaje a las personas  que con desvelo, trabajo y fortuna dieron respuesta a tan transcendente cuestión en el devenir sociopolítico de la humanidad.

Dos personas que por afortunados acontecimientos (Oh, los avatares de la vida) incrementaron, como aquel que no quiere la cosa, el acervo cultural del género humano. (Ahí es nada, señores)

Y esas personas no son otras que mi cuñado y un zahorí extremeño.

Sí, el primero, hijo mayor de mi suegra, el hermano menor de mi querida esposa.


El cuñado inevitable que todos tenemos.

En cuanto al zahorí, no me une a él sino referencias y un imperecedero y agradecido paisanaje de infancia.  

Me reservaré el nombre de mi cuñado, ya que es persona que rehúye el relumbre y los honores públicos, y por el contrario,  rezuma todo él timidez y modestia como una dulce y  bucólica mocita. (El símil no es que me haya quedado muy allá)

No puedo decir  menos de mi cuñado sino que es un hombre extraordinario. De gran valía e iniciativa.  Un emprendedor nato e incansable. Un hombre que desborda energía y contagioso entusiasmo. Un busquillo en el mejor sentido de la palabra.
Y tenaz y perseverante como un burro encelado. (No, hoy no es mi día de símiles) ¡Oh, cuán distinta sería nuestra España de sólo haber un puñado de hombres y mujeres como él!


Pero el infortunio (¡Maldito infortunio!) a veces se ceba con los grandes hombres. Cuando debiera ser reconocido, próspero y loado por sus extraordinarios descubrimientos, mi querido cuñado es, digámoslo claro, ignorado y rechazado por los envidiosos del ramo. (Qué mala es la envidia, ¡por Dios!)

Su humildad le impide reconocerlo, pero lo que yo le he digo siempre: Cuñado: al pan, pan y al vino, vino. (Y siempre quedo bien)

Sé que tal vez nunca me perdone que escriba sobre él. Aún así, creo de justicia hacerlo.  No obstante, lo haré procurando no extenderme demasiado en mi loa.

 Nunca brilló mi cuñado en el colegio, al menos por sus notas. Era díscolo y distraído. El estudio le aburría. (Los superdotados son así. ¡Qué le vamos a hacer!)

Sin embargo, pronto destacó por su iniciativa.

Relatar todas éstas a lo largo de su vida nos llevaría varios tomos, pero como he prometido brevedad, me ceñiré a tres o cuatro actividades que definen su voluntad emprendedora y que, sin duda alguna,  dejaron indeleble huella en su carácter.

Ya a la tierna edad de siete años se hizo constructor de castillos de arena en la playa.

Castillos que cambiaba a los demás niños, no por dinero,  ­- que el dinero nunca le importó: ni el propio, pues jamás tuvo un chavo, ni el ajeno, a juzgar por sus innumerables deudas -   sino por  piruletas y otras chucherías.

Su éxito fue tan, pero  tan clamoroso, que el pobre se pasó todas las vacaciones escagarruzándose patas abajo.  No sé si tanto por las golosinas ingeridas, como por el temor a las amenazas de los niños que perdían su castillo al subir la marea.

 A la edad de trece o catorce años, otra iniciativa marcaría su vida.

¿Quién, díganme con sinceridad, a esa edad, y después de tragarse  la serie televisiva Sandokán, no quiso ser un héroe malayo, o hacerse encantador de serpientes? 

Todos. (Aquí barrunto ciertas sonrisitas de menoscabo de las chicas de la época. Y no debería ser así, pues si bien nosotros éramos seguidores de Sandokán, os recuerdo que vosotras erais seguidoras de Los Pecos, y no sé, francamente, qué demuestra más inmadurez)

Mi suegro, harto de que su hijo, cada día, sin excepción, estuviera machaconamente dándole la tabarra con querer ser encantador de serpientes, y que para ello no bastaba con practicar con tía Adelaida,  accedió a comprarle una inofensiva culebra.

 Pero hete aquí que el joven e inexperto dispensador del establecimiento de venta de animales, les vendió por error una auténtica cobra filipina. (¡Dios Bendito!) Una de las serpientes más venenosas del mundo. A tal punto, que hay pocos, muy pocos seres vivientes, que picados por tal vicha, no aprovechen tan magnífica ocasión para morirse.

No quisiera extenderme en tan luctuoso episodio. Sólo excitar brevemente su imaginación, y a su través, vean a mi cuñado disfrazado de encantador de serpientes malayo, con su toballa playera enroscada a la cabeza y su flauta verde fosforito. (¡Santa Catalina!)

Menos mal que su ángel de la guarda, atento, sólo permitió que la cobra le picara de refilón.  Aún así, y como los estragos  del veneno de la cobra filipina no sólo son instantáneos cuando no son mortales, sino que van apareciendo con el tiempo, mi cuñado sufrió a los pocos segundos un paralís de medio cuerpo para arriba y hasta el cuello que le obligó a caminar doblado durante seis meses. Al año, lo que aún fue peor para su autoestima: se quedó calvo, y ya cumplidos los veinticinco,  empezó a gustarle Georgie Dann. (¡Maldita cobra!) 

A los treinta abandonó la casa de mis suegros y se casó (Este hecho, según él,  no tiene nada que ver con la picadura de la cobra, aunque…, aunque yo…  y no sería un despropósito  aventurar que también Freud, tendríamos mucho que decir al respecto.  No es por calumniar, pero deberían de ver ustedes para mejor juzgar, la carita de arpía de la hoy su ex. (Una mula parda, que diría mi suegro)

Al año y medio se divorciaron. Mi cuñado, un día llegó a casa a hora no habitual, (¡Ay, madre, qué imprudencia!) y se encontró a su mujer en la cama (¡Qué falta de originalidad!) con otros tres. (¡Ah, bueno, eso ya es otra cosa!)

 La imaginativa escena carnal que se desarrollaba sobre el lecho matrimonial no la voy a describir por obvias razones. Sólo decir que hubiera sido imposible llevarla a la práctica de tener ella las narices obstruidas, aunque viendo la virtuosidad con la que su esposa se  desenvolvía, tampoco le hubiese extrañado a mi cuñado que hubiera aprendido a respirar por las orejas.

-         ¡Eh, qué haces ahí! – dijo su mujer viéndole pasmado a su marido en la entrada de la habitación  – ¿Es que nadie te ha enseñado a llamar a la puerta? ¡Menudo susto nos has dado!
-         Disculpa – dijo mi cuñado, que es un hombre exquisito en cuanto a educación y temple.
-         ¿Tendrías la gentileza de esperar en el salón? Serán sólo cinco minutos – añadió su mujer
-         De acuerdo,  pero que sean sólo cinco minutos, que os veo muy enfrascados. Por cierto, esto es lo que parece, ¿verdad, cary?
-         ¡Eso ni se pregunta! Con lo que me ha costado convencer a estos tres macizos como para vengas tú ahora y lo dudes!  ¡Pues hasta ahí podríamos llegar! Anda, sal de la habitación, que se nos está yendo el santo al cielo.

Mi cuñado, a las dos horas de espera, cuando ya se hubieron ido los macizos, trató de disculpar a su esposa. Un desliz lo tiene cualquiera, dijo.

Pero ella, una mujer pérfida, sí,  y bífida, sí, pero muy chapada a la antigua, sintiéndose ultrajada por su propia infidelidad, gritó desesperada: ¡Me voy! ¡Mala pécora de mí! ¡No quiero que vivas un segundo más conmigo bajo este mismo techo! ¡Hacerte esto a ti, que me has dado el año y medio mejor de tu vida! – y sin más, después de hacer la maleta, dijo - : ¡À tout à l´heure!  Y se largó.

Nunca, hasta ese momento, mi cuñado había vivido solo, por lo que al poco de estar separado, y harto de comer fuera de casa, decidió aprender a cocinar.

Lo primero que se propuso fue hacerse una elemental tortilla francesa. Pero la cosa no resultó tan fácil como prometía, pues malgastó una docena larga de huevos, ya que, como pudo comprobar,  se necesita no poca habilidad para cascarlos en el borde de plato sin que gran parte caiga fuera o quede  mezclado con restos de cáscara.

Después de una semana de intentarlo una y otra vez inútilmente, y de desperdiciar huevos a mansalva por no saber descascarillarlos  con la fuerza justa, decidió poner solución. Así pues, un día se acercó a un centro comercial y preguntó al encargado de la sección de pequeños electrodomésticos:

-         Quisiera una cacahuevos.
-         ¡Casca… qué! – repuso éste
-         Cascahuevos – repitió mi cuñado con toda la naturalidad del mundo
-         ¿Y eso existe?
-         ¡Pero Hombre, cómo no ha de existir en estos tiempos!
-         Pues no existiendo.

Después de porfiar dos horas con el empleado y visitar más tarde innumerables tiendas especializadas, mi cuñado llegó al convencimiento de que, sorprendentemente,  no existía en el mercado un electrodoméstico que cascara huevos.

Ver para creer. – se dijo –  Mucho superordenador, mucho superiPhone y mucha leche, y ahora resulta que no se ha inventado una simple maquinita cascahuevos para hacerse uno una tortilla francesa.  Pero ah, no, esto no ha de quedar así. En cuanto llegue a casa me pongo a inventarla.

 Y dicho y hecho. A la semana estaba terminada la maquinita que llamó Cascahuevox.

Ésta tenía tamaño y  formas  muy parecidas  a las modernas cafeteras de capsulas. (Esas por las que se pirran George Clooney y el mismísimo John Malkovich). Sólo que de ella salían tres brazos. Dos laterales acabados en una semiesfera recambiable donde se encajaba el huevo, y otro en la parte superior dotado de un pequeño percutor que  golpeaba con precisión milimétrica.

 Así, cambiando las semiesferas, a mayor o menor tamaño, y la fuerza de golpeo del martillito recambiable, mi cuñado, no sólo obtuvo la Cascahuevox, sino también, el Cascanuecex, el Cascalmendrax, el Cascacacahuetex y hasta el Cascapipax, y para el verano tenía pensado el Cascasandiax y melonex. (Para que luego digan que mi cuñado no es un tipo de recursos)     

 También resaltar, para dar a entender su constante adaptación a los nuevos tiempos, que hace aproximadamente unos tres años,  beneficiándose de los conocimientos de un sobrino  de su ex mujer, que es informático y disjey, ha creado una página web dirigida al mercado japonés, en la que enseña  a torear.

Lo más difícil es hacerles comprender a los japoneses que un toro de lidia, un pabloromero, un morlaco de quinientos kilos no es un ñu pasado de vueltas.

El negocio va lento, hay que reconocerlo, pero como la paciencia es una de las grandes virtudes de los hombres triunfadores, mi cuñado, ni que decir que  la atesora a raudales.

 Ya cuenta, y apenas hace un año que promociona su web en Japón, con tres  alumnos:
 Aikiro Fukuyawa, alias Cebollita
 Daisuke Fukuoka, alias el Gallito de Okinawa
Y Shichiro, un japonés que vacacionó en la costa gaditana y se hace llamar el Ninja de Barbate.

 Mientras ésta nueva ocupación online fructifica, - que fructificará, no le quepa a nadie la menor duda -   mi cuñado ha  alquilado, a un precio de ganga,  en Trijueque, provincia de Guadalajara, varias hectáreas de terreno cultivable para dedicarlas al forraje de secano y  una antigua y destartalada granja avícola que destinará en exclusiva a la cría del pollo.

-         Ha no mucho – me dijo un día – la humanidad entera dependerá del pollo. ¡Te lo digo yo!

 El terreno alquilado es de secano y  lleva al menos treinta  años de barbecho, lo que promete futuras y espléndidas cosechas. (Según mi cuñado)  Consta de una edificación, más barraca que otra cosa, con paredes de adobe y techo de chamizo.

 En su interior, dos tabucos donde apenas cabe un camastro individual, y una cocina con fuego a tierra. El váter, sí, el váter es amplio y bien aireado y ocupa varias hectáreas en las traseras de la barraca     

A la salida de la misma, a unos veinte metros, se halla el pozo de la hacienda, o lo que debió ser, pues se hallaba más seco que una mojama. Por lo que mi cuñado, lo primero que se propuso fue, lógicamente, encontrar agua abundante para abastecer a pollos y cultivo
 
-         ¡El agua, que nunca falte!

Tras arduas averiguaciones,  mi cuñado contactó por teléfono con el  más afamado zahorí extremeño. Un tal Agostiño Loureiro Loureiro, también llamado el Mago de Miajadas, por  rivalidad con el famoso zahorí del siglo XVIII, el Brujo de Don Benito, cuya fama se conoció desde Logrosán a Mérida y otros similares confines;  e incluso llegó a ser concejal de parque y jardines de su ayuntamiento.

Pero del zahorí Agostiño hablaré en  próxima ocasión, que ahora he de irme a visitar unos parientes. Y este capítulo lo he escrito a salto de mata, es decir, en el tiempo que va desde que pregunté a mi mujer: ¿Nos vamos ya? Y justo este momento en el que estamos a punto de salir por la puerta.











  



  

















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