jueves, 10 de julio de 2014

Mi filofamiia


O EL  INGRATO INSTANTE EN QUE ME CONVERTÍ         
                                  ADULTO
         



Mi afición a la filosofía me viene, no sólo  por una inquietud intelectual selectiva, sino de familia,  de purísima prosapia.  

 Así como hay familias que se caracterizan por su fervor religioso,  o por su pasión por el fútbol, o su vocación de espectadora televisiva, o vaya usted a saber por qué, en mi familia, leer, hablar y hacer filosofía era algo tan natural y acostumbrado como comer  potaje de garbanzos al menos una vez a la semana.


 Sí, en mi casa, hablar de filosofía era lo más natural del mundo.  Lo hacíamos a cualquier hora, sin importarnos si era mañana, tarde o noche.

Y como la filosofía es, esencialmente,  el deseo de conocimiento y el hallazgo de la verdad. Éste deseo nos  llevaba a plantearnos todo tipo de preguntas. A veces radicales e incontestables, y a veces más domesticas y cotidianas, pero no menos sesudas. Por ejemplo: ¿Por qué comemos potaje de garbazos una vez a la semana, y no pato relleno a la campesina con foie-gras de oca regado de Chateau Lafite.   ¿Era porque a mi madre se le daba mejor el pollo?  ¿O era porque en mi pueblo no había ocas, ni foie-gras, ni  Chateau Lafite?

Reconozco que en muchas ocasiones no llegábamos a ningún acuerdo concluyente.  En otras sí, aunque también podía ocurrir, que llegados a un consenso, viniera el mastuerzo de nuestro vecino, que también le daba a esto de la filosofía,  y nos tirara el consenso por tierra con  su  lógica empírica.

 No,  no eran pocas las veces que en mi familia nuestras opiniones resultaban  irreconciliables, ya que cada uno de nosotros era de distinta tendencia.

 Los había lógico-matemáticos, como mi padre, ilustrados como mi madre, escolásticos como mi abuela o antirrománticos como yo mismo.

De mi padre decir que era cavador de zanjas y cimientos a pico y pala,   milimétrico  alienador de azulejos, fino enyesador de paredes  y concienzudo ponedor de ladrillos.

También era un gran admirador de Curro Romero, y Puskás, e hincha del C.F. Villanovense y La niña de La Puebla. Pero sobre todo, mi padre era un apasionado hincha del filósofo alemán: Gottfried Wilhelm Leibniz.

Sí, por Leibniz mi padre sentía verdadera devoción.

 -         Hijo, ¿quieres que te hable de Leibniz? – me decía a menudo.
 -         Bueno… – transigía yo, aunque no siempre.

Nuestra relación nunca fue fácil. Sobre todo en aquella época, en mi adolescencia. La verdad era que mi padre a veces se ponía muy pesado con Leibniz. Al que yo, no muy partidario del mismo, llamaba Gottfried porque sabía que tal familiaridad le molestaba.

 Y raro era el día que no acabábamos discutiendo, si no por Gottfried, por Schopenhauer o Nietzsche,  pensadores más en mi onda.

Recuerdo que tenía doce años (Casi trece) Y andaba yo por aquel entonces muy ocupado en el descubrimiento de mi cuerpo.

No hacía mucho que había descubierto que al frotarme un extraño y  absurdo apéndice de mi cuerpo obtuve un inesperado y gratificante placer.   Así que, por lógica, empecé a frotarme todos y cada uno de mis  apéndices.

 Y en éstas estaba, frota que te frota una de mis orejas tumbado sobre cama, cuando mi padre abrió la puerta de mi habitación.

-        Hola, hijo – dijo –  ¿Te apetece que antes de irme a trabajar hablemos un ratito de los principios de razón suficiente y los Indescernibles?

No, la verdad era que no me apetecía nada hablar sobre los Indescernibles.

 No sólo porque me pillara en aquel preciso instante en plena exploración, sino también porque  empezaba a estar harto del  sempiterno retintín pedagógico que  adquiría mi padre en nuestras conversaciones, en las que, por supuesto,  yo no tenía otro papel que el de pasivo  alumno, lo que me irritaba sobremanera desde hacía ya algún tiempo.

A los doce años, (Casi trece)  uno no desea ser más alumno que  lo estrictamente obligado, o por elección, de las dómine, volátiles,  caprichosas y a veces también provocadoras  musas (Las más).

No obstante, antes de negarme cometí el error de mirarle.

Mi padre siempre tuvo un porte de buen natural, y un rostro amable, casi ingenuo que invitaba a la proximidad. Y al verle allí, indeciso, cogido tímidamente al picaporte, con la gorra calada y su tosca vestimenta de albañil, me apiadé de él, aunque ya advierto que no mucho. (Como todos sabemos la adolescencia es cruel)

Además,  llevaba dos horas frotándome y no había conseguido más que ponerme la oreja  incandescente como la lamparilla  de un burdel de película francesa. Así que pensé que no me vendría mal descansar, al menos hasta que se me fuera el zumbido del tímpano.

 Por lo que accedí, sin saber en aquel momento, que, por suerte o por desgracia, - nunca se sabe -  aquella breve conversación cambiaría definitivamente nuestra relación.

-         ¿Y si en vez de hablar sobre los Indescernibles hablamos de las estructuras isomorfas del lengua? – dije ladino, pues bien sabía yo que mi padre no dominaba la lógica.

Un tanto desilusionado por mi objeción, cerró la puerta tras de sí y se acercó a la cama. Antes de sentarse al borde de la misma se sacudió la culera del pantalón y permaneció en silencio.

Mi padre tenía los ojos perrunos, pícaros a veces, bondadosos las que más,  y desorbitados por la furia las menos.

-         ¿Qué pasa, papá, es que acaso Gottfried no dijo nada de las estructuras isomorfas?

Mi padre siguió callado, como si tratara de hallar una respuesta.


-         Papá – dije –  he propuesto otro tema porque ya me has hablado hasta la saciedad de los Indescernibles.  

Papá se  quitó la gorra y dejó ver una calva que en comparación con su rostro  parecía haber sido abrillantada con un limpiacristales. Dijo:

-         ¿Y si…, en vez de la Teodicea, hablamos de las consideraciones relativas a los principios innatos?

Papá, por insistir no era.

-         Está bien – dije  – Pero no hablemos de las consideraciones que conciernan a la especulación o a la práctica, ¿de acuerdo?

Mi padre, acodado en sus rodillas, giraba la gorra entre sus manos e hizo un mohín de contrariedad.

-         Precisamente ayer- empezó a decir – acabé de leer el tratado De veritate, de Cherbury ¿Lo conoces?

Mi padre debió ahorrarse la pregunta, me pareció desconsiderada. ¡Claro que lo conocía! ¿¡Quién a los doce años (casi trece) no conoce De veritate!? En consecuencia, sufrí mi primer acceso de indignación que traté de calmar.

-         Algo he leído, sí – dije.
-         Cherbury es un defensor de las Common Notions frente a la creencia de la mente como tabula rasa.

Ahora sé que su intención no era menospreciar mis conocimientos, pero en aquel entonces, metido en mi picajosa adolescencia, así lo creía. De pura rabia cerré los ojos y respiré hondo para calmar mi ánimo. Luego, en un tono desabrido, dije:

-         Papá, ¿podrías… eludir lo evidente e ir al grano?

Pero mi padre era Don erre que erre.

-         De acuerdo.  – dijo iluminándosele los ojillos  de satisfacción – Hoy, Justino…, mi peón de obra, y yo, mientras nos comíamos el bocadillo en la obra, hemos reflexionado sobre las nociones de: Prioritas, Independencia, Universali…
-         Cer-ti-tu-de, Ne-ce-si-tas… etcétera, etcétera – le interrumpí mascullando con rabia cada sílaba.

Aún hoy me avergüenzo de mi engreída y arrogante actitud. Aunque en mi descargo podría argumentar que mi madre, de pequeño, me dormía por las noches relatándome las Common Notions.   Me sentí tan agraviado que quise terminar aquella conversación antes de que previsiblemente  degenerara en trifulca.

-         Papá, creo que deberíamos dejar esta conversación. – dije mirando el reloj de la mesita de noche – Se está haciendo tarde.

-         Aún tenemos tiempo - dijo.

Tampoco era fácil para mi, pero nada fácil,  eludir la enorme satisfacción que me producía llevar la contraria a mi padre; y no sólo a él, sino a todo el mundo, incluidos Leibniz y al mismísimo Billy the Kid de  haberlos tenido delante. ¡Menudo era YO!

Bueno, a todo el mundo, lo que se dice a todo el mundo, no es verdad. Había una excepción: mi madre. No sé si por su porte mayestático, o porque a la hora de discutir no se andaba con monsergas. El caso era que con ella no me atrevía tanto.

      -  Seamos sinceros, papá - : añadí - no voy a poner en duda la valía  de  Gottfried , pero muchas de sus ideas eran…, eran…

Y callé arrepentido de lo que iba a decir. No quería desdorar la idea que mi padre tenía de su admirado filósofo.

      - ¿Eran, qué? – dijo  percatándose de mi ingrata insinuación.
      - Papá, ¿podríamos dejar este tema para otro momento? Estoy explorando mi cuerpo y…
      - Tu cuerpo puede esperar. Tiempo tendrás para ello.
      - ¿Ah, sí?
      - Sí
      - ¿Y eso por qué?
      - ¡Porque lo digo yo!

Tras escuchar lo dicho, aspiré hondo y mantuve un buen rato el aire en mis pulmones, de lo contrario, hubiera salido volando absolutamente descontrolado por la habitación como ese globo que hinchamos con la boca y  se nos escapa en el último momento. Detestaba aquella frase. Y lo que aún era peor: él lo sabía.

-         ¡Claro, claro! – repetí en tono despectivo – Primero son tus consideraciones metafísicas, y después todo lo demás, ¿verdad?
-         Pues, sí; así es.

Ante aquello sólo tenía tres formas de actuar. Una: callándome. Dos: girándome en la cama ofreciéndole la espalda. Y tres: Invistiendo. Me incorporé y quedé apoyado de espalda en el respaldo de la cama.  Y, como no hay adolescente manso: embestí.

-         ¿Quieres saber la verdad sobre tu querido  Gottfried? - dije
-         ¡Leibniz!  – rectificó
-         ¡Robaba!
-         ¿Qué?
-         Que robaba, papá.
-         ¿Quién?
-         Gottfried.

Mi padre tragó saliva.

-         ¿Y qué es lo que robaba? – preguntó después -  Nunca leí que fuera enjuiciado
-         Ideas, papá. Robaba ideas.
-         Tú estás mal de la chaveta, muchacho. Mira que decir…
-         Sí, y lo mantengo: robaba 

Mi padre se acarició repetidas veces su reluciente calva. Luego miró su reloj de pulsera, y  dijo, tratando de simular calma:

-         Ideas, ¿eh? Está bien, mozalbete. Tienes diez minutos para hacerme una exposición comparativa que demuestre tu acusación. De lo contrario, el domingo te quedas sin ver el Barça - Atlético de Madrid.

Mi padre rara vez me amenazaba con castigos. Y cuando lo hacía,  aún no cumpliendo la premisa, rara vez me hacía cumplirlos.

Bien sé que siempre es ingrato aceptar las debilidades de quienes admiramos. Pero mi egocentrismo adolescente, no me permitió soslayar tan magnífica ocasión para hacerme valer.

-         ¿Por qué crees que Locke no quería recibirle? – dije henchido de fatuidad.
-         Porque Locke era un…
-         Le envidiaba – le interrumpí -  Mucho más después del éxito que alcanzó entre la intelectualidad de Europa la publicación  de su Eassy
-         No fue para tanto
-         ¿Ah, no? ¿Entonces por qué, Leibniz, sin tardanza, trató de ponerse en contacto con Locke para enviarle algunas observaciones sobre su ensayo?
-         Yo te diré por qué.
-         ¿Por qué? – porfié desatado y bravucón.
-         ¡Porque Locke era un engreído!

De pronto quedamos en silencio. Miré a mi padre directamente a los ojos. Era obvio que estaba herido en su orgullo. De lo contrario,  nunca hubiera llamado engreído a un pensador de la talla de Locke. Suavicé mi voz, aún así, no tuve piedad

-         Engreído… - dije - Leibniz rehizo sus Reflexiones
-         ¿A qué reflexiones te refieres?
-         Lo sabes muy bien.
-         Lo ignoro completamente.
-         ¿Qué? – exclamé incrédulo.
-         ¡He dicho que  no lo sé!

Si mi padre en aquel momento,  en vez negar conocer las Reflexiones de Leibniz, me hubiera impuesto cualquier castigo,  por severo e injusto  que fuera, seguramente no me hubiera decepcionado tanto.

 Mentía. Sencillamente, mi padre… metía. Mi padre…, un hombre que siempre tuvo la verdad como faro y guía. Como ideal de conducta.

 No dudo que alguna vez me ocultara la verdad, pero mentirme… Jamás lo había hecho.

Él sabía  perfectamente  a qué reflexiones me refería.  Las guardaba en su mesita de noche en edición, ni más ni menos, que de la mismísima Academia de Berlín. ¿Por qué negaba entonces conocerlas? 

Un nudo de pura congoja taponó mi garganta. Un silencio agónico se estableció entre ambos. Qué debía hacer, reprocharle que me mentía, ponerle en evidencia, sonrojarle, o disimular. Me sentí como si de pronto, como en un sueño, me hallara en medio de un angustioso laberinto del que necesitaba salir con urgencia vital. Por sentirme me sentí mayor, viejo incluso, sin saber qué hacer ni qué decir.

 Él, por su parte, se levantó de la cama, volvió a sentarse, y a levantarse y a sentarse.

-         Me refería a las reflexiones expuestas en el tomo VI de los Philosophische Schrifren – pude pronunciar por fin con voz casi inaudible. 
-         Lo has leído…

Asentir levemente con la cabeza mientras él bajaba la suya en silencio

 Así pues, decidí terminar aquella conversación, y si era corriendo un tupido velo  de malos modos, como por otra parte era mi  costumbre,  mejor que mejor   

-         Rectificar es de sabios – dijo
-         Leibniz era un político, papá, que aún pretendiéndose erigir en el filósofo de la cristiandad, no dudó de asimilar el pensamiento del más genuino representante del ateismo: Spinoza
-         Calla – dijo poniéndose en pie.
-         ¡No me mandes callar! – grité con la esperanza de que mi madre, al oírme, hiciera acto de presencia
-         Te mandaré lo que yo quiera.

Esperé unos instantes, pero mi madre no apareció. Me incorporé  de la cama  y quedé frente a él. Mientras se calaba la gorra, dije:

-         ¿Te vas ya? ¿No quieres saber más sobre tu querido Gottfried?
-         No. Ya basta
-         No te debería bastar. La verdad..
-         ¡He dicho que te calles!
-         ¡No me da la gana! – vociferé.
-         ¡A mi no me hables así! ¡Soy tu padre!

Justo en aquel instante, atraída por  nuestro vocerío, mi madre  abrió la puerta de la habitación. Respiré aliviado.

Aún me parece verla enmarcada en el vano secándose las manos en el delantal, tan oronda y segura como siempre de su ascendencia sobre nosotros; mirándonos a los ojos de hito en hito, evaluando milimétricamente la gravedad de nuestra disputa.

Ambos  la devolvimos la mirada con timidez tratando de disimular nuestro enojo.

Mi madre era muy capaz de castigarnos a los dos sin que le dolieran prendas. Conjuntamente  sin ver un partido más de la liga; a mi padre, en particular,  haciéndole comer durante una larga semana las comidas que más detestaba, y a mi, si cabe, con más crueldad: prohibiéndome estar más de diez minutos encerrado en el cuarto de baño acicalándome, e incluso  en un ensañamiento impropio de una madre, quitándome el espejo de cuerpo entero de mi habitación.

Mi madre, créanme, cuando se enojaba, podía ser de una fiereza inaudita, como en aquella ocasión en la que, por no ordenar mi cuarto, me escondió De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, de Schopenhauer
.
- ¿Qué? – dijo - ¿Otra vez discutiendo sobre Leibniz? 

Achantados como perritos falderos, tanto el uno como el otro bajamos las miradas a nuestros  pies en clara actitud de sumisión. Mi padre  volvió a sacarse la gorra, y mi menda,  por no usar, tentado estuve de quitarme los calcetines para igualar su gesto de sumisión.

-         No sé…, - siguió diciendo mi madre – No sé qué voy a hacer con vosotros. Parecéis el perro y el gato. Estoy de Leibniz hasta aquí. ¿Es que ni siquiera voy a poder fregar la loza con tranquilidad pendiente de vosotros? Como sigáis así, no me va a quedar más remedio que prohibir hablar de Leibniz en esta santa casa.

-         Eso no, mujer – dijo mi padre quedo
-         ¿Qué no? Qué poco me conoces, Floriano.

Disimuladamente mi padre se miró el reloj. Dijo:

-         Lo siento pero tengo que irme. Se me está haciendo tarde.
-         De aquí no se mueve nadie hasta que yo no haya acabado – repuso mi madre – Veamos ¿En qué parte de sus ensayos no estáis de acuerdo esta vez?
-         La culpa es de este… imberbe  que dice ahora que Leibniz robaba ideas. ¿Has oído alguna vez mayor barbaridad? – Como mi madre no respondiera, mi padre siguió diciendo envalentonado – Eso, como comprenderás, es tan… sacrílego como decir que Immanuel Kant…
-         ¡Eeeeeehhhhh! – gritó de pronto mi madre a viva voz acallando a su Floriano- ¡Alto ahí!

Entonces, en el silencio producido tras la sonora advertencia de mi madre, llegó hasta nosotros desde el sillón del comedor la voz de mi abuela Bernardina:

-         ¿Pasa algo, hija?  ¿ A qué vienen esos gritos?
-         No, madre. No pasa nada.
-         Pero algo pasará, ¡digo yo…!
-         Nada, madre. Que aquí los señores, que han vuelto a discutir
-         ¿Sobre el malas pulgas de Schopenhauer?
-         Sobre Leibniz
-         Vaya otro

Al cabo mi madre volvió a tomar la palabra

-        Alto ahí, alto ahí. A mi  Kant, ni mencionarlo en una vuestras disputas, ¿eh? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Os lo advierto.  Tengamos la fiesta en paz con mi Inmanuel ¿Estamos?

Mi madre adoraba a Kant. Le profesaba un fervor casi místico. A tal punto, que en su habitación tenía una litografía del mismo, con el lema ¡Atrévete a pensar!

-         Los tres sabemos… - continuó diciendo – Un momento… -     dijo de pronto mi madre  girando la cabeza hacia la cocina -  Creo que me he dejado abierto el grifo del fregadero. Ahora vuelvo. No os mováis – tras volver, con rendida obediencia por nuestra parte, mi madre tomó de nuevo la palabra:   - ¿Dónde me había quedado? Ah, sí… Todos sabemos que tanto en las ciencias como en las artes  es usual robar. Y Leibniz, Floriano, no es una excepción.
-         ¡Pero mujer…! – exclamó  mi padre.
-          ¡Ay, hijo! ¿Yo qué quieres que te diga?  Pero también es verdad, que Leibniz  poseía un especial talento para robar
-         ¡Pues sí que lo estás arreglando! – exclamó de nuevo mi padre
-         La verdad es la verdad, Floriano. Y si te ofende, hazte hincha de Immanuel Kant y tendrás menos disgustos. Además, lo del talento para robar de Leibniz no me lo he inventado yo, que lo dijo bien clarito Fontenelle en su elogio.
-         ¡Vaya por Dios! – dijo mi padre – Ya tuvo que salir a relucir Fontenelle
-         Lo que no quita para reconocer que era un eminente pensador.
-         ¿Has oído lo que acaba de decir tu madre? ¿Eh? – me dijo mi padre
-         …que si bien no está a la altura de Kant. ¡Pero quién lo esta! Sí merece un lugar privilegiado en la historia de la filosofía, tanto por sus descubrimientos matemáticos en el cálculo infinitesimal, como por sus principios filosóficos
-         ¡Eulalia, hija! ¿Podrías traerme un pestiño? Parece que me apetece algo dulce. – volvió a gritar mi abuela
-         ¿Un qué, madre?
-         ¡Un pestiño!
-         No. Guárdese el hambre para la cena, que últimamente no come usted más que porquerías. A ver si le va a dar una cetoacidosis y se queda turulata.  – ya dirigiéndose a nosotros, mi madre prosiguió: -  La verdad es que no sé si darle el pestiño. Últimamente come como un pajarito. Bueno, como os iba diciendo, ambos tenéis razón, y sobre todo, infinitas razones para no discutir. Deberíais tomar más ejemplo de la abuela y de mí. Ayer mismo por la tarde, mientras hacíamos ganchillo, hablamos de los principios ontológicos y los gnoseológicos. ¡Qué risa! Nos pasamos toda la tarde ríe que te ríe. Los ontológicos aún medio los entendió, pero los gnoseológicos no hubo manera. ¡Pobrecilla!  Decía unas cosas que es que yo me mondaba. Pero fijaos si aún está en sus cabales, que después de explicarle los principios, me fui a la cocina a poner los garbanzos en remojo para hoy, y al volver, va y me suelta: Hija, que digo yo… ¡ Ya ves tú qué cosas se me meten en la mollera! que debe haber un principio de continuidad que no me has explicado, ya que, de no ser así, deduzco que hay hiatos en la Naturaleza incompatibles con la razón suficiente, y viceversa. ¿O no, hija? Y si sí, esto no tiene ni pies ni cabeza. Lo que nos reímos. ¡Qué ocurrencias! ¿Os dais cuenta? Pues así, así es como yo quiero que vosotros discutáis. Sin una voz más alta que la otra ¿Entendido?

Tanto mi padre como yo asentimos. ¡Quién no!

-          Pues, ¡ala!; daros un beso y cada uno a sus ocupaciones. ¡Que me tenéis ya hartita con tanto Leibniz y tanto Schopenhauer!

Mi madre se giró y se dirigió de nuevo a la cocina. Recuerdo que miré a mi padre. Éste agachó la cabeza y empezó una vez más a girar la gorra entre las manos.

-        Hijo… - empezó a decir – Siento haberte mentido
-        ¿Ah, sí?
-        Sí. Y tú sabes muy bien que te he mentido.
-        No tiene importancia, papá – dije
-        Sí la tiene. Y mucha. Lo siento. Lo siento de veras. No he debido hacerlo. Sólo puedo prometerte que no volverá a suceder
-        Y yo siento enormemente  haberte hablado como lo he hecho. Y también te prometo que no lo volveré a hacer. He sido un…
-        Nada, nada. Bueno, creo que lo mejor es que hagamos caso a tu madre
-        Sí, va a ser lo mejor

Abracé a mi padre como hacía ya tiempo que no lo hacía y le di dos besos en su áspera mejilla.
-        Pinchas – dije
-        Dentro de muy poco tú también pincharás…
Ambos nos despedimos de mi madre y de mi abuela y salimos juntos a la calle. Él, hacia la obra, y yo hacia el colegio.

Y a  partir de aquel día  nuestra forma de relacionarnos cambió para siempre. En dicho cambió gané ciertamente en su consideración. Nunca más volvió a hablarme como a un alumno, teniendo muy en cuenta mis opiniones. Pero también perdí, no sé si inocencia,  pero del mismo modo,  nunca más me pude escudar en mi infantilismo para eximirme  de responsabilidades, o simplemente para conseguir caprichos como lo había hecho hasta aquel entonces.

Sí, hacerse adulto iba a ser más duro de lo que yo había imaginado







































2 comentarios:

  1. Dios mío, me acabó de enterar, que mi querido esposo, jamás me presento a su verdadera familia. Pues de ser la verdadera la que yo conocí, o bien fueron abducidos o eran tan generosos conmigo que disimulavan en mi presencia. Pues como es sabido y bien confesado por mi, yo de filosofía, ( LO JUSTO). De todos modos el escrito muy original. Pero tampoco he utilizado el diccionario, con lo cual algunas "palabreja" no las entendí.

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  2. Y al final la madre es la madre y resulto ¡la campeona!

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