O
EL INGRATO INSTANTE EN QUE ME
CONVERTÍ
ADULTO
Mi afición a la
filosofía me viene, no sólo por una
inquietud intelectual selectiva, sino de familia, de purísima prosapia.
Así como
hay familias que se caracterizan por su fervor religioso, o por su pasión
por el fútbol, o su vocación de espectadora televisiva, o vaya usted a saber
por qué, en mi familia, leer, hablar y hacer filosofía era algo tan natural y
acostumbrado como comer potaje de garbanzos
al menos una vez a la semana.
Sí, en mi
casa, hablar de filosofía era lo más natural del mundo. Lo hacíamos a
cualquier hora, sin importarnos si era mañana, tarde o noche.
Y como la
filosofía es, esencialmente, el deseo de
conocimiento y el hallazgo de la verdad. Éste deseo nos llevaba a plantearnos todo tipo de preguntas.
A veces radicales e incontestables, y a veces más domesticas y cotidianas, pero
no menos sesudas. Por ejemplo: ¿Por qué comemos potaje de garbazos una vez a la
semana, y no pato relleno a la campesina con foie-gras de oca regado de Chateau
Lafite. ¿Era porque a mi madre se le daba mejor el pollo? ¿O era
porque en mi pueblo no había ocas, ni foie-gras, ni Chateau Lafite?
Reconozco que en
muchas ocasiones no llegábamos a ningún acuerdo concluyente. En otras sí,
aunque también podía ocurrir, que llegados a un consenso, viniera el mastuerzo
de nuestro vecino, que también le daba a esto de la filosofía, y nos
tirara el consenso por tierra con su
lógica empírica.
No,
no eran pocas las veces que en mi familia nuestras opiniones resultaban
irreconciliables, ya que cada uno de nosotros era de distinta tendencia.
Los había
lógico-matemáticos, como mi padre, ilustrados como mi madre, escolásticos como
mi abuela o antirrománticos como yo mismo.
De mi padre
decir que era cavador de zanjas y cimientos a pico y pala,
milimétrico alienador de azulejos, fino enyesador de paredes y
concienzudo ponedor de ladrillos.
También era un
gran admirador de Curro Romero, y Puskás, e hincha del C.F. Villanovense y La
niña de La Puebla. Pero
sobre todo, mi padre era un apasionado hincha del filósofo alemán: Gottfried
Wilhelm Leibniz.
Sí, por Leibniz mi padre sentía verdadera devoción.
- Hijo, ¿quieres que te hable de Leibniz? –
me decía a menudo.
- Bueno… – transigía yo, aunque no siempre.
Nuestra
relación nunca fue fácil. Sobre todo en aquella época, en mi adolescencia. La
verdad era que mi padre a veces se ponía muy pesado con Leibniz. Al que yo, no
muy partidario del mismo, llamaba Gottfried porque sabía que tal familiaridad
le molestaba.
Y
raro era el día que no acabábamos discutiendo, si no por Gottfried, por
Schopenhauer o Nietzsche, pensadores más en mi onda.
Recuerdo
que tenía doce años (Casi trece) Y andaba yo por aquel entonces muy ocupado en
el descubrimiento de mi cuerpo.
No hacía mucho
que había descubierto que al frotarme un extraño y absurdo apéndice de mi cuerpo obtuve un inesperado
y gratificante placer. Así que, por lógica, empecé a frotarme todos
y cada uno de mis apéndices.
Y en éstas
estaba, frota que te frota una de mis orejas tumbado sobre cama, cuando mi
padre abrió la puerta de mi habitación.
-
Hola,
hijo – dijo – ¿Te apetece que antes de
irme a trabajar hablemos un ratito de los principios de razón suficiente y los
Indescernibles?
No, la verdad
era que no me apetecía nada hablar sobre los Indescernibles.
No sólo porque me pillara en aquel preciso
instante en plena exploración, sino también porque empezaba a estar harto
del sempiterno retintín pedagógico que adquiría mi padre en
nuestras conversaciones, en las que, por supuesto, yo no tenía otro papel
que el de pasivo alumno, lo que me irritaba sobremanera desde hacía ya
algún tiempo.
A los doce años,
(Casi trece) uno no desea ser más alumno que lo estrictamente
obligado, o por elección, de las dómine, volátiles, caprichosas y a veces
también provocadoras musas (Las más).
No obstante, antes de negarme cometí el error de
mirarle.
Mi padre siempre
tuvo un porte de buen natural, y un rostro amable, casi ingenuo que invitaba a
la proximidad. Y al verle allí, indeciso, cogido tímidamente al picaporte, con
la gorra calada y su tosca vestimenta de albañil, me apiadé de él, aunque ya
advierto que no mucho. (Como todos sabemos la adolescencia es cruel)
Además, llevaba dos horas frotándome y no había
conseguido más que ponerme la oreja incandescente como la
lamparilla de un burdel de película francesa. Así que pensé que no me
vendría mal descansar, al menos hasta que se me fuera el zumbido del tímpano.
Por lo que
accedí, sin saber en aquel momento, que, por suerte o por desgracia, - nunca se
sabe - aquella breve conversación cambiaría definitivamente nuestra
relación.
- ¿Y si en vez de hablar sobre los
Indescernibles hablamos de las estructuras isomorfas del lengua? – dije ladino,
pues bien sabía yo que mi padre no dominaba la lógica.
Un tanto
desilusionado por mi objeción, cerró la puerta tras de sí y se acercó a la
cama. Antes de sentarse al borde de la misma se sacudió la culera del pantalón
y permaneció en silencio.
Mi padre tenía
los ojos perrunos, pícaros a veces, bondadosos las que más, y
desorbitados por la furia las menos.
- ¿Qué pasa, papá, es que acaso
Gottfried no dijo nada de las estructuras isomorfas?
Mi padre siguió
callado, como si tratara de hallar una respuesta.
- Papá – dije – he propuesto otro
tema porque ya me has hablado hasta la saciedad de los
Indescernibles.
Papá se
quitó la gorra y dejó ver una calva que en comparación con su rostro
parecía haber sido abrillantada con un limpiacristales. Dijo:
- ¿Y si…, en vez de la Teodicea , hablamos de las
consideraciones relativas a los principios innatos?
Papá, por insistir no era.
- Está bien – dije – Pero no
hablemos de las consideraciones que conciernan a la especulación o a la
práctica, ¿de acuerdo?
Mi padre,
acodado en sus rodillas, giraba la gorra entre sus manos e hizo un mohín de
contrariedad.
- Precisamente ayer- empezó a decir –
acabé de leer el tratado De veritate, de Cherbury ¿Lo conoces?
Mi padre debió
ahorrarse la pregunta, me pareció desconsiderada. ¡Claro que lo conocía!
¿¡Quién a los doce años (casi trece) no conoce De veritate!? En consecuencia,
sufrí mi primer acceso de indignación que traté de calmar.
- Algo he leído, sí – dije.
- Cherbury es un defensor de las Common
Notions frente a la creencia de la mente como tabula rasa.
Ahora sé que su
intención no era menospreciar mis conocimientos, pero en aquel entonces, metido
en mi picajosa adolescencia, así lo creía. De pura rabia cerré los ojos y
respiré hondo para calmar mi ánimo. Luego, en un tono desabrido, dije:
- Papá, ¿podrías… eludir lo evidente e
ir al grano?
Pero mi padre era Don erre que erre.
- De acuerdo. – dijo
iluminándosele los ojillos de satisfacción – Hoy, Justino…, mi peón de
obra, y yo, mientras nos comíamos el bocadillo en la obra, hemos reflexionado
sobre las nociones de: Prioritas, Independencia, Universali…
- Cer-ti-tu-de, Ne-ce-si-tas… etcétera,
etcétera – le interrumpí mascullando con rabia cada sílaba.
Aún hoy me
avergüenzo de mi engreída y arrogante actitud. Aunque en mi descargo podría argumentar
que mi madre, de pequeño, me dormía por las noches relatándome las Common
Notions. Me sentí tan agraviado que quise terminar aquella conversación
antes de que previsiblemente degenerara en trifulca.
- Papá, creo que deberíamos dejar esta
conversación. – dije mirando el reloj de la mesita de noche – Se está haciendo
tarde.
- Aún tenemos tiempo - dijo.
Tampoco era
fácil para mi, pero nada fácil, eludir la enorme satisfacción que me
producía llevar la contraria a mi padre; y no sólo a él, sino a todo el mundo,
incluidos Leibniz y al mismísimo Billy the Kid de haberlos tenido
delante. ¡Menudo era YO!
Bueno, a todo el
mundo, lo que se dice a todo el mundo, no es verdad. Había una excepción: mi
madre. No sé si por su porte mayestático, o porque a la hora de discutir no se
andaba con monsergas. El caso era que con ella no me atrevía tanto.
- Seamos sinceros, papá - : añadí - no voy a poner en duda la valía
de Gottfried , pero muchas de sus ideas eran…, eran…
Y callé
arrepentido de lo que iba a decir. No quería desdorar la idea que mi padre
tenía de su admirado filósofo.
- ¿Eran, qué? – dijo percatándose de mi
ingrata insinuación.
- Papá, ¿podríamos dejar este tema para otro momento? Estoy explorando mi
cuerpo y…
- Tu cuerpo puede esperar. Tiempo tendrás para ello.
- ¿Ah, sí?
- Sí
- ¿Y eso por qué?
- ¡Porque lo digo yo!
Tras escuchar lo
dicho, aspiré hondo y mantuve un buen rato el aire en mis pulmones, de lo
contrario, hubiera salido volando absolutamente descontrolado por la habitación
como ese globo que hinchamos con la boca y se nos escapa en el último
momento. Detestaba aquella frase. Y lo que aún era peor: él lo sabía.
- ¡Claro, claro! – repetí en tono
despectivo – Primero son tus consideraciones metafísicas, y después todo lo
demás, ¿verdad?
- Pues, sí; así es.
Ante aquello
sólo tenía tres formas de actuar. Una: callándome. Dos: girándome en la cama
ofreciéndole la espalda. Y tres: Invistiendo. Me incorporé y quedé apoyado de
espalda en el respaldo de la cama. Y, como no hay adolescente manso:
embestí.
- ¿Quieres saber la verdad sobre tu
querido Gottfried? - dije
- ¡Leibniz! – rectificó
- ¡Robaba!
- ¿Qué?
- Que robaba, papá.
- ¿Quién?
- Gottfried.
Mi padre tragó saliva.
- ¿Y qué es lo que robaba? – preguntó
después - Nunca leí que fuera enjuiciado
- Ideas, papá. Robaba ideas.
- Tú estás mal de la chaveta, muchacho.
Mira que decir…
- Sí, y lo mantengo: robaba
Mi padre se
acarició repetidas veces su reluciente calva. Luego miró su reloj de pulsera,
y dijo, tratando de simular calma:
- Ideas, ¿eh? Está bien, mozalbete. Tienes
diez minutos para hacerme una exposición comparativa que demuestre tu acusación.
De lo contrario, el domingo te quedas sin ver el Barça - Atlético de Madrid.
Mi padre rara
vez me amenazaba con castigos. Y cuando lo hacía, aún no cumpliendo la
premisa, rara vez me hacía cumplirlos.
Bien sé que
siempre es ingrato aceptar las debilidades de quienes admiramos. Pero mi
egocentrismo adolescente, no me permitió soslayar tan magnífica ocasión para
hacerme valer.
- ¿Por qué crees que Locke no quería
recibirle? – dije henchido de fatuidad.
- Porque Locke era un…
- Le envidiaba – le interrumpí -
Mucho más después del éxito que alcanzó entre la intelectualidad de Europa la
publicación de su Eassy
- No fue para tanto
- ¿Ah, no? ¿Entonces por qué, Leibniz,
sin tardanza, trató de ponerse en contacto con Locke para enviarle algunas observaciones
sobre su ensayo?
- Yo te diré por qué.
- ¿Por qué? – porfié desatado y
bravucón.
- ¡Porque Locke era un engreído!
De pronto
quedamos en silencio. Miré a mi padre directamente a los ojos. Era obvio que
estaba herido en su orgullo. De lo contrario, nunca hubiera llamado
engreído a un pensador de la talla de Locke. Suavicé mi voz, aún así, no tuve
piedad
- Engreído… - dije - Leibniz rehizo sus
Reflexiones
- ¿A qué reflexiones te refieres?
- Lo sabes muy bien.
- Lo ignoro completamente.
- ¿Qué?
– exclamé incrédulo.
- ¡He dicho que no lo sé!
Si mi padre en
aquel momento, en vez negar conocer las
Reflexiones de Leibniz, me hubiera impuesto cualquier castigo, por severo e injusto que fuera, seguramente no me hubiera
decepcionado tanto.
Mentía. Sencillamente, mi padre… metía. Mi
padre…, un hombre que siempre tuvo la verdad como faro y guía. Como ideal de
conducta.
No dudo que alguna vez me ocultara la verdad,
pero mentirme… Jamás lo había hecho.
Él sabía
perfectamente a qué reflexiones me refería. Las guardaba en su
mesita de noche en edición, ni más ni menos, que de la mismísima Academia de
Berlín. ¿Por qué negaba entonces conocerlas?
Un nudo de pura
congoja taponó mi garganta. Un silencio agónico se estableció entre ambos. Qué
debía hacer, reprocharle que me mentía, ponerle en evidencia, sonrojarle, o
disimular. Me sentí como si de pronto, como en un sueño, me hallara en medio de
un angustioso laberinto del que necesitaba salir con urgencia vital. Por
sentirme me sentí mayor, viejo incluso, sin saber qué hacer ni qué decir.
Él, por su
parte, se levantó de la cama, volvió a sentarse, y a levantarse y a sentarse.
- Me refería a las reflexiones expuestas
en el tomo VI de los Philosophische Schrifren – pude pronunciar por fin con voz
casi inaudible.
- Lo has leído…
Asentir
levemente con la cabeza mientras él bajaba la suya en silencio
Así pues,
decidí terminar aquella conversación, y si era corriendo un tupido velo de malos modos, como por otra parte era
mi costumbre, mejor que mejor
- Rectificar es de sabios – dijo
- Leibniz era un político, papá, que aún
pretendiéndose erigir en el filósofo de la cristiandad, no dudó de asimilar el
pensamiento del más genuino representante del ateismo: Spinoza
- Calla – dijo poniéndose en pie.
- ¡No me mandes callar! – grité con la
esperanza de que mi madre, al oírme, hiciera acto de presencia
- Te mandaré lo que yo quiera.
Esperé unos
instantes, pero mi madre no apareció. Me incorporé de la cama y quedé frente a él. Mientras
se calaba la gorra, dije:
- ¿Te vas ya? ¿No quieres saber más
sobre tu querido Gottfried?
- No. Ya basta
- No te debería bastar. La verdad..
- ¡He dicho que te calles!
- ¡No me da la gana! – vociferé.
- ¡A mi no me hables así! ¡Soy tu padre!
Justo en aquel
instante, atraída por nuestro vocerío, mi madre abrió la puerta de
la habitación. Respiré aliviado.
Aún me parece
verla enmarcada en el vano secándose las manos en el delantal, tan oronda y
segura como siempre de su ascendencia sobre nosotros; mirándonos a los ojos de
hito en hito, evaluando milimétricamente la gravedad de nuestra disputa.
Ambos la
devolvimos la mirada con timidez tratando de disimular nuestro enojo.
Mi madre era muy
capaz de castigarnos a los dos sin que le dolieran prendas. Conjuntamente
sin ver un partido más de la liga; a mi padre, en particular, haciéndole
comer durante una larga semana las comidas que más detestaba, y a mi, si cabe,
con más crueldad: prohibiéndome estar más de diez minutos encerrado en el
cuarto de baño acicalándome, e incluso en un ensañamiento impropio de una
madre, quitándome el espejo de cuerpo entero de mi habitación.
Mi madre,
créanme, cuando se enojaba, podía ser de una fiereza inaudita, como en aquella
ocasión en la que, por no ordenar mi cuarto, me escondió De la cuádruple raíz
del principio de razón suficiente, de Schopenhauer
.
- ¿Qué? – dijo -
¿Otra vez discutiendo sobre Leibniz?
Achantados como
perritos falderos, tanto el uno como el otro bajamos las miradas a nuestros
pies en clara actitud de sumisión. Mi padre volvió a sacarse la
gorra, y mi menda, por no usar, tentado estuve de quitarme los calcetines
para igualar su gesto de sumisión.
- No sé…, - siguió diciendo mi madre –
No sé qué voy a hacer con vosotros. Parecéis el perro y el gato. Estoy de
Leibniz hasta aquí. ¿Es que ni siquiera voy a poder fregar la loza con tranquilidad
pendiente de vosotros? Como sigáis así, no me va a quedar más remedio que
prohibir hablar de Leibniz en esta santa casa.
- Eso no, mujer – dijo mi padre quedo
- ¿Qué no? Qué poco me conoces,
Floriano.
Disimuladamente
mi padre se miró el reloj. Dijo:
- Lo siento pero tengo que irme. Se me
está haciendo tarde.
- De aquí no se mueve nadie hasta que yo
no haya acabado – repuso mi madre – Veamos ¿En qué parte de sus ensayos no
estáis de acuerdo esta vez?
- La culpa es de este… imberbe que
dice ahora que Leibniz robaba ideas. ¿Has oído alguna vez mayor barbaridad? – Como
mi madre no respondiera, mi padre siguió diciendo envalentonado – Eso, como
comprenderás, es tan… sacrílego como decir que Immanuel Kant…
- ¡Eeeeeehhhhh! – gritó de pronto mi
madre a viva voz acallando a su Floriano- ¡Alto ahí!
Entonces, en el
silencio producido tras la sonora advertencia de mi madre, llegó hasta nosotros
desde el sillón del comedor la voz de mi abuela Bernardina:
- ¿Pasa algo, hija? ¿ A qué vienen esos gritos?
- No, madre. No pasa nada.
- Pero algo pasará, ¡digo yo…!
- Nada, madre. Que aquí los señores, que
han vuelto a discutir
- ¿Sobre el malas pulgas de
Schopenhauer?
- Sobre Leibniz
- Vaya otro
Al cabo mi madre
volvió a tomar la palabra
-
Alto
ahí, alto ahí. A mi Kant, ni mencionarlo
en una vuestras disputas, ¿eh? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Os lo
advierto. Tengamos la fiesta en paz con mi Inmanuel ¿Estamos?
Mi madre adoraba
a Kant. Le profesaba un fervor casi místico. A tal punto, que en su habitación
tenía una litografía del mismo, con el lema ¡Atrévete a pensar!
- Los tres sabemos… - continuó diciendo
– Un momento… - dijo de pronto mi madre girando
la cabeza hacia la cocina - Creo que me he dejado abierto el grifo del
fregadero. Ahora vuelvo. No os mováis – tras volver, con rendida obediencia por
nuestra parte, mi madre tomó de nuevo la palabra: - ¿Dónde me había
quedado? Ah, sí… Todos sabemos que tanto en las ciencias como en las
artes es usual robar. Y Leibniz, Floriano, no es una excepción.
- ¡Pero mujer…! – exclamó mi
padre.
- ¡Ay, hijo! ¿Yo qué quieres que
te diga? Pero también es verdad, que Leibniz poseía un especial
talento para robar
- ¡Pues sí que lo estás arreglando! –
exclamó de nuevo mi padre
- La verdad es la verdad, Floriano. Y si
te ofende, hazte hincha de Immanuel Kant y tendrás menos disgustos. Además, lo
del talento para robar de Leibniz no me lo he inventado yo, que lo dijo bien
clarito Fontenelle en su elogio.
- ¡Vaya por Dios! – dijo mi padre – Ya
tuvo que salir a relucir Fontenelle
- Lo que no quita para reconocer que era
un eminente pensador.
- ¿Has oído lo que acaba de decir tu
madre? ¿Eh? – me dijo mi padre
- …que si bien no está a la altura de
Kant. ¡Pero quién lo esta! Sí merece un lugar privilegiado en la historia de la
filosofía, tanto por sus descubrimientos matemáticos en el cálculo infinitesimal,
como por sus principios filosóficos
- ¡Eulalia, hija! ¿Podrías traerme un
pestiño? Parece que me apetece algo dulce. – volvió a gritar mi abuela
- ¿Un qué, madre?
- ¡Un pestiño!
- No. Guárdese el hambre para la cena,
que últimamente no come usted más que porquerías. A ver si le va a dar una
cetoacidosis y se queda turulata. – ya dirigiéndose a nosotros, mi madre
prosiguió: - La verdad es que no sé si darle el pestiño. Últimamente come
como un pajarito. Bueno, como os iba diciendo, ambos tenéis razón, y sobre
todo, infinitas razones para no discutir. Deberíais tomar más ejemplo de la
abuela y de mí. Ayer mismo por la tarde, mientras hacíamos ganchillo, hablamos
de los principios ontológicos y los gnoseológicos. ¡Qué risa! Nos pasamos toda
la tarde ríe que te ríe. Los ontológicos aún medio los entendió, pero los
gnoseológicos no hubo manera. ¡Pobrecilla! Decía unas cosas que es que yo
me mondaba. Pero fijaos si aún está en sus cabales, que después de explicarle
los principios, me fui a la cocina a poner los garbanzos en remojo para hoy, y
al volver, va y me suelta: Hija, que digo yo… ¡ Ya ves tú qué cosas se me meten
en la mollera! que debe haber un principio de continuidad que no me has
explicado, ya que, de no ser así, deduzco que hay hiatos en la Naturaleza
incompatibles con la razón suficiente, y viceversa. ¿O no, hija? Y si sí, esto
no tiene ni pies ni cabeza. Lo que nos reímos. ¡Qué ocurrencias! ¿Os dais
cuenta? Pues así, así es como yo quiero que vosotros discutáis. Sin una voz más
alta que la otra ¿Entendido?
Tanto mi padre como yo asentimos. ¡Quién no!
- Pues, ¡ala!; daros un beso y
cada uno a sus ocupaciones. ¡Que me tenéis ya hartita con tanto Leibniz y tanto
Schopenhauer!
Mi madre se giró
y se dirigió de nuevo a la cocina. Recuerdo que miré a mi padre. Éste agachó la
cabeza y empezó una vez más a girar la gorra entre las manos.
-
Hijo…
- empezó a decir – Siento haberte mentido
-
¿Ah,
sí?
-
Sí.
Y tú sabes muy bien que te he mentido.
-
No
tiene importancia, papá – dije
-
Sí
la tiene. Y mucha. Lo siento. Lo siento de veras. No he debido hacerlo. Sólo
puedo prometerte que no volverá a suceder
-
Y yo
siento enormemente haberte hablado como
lo he hecho. Y también te prometo que no lo volveré a hacer. He sido un…
-
Nada,
nada. Bueno, creo que lo mejor es que hagamos caso a tu madre
-
Sí,
va a ser lo mejor
Abracé a mi
padre como hacía ya tiempo que no lo hacía y le di dos besos en su áspera
mejilla.
-
Pinchas
– dije
-
Dentro
de muy poco tú también pincharás…
Ambos nos despedimos
de mi madre y de mi abuela y salimos juntos a la calle. Él, hacia la obra, y yo
hacia el colegio.
Y a partir de aquel día nuestra forma de
relacionarnos cambió para siempre. En dicho cambió gané ciertamente en su
consideración. Nunca más volvió a hablarme como a un alumno, teniendo muy en
cuenta mis opiniones. Pero también perdí, no sé si inocencia, pero del
mismo modo, nunca más me pude escudar en mi infantilismo para eximirme
de responsabilidades, o simplemente para conseguir caprichos como lo
había hecho hasta aquel entonces.
Sí, hacerse
adulto iba a ser más duro de lo que yo había imaginado
Dios mío, me acabó de enterar, que mi querido esposo, jamás me presento a su verdadera familia. Pues de ser la verdadera la que yo conocí, o bien fueron abducidos o eran tan generosos conmigo que disimulavan en mi presencia. Pues como es sabido y bien confesado por mi, yo de filosofía, ( LO JUSTO). De todos modos el escrito muy original. Pero tampoco he utilizado el diccionario, con lo cual algunas "palabreja" no las entendí.
ResponderEliminarY al final la madre es la madre y resulto ¡la campeona!
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