¡MALDITO INFORTUNIO!
Antes de revelarles el origen
de las monarquías en el mundo, quisiera hacer un pequeño homenaje a las personas que con desvelo, trabajo y fortuna dieron respuesta
a tan transcendente cuestión en el devenir sociopolítico de la humanidad.
Dos personas que por afortunados
acontecimientos (Oh, los avatares de la vida) incrementaron, como aquel que no
quiere la cosa, el acervo cultural del género humano. (Ahí es nada, señores)
Y
esas personas no son otras que mi cuñado y un zahorí extremeño.
Sí, el primero, hijo mayor de
mi suegra, el hermano menor de mi querida esposa.
El cuñado inevitable que
todos tenemos.
En cuanto al zahorí, no me
une a él sino referencias y un imperecedero y agradecido paisanaje de infancia.
Me reservaré el nombre de mi
cuñado, ya que es persona que rehúye el relumbre y los honores públicos, y por
el contrario, rezuma todo él timidez y
modestia como una dulce y bucólica mocita.
(El símil no es que me haya quedado muy allá)
No puedo decir menos de mi cuñado sino que es un hombre
extraordinario. De gran valía e iniciativa.
Un emprendedor nato e incansable. Un hombre que desborda energía y contagioso
entusiasmo. Un busquillo en el mejor sentido de la palabra.
Y tenaz y perseverante como
un burro encelado. (No, hoy no es mi día de símiles) ¡Oh, cuán distinta sería
nuestra España de sólo haber un puñado de hombres y mujeres como él!
Pero el infortunio (¡Maldito
infortunio!) a veces se ceba con los grandes hombres. Cuando debiera ser
reconocido, próspero y loado por sus extraordinarios descubrimientos, mi
querido cuñado es, digámoslo claro, ignorado y rechazado por los envidiosos del
ramo. (Qué mala es la envidia, ¡por Dios!)
Su humildad le impide
reconocerlo, pero lo que yo le he digo siempre: Cuñado: al pan, pan y al vino,
vino. (Y siempre quedo bien)
Sé que tal vez nunca me
perdone que escriba sobre él. Aún así, creo de justicia hacerlo. No obstante, lo haré procurando no extenderme
demasiado en mi loa.
Nunca brilló mi cuñado en el colegio, al menos
por sus notas. Era díscolo y distraído. El estudio le aburría. (Los
superdotados son así. ¡Qué le vamos a hacer!)
Sin embargo, pronto destacó por
su iniciativa.
Relatar todas éstas a lo
largo de su vida nos llevaría varios tomos, pero como he prometido brevedad, me
ceñiré a tres o cuatro actividades que definen su voluntad emprendedora y que,
sin duda alguna, dejaron indeleble
huella en su carácter.
Ya a la tierna edad de siete
años se hizo constructor de castillos de arena en la playa.
Castillos que cambiaba a los
demás niños, no por dinero, - que el
dinero nunca le importó: ni el propio, pues jamás tuvo un chavo, ni el ajeno, a
juzgar por sus innumerables deudas - sino
por piruletas y otras chucherías.
Su éxito fue tan, pero tan clamoroso, que el pobre se pasó todas las
vacaciones escagarruzándose patas abajo.
No sé si tanto por las golosinas ingeridas, como por el temor a las amenazas
de los niños que perdían su castillo al subir la marea.
A la edad de trece o catorce años, otra
iniciativa marcaría su vida.
¿Quién, díganme con
sinceridad, a esa edad, y después de tragarse la serie televisiva Sandokán, no quiso ser un
héroe malayo, o hacerse encantador de serpientes?
Todos. (Aquí barrunto ciertas
sonrisitas de menoscabo de las chicas de la época. Y no debería ser así, pues
si bien nosotros éramos seguidores de Sandokán, os recuerdo que vosotras erais
seguidoras de Los Pecos, y no sé, francamente, qué demuestra más inmadurez)
Mi suegro, harto de que su
hijo, cada día, sin excepción, estuviera machaconamente dándole la tabarra con querer
ser encantador de serpientes, y que para ello no bastaba con practicar con tía Adelaida, accedió a comprarle una inofensiva culebra.
Pero hete aquí que el joven e inexperto dispensador
del establecimiento de venta de animales, les vendió por error una auténtica cobra
filipina. (¡Dios Bendito!) Una de las serpientes más venenosas del mundo. A tal
punto, que hay pocos, muy pocos seres vivientes, que picados por tal vicha, no
aprovechen tan magnífica ocasión para morirse.
No quisiera extenderme en tan
luctuoso episodio. Sólo excitar brevemente su imaginación, y a su través, vean
a mi cuñado disfrazado de encantador de serpientes malayo, con su toballa
playera enroscada a la cabeza y su flauta verde fosforito. (¡Santa Catalina!)
Menos mal que su ángel de la
guarda, atento, sólo permitió que la cobra le picara de refilón. Aún así, y como los estragos del veneno de la cobra filipina no sólo son
instantáneos cuando no son mortales, sino que van apareciendo con el tiempo, mi
cuñado sufrió a los pocos segundos un paralís de medio cuerpo para arriba y
hasta el cuello que le obligó a caminar doblado durante seis meses. Al año, lo
que aún fue peor para su autoestima: se quedó calvo, y ya cumplidos los
veinticinco, empezó a gustarle Georgie
Dann. (¡Maldita cobra!)
A los treinta abandonó la
casa de mis suegros y se casó (Este hecho, según él, no tiene nada que ver con la picadura de la
cobra, aunque…, aunque yo… y no sería un
despropósito aventurar que también
Freud, tendríamos mucho que decir al respecto.
No es por calumniar, pero deberían de ver ustedes para mejor juzgar, la
carita de arpía de la hoy su ex. (Una mula parda, que diría mi suegro)
Al año y medio se
divorciaron. Mi cuñado, un día llegó a casa a hora no habitual, (¡Ay, madre,
qué imprudencia!) y se encontró a su mujer en la cama (¡Qué falta de
originalidad!) con otros tres. (¡Ah, bueno, eso ya es otra cosa!)
La imaginativa escena carnal que se
desarrollaba sobre el lecho matrimonial no la voy a describir por obvias
razones. Sólo decir que hubiera sido imposible llevarla a la práctica de tener
ella las narices obstruidas, aunque viendo la virtuosidad con la que su esposa
se desenvolvía, tampoco le hubiese
extrañado a mi cuñado que hubiera aprendido a respirar por las orejas.
-
¡Eh, qué haces
ahí! – dijo su mujer viéndole pasmado a su marido en la entrada de la
habitación – ¿Es que nadie te ha
enseñado a llamar a la puerta? ¡Menudo susto nos has dado!
-
Disculpa – dijo mi
cuñado, que es un hombre exquisito en cuanto a educación y temple.
-
¿Tendrías la
gentileza de esperar en el salón? Serán sólo cinco minutos – añadió su mujer
-
De acuerdo, pero que sean sólo cinco minutos, que os veo
muy enfrascados. Por cierto, esto es lo que parece, ¿verdad, cary?
-
¡Eso ni se
pregunta! Con lo que me ha costado convencer a estos tres macizos como para
vengas tú ahora y lo dudes! ¡Pues hasta
ahí podríamos llegar! Anda, sal de la habitación, que se nos está yendo el
santo al cielo.
Mi cuñado, a las dos horas de
espera, cuando ya se hubieron ido los macizos, trató de disculpar a su esposa.
Un desliz lo tiene cualquiera, dijo.
Pero ella, una mujer pérfida,
sí, y bífida, sí, pero muy chapada a la
antigua, sintiéndose ultrajada por su propia infidelidad, gritó desesperada:
¡Me voy! ¡Mala pécora de mí! ¡No quiero que vivas un segundo más conmigo bajo
este mismo techo! ¡Hacerte esto a ti, que me has dado el año y medio mejor de
tu vida! – y sin más, después de hacer la maleta, dijo - : ¡À tout à l´heure! Y se largó.
Nunca, hasta ese momento, mi
cuñado había vivido solo, por lo que al poco de estar separado, y harto de
comer fuera de casa, decidió aprender a cocinar.
Lo primero que se propuso fue
hacerse una elemental tortilla francesa. Pero la cosa no resultó tan fácil como
prometía, pues malgastó una docena larga de huevos, ya que, como pudo
comprobar, se necesita no poca habilidad
para cascarlos en el borde de plato sin que gran parte caiga fuera o quede mezclado con restos de cáscara.
Después de una semana de
intentarlo una y otra vez inútilmente, y de desperdiciar huevos a mansalva por
no saber descascarillarlos con la fuerza
justa, decidió poner solución. Así pues, un día se acercó a un centro comercial
y preguntó al encargado de la sección de pequeños electrodomésticos:
-
Quisiera una
cacahuevos.
-
¡Casca… qué! –
repuso éste
-
Cascahuevos –
repitió mi cuñado con toda la naturalidad del mundo
-
¿Y eso existe?
-
¡Pero Hombre,
cómo no ha de existir en estos tiempos!
-
Pues no
existiendo.
Después de porfiar dos horas
con el empleado y visitar más tarde innumerables tiendas especializadas, mi
cuñado llegó al convencimiento de que, sorprendentemente, no existía en el mercado un electrodoméstico
que cascara huevos.
Ver para creer. – se dijo – Mucho superordenador, mucho superiPhone y
mucha leche, y ahora resulta que no se ha inventado una simple maquinita
cascahuevos para hacerse uno una tortilla francesa. Pero ah, no, esto no ha de quedar así. En
cuanto llegue a casa me pongo a inventarla.
Y dicho y hecho. A la semana estaba terminada
la maquinita que llamó Cascahuevox.
Ésta tenía tamaño y formas
muy parecidas a las modernas
cafeteras de capsulas. (Esas por las que se pirran George Clooney y el
mismísimo John Malkovich). Sólo que de ella salían tres brazos. Dos laterales
acabados en una semiesfera recambiable donde se encajaba el huevo, y otro en la
parte superior dotado de un pequeño percutor que golpeaba con precisión milimétrica.
Así, cambiando las semiesferas, a mayor o
menor tamaño, y la fuerza de golpeo del martillito recambiable, mi cuñado, no
sólo obtuvo la Cascahuevox ,
sino también, el Cascanuecex, el Cascalmendrax, el Cascacacahuetex y hasta el
Cascapipax, y para el verano tenía pensado el Cascasandiax y melonex. (Para que
luego digan que mi cuñado no es un tipo de recursos)
También resaltar, para dar a entender su
constante adaptación a los nuevos tiempos, que hace aproximadamente unos tres
años, beneficiándose de los
conocimientos de un sobrino de su ex
mujer, que es informático y disjey, ha creado una página web dirigida al
mercado japonés, en la que enseña a
torear.
Lo más difícil es hacerles comprender
a los japoneses que un toro de lidia, un pabloromero, un morlaco de quinientos
kilos no es un ñu pasado de vueltas.
El negocio va lento, hay que
reconocerlo, pero como la paciencia es una de las grandes virtudes de los
hombres triunfadores, mi cuñado, ni que decir que la atesora a raudales.
Ya cuenta, y apenas hace un año que promociona
su web en Japón, con tres alumnos:
Aikiro Fukuyawa, alias Cebollita
Daisuke Fukuoka, alias el Gallito de Okinawa
Y Shichiro, un japonés que
vacacionó en la costa gaditana y se hace llamar el Ninja de Barbate.
Mientras ésta nueva ocupación online
fructifica, - que fructificará, no le quepa a nadie la menor duda - mi cuñado ha
alquilado, a un precio de ganga,
en Trijueque, provincia de Guadalajara, varias hectáreas de terreno
cultivable para dedicarlas al forraje de secano y una antigua y destartalada granja avícola que
destinará en exclusiva a la cría del pollo.
-
Ha no mucho – me
dijo un día – la humanidad entera dependerá del pollo. ¡Te lo digo yo!
El terreno alquilado es de secano y lleva al menos treinta años de barbecho, lo que promete futuras y
espléndidas cosechas. (Según mi cuñado)
Consta de una edificación, más barraca que otra cosa, con paredes de
adobe y techo de chamizo.
En su interior, dos tabucos donde apenas cabe
un camastro individual, y una cocina con fuego a tierra. El váter, sí, el váter
es amplio y bien aireado y ocupa varias hectáreas en las traseras de la
barraca
A la salida de la misma, a
unos veinte metros, se halla el pozo de la hacienda, o lo que debió ser, pues
se hallaba más seco que una mojama. Por lo que mi cuñado, lo primero que se propuso
fue, lógicamente, encontrar agua abundante para abastecer a pollos y cultivo
-
¡El agua, que
nunca falte!
Tras arduas averiguaciones, mi cuñado contactó por teléfono con el más afamado zahorí extremeño. Un tal Agostiño
Loureiro Loureiro, también llamado el Mago de Miajadas, por rivalidad con el famoso zahorí del siglo
XVIII, el Brujo de Don Benito, cuya fama se conoció desde Logrosán a Mérida y
otros similares confines; e incluso
llegó a ser concejal de parque y jardines de su ayuntamiento.
Pero del zahorí Agostiño
hablaré en próxima ocasión, que ahora he
de irme a visitar unos parientes. Y este capítulo lo he escrito a salto de
mata, es decir, en el tiempo que va desde que pregunté a mi mujer: ¿Nos vamos
ya? Y justo este momento en el que estamos a punto de salir por la puerta.
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