martes, 17 de junio de 2014

Rata de biblioteca

                                   
                             RATA DE BIBLIOTECA            

En el escrito del día 28 de julio, en su blog, mi querida esposa, me define textualmente como: “Rata de biblioteca”

Al leer dicha frase no me sentí ofendido aun cuando, como todo el mundo sabe, se aplica despectivamente para definir a una persona que pasa demasiado  tiempo entre libros.

 Ni que decir tiene que no es éste mi caso, sin ocultar por ello mi moderada afición a la lectura.
 

Para mí, el paraíso no es un tipo de biblioteca, como dijera Borges

Sin embargo, es curioso observar, cómo después de casi cuarenta años de conocernos, con más de la mitad de ellos conviviendo, mi esposa mantienen opiniones sobre mi que concibió al poco de conocernos y aún cuando haya verificado una y mil veces en este tiempo la falsedad de dichas opiniones.

Quisiera pues que se juzgara la sinrazón relatando las circunstancias que rodearon la primera vez que mi mujer me llamó rara de biblioteca.

Circunstancias que bien podrían entrar en el campo de los fenómenos paranormales, y que por tanto recuerdo con meridiana claridad por su excepcionalidad

                                          1973                              

Corría tal año. Tanto ella como un servidor nos hallábamos en el esplendor de nuestra adolescencia.

Por aquel entonces, en la televisión se emitían programas como Los Chiripitifláuticos, el Un, dos, tres, responda otra vez, Estudio abierto o series como Colombo o Kung Fu.

 Se publicaba la novela Pantaleón y las visitadoras y el Atlético de Madrid ganaba la liga de futbol.

 En política, allá por septiembre, Salvador Allende se suicidó en el Palacio de la Moneda, y un hijo insigne de la monstruosidad, tomó  el mando.

Un chofer en la madrileña calle de Claudio Coello fue obligado a cambiar de dirección, con tan funesta suerte que  mueren dos personas y un tal Carrero Blanco.
 

Por las emisoras de radio, televisión y discotecas,  se podían oír canciones como Charly, del grupo Santa Bárbara,  Il Mio Canto Libero de Lucio Battisti,  El gato que está triste y azul de Roberto Carlos, Eva María de los Formulas V, Amor Amar de Camilo VI, y  el clásico de Lou Red: Walking On The Wild Side. También el Glam Rock estaba en su apogeo con la edición de los LPs de T-Rex y Aladdin Sane, de David Bowie.

Cinematográficamente fue un buen año, por ejemplo, se estrenaron películas como El Golpe, con Paul Newman y Robert Redfort; La Noche Americana de Truffaut; Serpico y la no menos exitosa: El Exorcista, basada en la novela Willian Peter Blatty, un clásico ineludible en el cine de terror, y de gran repercusión social

En moda, las mujeres usaban botas largas hasta las rodillas, shorts y abrigos largos; y en los hombres se llevaba el pelo largo y alaciado, anchas patillas, camisas de colores sicodélicos,  pantalones ajustados con generosa hebilla en el cinturón, y zapatos con frente ancho, tacones y plataforma. 

En aquel año murió en la cumbre de su carrera, Bruce Lee, convirtiéndose instantáneamente en mito.

                            PELANDO LA PAVA


Recuerdo
que transcurría el mes de agosto. Serían las cuatro de la tarde, y el sol caía hiriente produciendo en la piel el escozor de las ortigas, aunque al norte, el cielo se teñía de oscuras nubes.

 Paseábamos rambla abajo pelando - aunque más correcto resultaría decir asando - la pava. 

 Al pasar por la caja de ahorros miré hacia el Club deseando entrar para protegernos de la sofocante calorina, pero entonces recordé que apenas me quedaba presupuesto para un par de refrescos, y hasta las nueve de noche, hora en la que ella solía volver a casa, faltaba mucho tiempo, así que pensé que mejor sería guardar el dinero hasta más avanzada la tarde. 

 Pero el calor apretaba y empecé a dudar de que el galliforme animal que desplumábamos no fuera a morir de insolación, o lo que era peor, que mi bella amada, en lógica decisión, deseara volver a casa hasta que pasara la canícula.

 (Algo que yo hubiera sido incapaz de proponer: antes morir achicharradito o como mojama de Barbate que privarme de su presencia) 

Así que vi una horda de niños  alados alabando mi suerte, cuando al pasar por la biblioteca pública la futura MDLN propuso entrar. 

Rápidamente asentí sin hacer la menor objeción. 

Yo jamás había estado es una de biblioteca y consideré oportuno no decirlo, inseguro de la opinión a favor o en contra de aquella adolescente  de Shorts magenta y camisa rutilante que ocupaba todo mi pensamiento pudiera formarse de mi: si empollón de haber estado, o babieca de lo contrario. 

- Yo nunca he estado en la biblioteca- dijo ella como lo más natural del mundo. 

Consideré aquella confesión como una muestra más de su gran personalidad. Ni por asomo la consideré babieca, sino atractivamente contracultural.

                        
                             LA BIBLIOTECA

                   O CÓMO LA FUTURA MADRE DE LA NOVIA 
                       ENTRA EN ESTADO CATATONICO

La biblioteca se hallaba en el entresuelo del edificio.
Cruzamos el enorme y viejo portón de hierro fundido y subimos las escaleras. Gentil, franqueé la puerta acristalada y cedí el paso a mi acompañante. 


 Ésta, nada más entrar, se detuvo, y con el rostro tenso,  inopinadamente comenzó a escudriñar cada rincón del local, como si deseara descubrir el origen de un supuesto malestar.

Alarmado, hice otro tanto de lo mismo, pero nada ni nadie había en la biblioteca que indicara riesgo o peligro alguno    

 Mi esposa siempre ha sido una mujer de expresión alegre, y cuando su rostro no muestra tal jovialidad produce en quien la acompañe en ese momento, perplejidad y preocupación.

La miré y sentí que algo, real o inconsciente,  en aquel lugar no era de su total agrado. 

Tal vez no fuera más que una falsa impresión mía, pensé.

Ahora, después de saber lo que no tardaría en pasar, debí hacer caso a mi intuición e invitarla a abandonar la biblioteca. Pero desgraciadamente, no lo hice. 


  En aquella época (actualmente no lo sé, después de lo que sucedió lógicamente no he vuelto nunca más) la biblioteca la formaban dos salas en forma de L invertida, donde los libros se ordenaban en oscuras estanterías que cubrían las paredes.
 

 Ocupando el espacio, había grandes mesas de madera de nogal, de seis u ocho asientos, en las cuales descansaban  pequeñas lámparas individuales con pantalla verde.
 

 No había aire acondicionado, pero el calor quedaba amortiguado por dos ventanales  opuestos y entreabiertos y varios ventiladores de techo que producían una agradable brisa interior.

 Frente a nosotros, en una pequeña mesa, la bibliotecaria, bajo los sempiternos crucifijo y foto de Franco que colgaban de la pared,   escribía, y que al percatarse de nuestra dubitativa presencia, nos miró con evidente fastidio.
 

-¿Entramos? – dije.
 

 Ella asintió levemente con la cabeza.
 

Dos hombres de edad avanzada jugaban en silencio al ajedrez en una de las mesas. Otro hombre que parecía por su vestimenta de profesión liberal tomaba notas de un grueso volumen. Un anciano  leía el periódico. Y más allá, tres jóvenes se aplicaban en sendos libros. En cuya mesa de al lado nos sentamos.
 

 Seguidamente nos levantamos y ambos recorrimos varias estanterías para elegir lectura. Ella se decidió por una revista de moda,  y el azar y por su sonoro nombre yo elegí un libro de narraciones de un tal Giovanni Boccaccio.

Boccaccio inicia sus relatos describiendo las trágicas consecuencias de la peste bubónica que asoló Florencia allá por el año 1348.
 

Tras leer un par de páginas del prólogo, cerré el libro con la intención de levantarme para seleccionar un nuevo volumen, pero por no hacerme notar en el mutismo de la sala, me obligué a leer al azar al menos una de las narraciones.
 

Ni qué decir tiene que al instante quedé prendado de la sensualidad que desprendía. A tal punto me abstraje en la lectura, que cuando volví a levantar la cabeza, varios de los parroquianos allí congregados se habían marchado, y mi acompañante había dejado de ojear la revista  y permanecía en silencio con la mirada perdida en la nada.
 

- Si te aburres…- dije sin mucha convicción  – podemos irnos
- No – dijo
 

 Seguí pues leyendo. Al poco, o al menos eso me pareció, no podría precisarlo, ella se inclino hacia mí, y dijo misteriosa:

- Mi silla se mueve.

Señalé con el dedo índice la última palabra que leía

- ¿Tu silla?
- Sí
 
- La habrás movido sin querer.
- No, yo no la he movido.
 
- Las sillas no se mueven solas. - dije. 
 
- Shsssssss- siseó la encargada de la biblioteca dirigiéndonos una mirada de desaprobación.
- Acabo de leer el cuento que he empezado y nos vamos, ¿de acuerdo?

Volví a reconcentrarme en la lectura. Acabé el cuento que leía, y sin recordar mi promesa, - de lo cual me arrepiento infinitamente  -  comencé a leer uno nuevo, y acabado éste principié otro, y tan embebido estaba, que no podría asegurar que fuera el último.
 

 Pero de pronto, un golpe seco, rotundo, metálico, precedido por un largo y siniestro chirriar de goznes estalló en la parte baja del edificio,  sacándome de mi profundo ensimismamiento.  

Todos los allí presentes nos miramos estupefactos. 

La luz de los fluorescentes de la biblioteca comenzó en ese instante a titilar hasta apagarse. La oscuridad se hizo casi por completo. Sólo una leve luz lechosa entraba por los ventanales y a través del cortinaje.
 

  Varios truenos, como jamás había oído, retumbaron en la sala tal que si el cielo se partiera en pedazos. Y uno de los jóvenes que se hallaba en la mesa de al lado, se incorporó en la silla dispuesto a marcharse, pero volvió a sentarse de inmediato cuando, literalmente, estallaron las contraventanas.
 

 Una ráfaga de aire violentísima  recorrió la negrura de la biblioteca elevando las cortinas como oscuros fantasmas y haciendo volar de un lado a otro de la estancia los papeles de la mesa de la  bibliotecaria como gigantescas y espectrales mariposas.
 

  La bibliotecaria asustada pegó su cabeza sobre la mesa y se protegió la misma con las manos como si el techo fuera a venírsele encima. Luego, tras una calma expectante que duró varios segundos comenzó a granizar. El grueso granizo, impulsado por el viento golpeaba la barandilla del balcón y penetraba en la biblioteca emitiendo un ruido sordo en el parquet.
 

La bibliotecaria se levantó entonces de su asiento,  y con gran esfuerzo logró cerrar el ventanal. Sin poder distinguir su rostro, mi compañera, acodada en la mesa se tapaba los oídos con las manos. 
 

  La lluvia sustituyó al granizo y  la bibliotecaria cruzó la sala hasta el otro extremo y cerró el segundo  ventanal.
 

Poco a poco la tormenta fue amainando. Por fin, los fluorescentes  comenzaron a centellear, y unos más tarde que otros, se encendieron

 Pero, cual no sería mi sorpresa cuando vi a la futura madre de mi hija sentada en una extraña posición. Se hallaba rígida, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, e inmóvil  como una estatua.
 

Asustado, rápidamente me levanté de mi asiento, bordeé la mesa y me acuclillé a su lado. Pronuncié su nombre varias veces sin recibir respuesta.
 

Me aterroricé. Toqué su brazo frío y agarrotado. Me erguí y miré a uno y otro lado buscando inútilmente la ayuda a la bibliotecaria.

 Los tres jóvenes que no debían sobrepasarnos en edad, se acercaron a nosotros.

- ¿Qué ocurre? -  dijo uno de ellos

No contesté. Volví de nuevo a buscar  a la encargada de la biblioteca, cuando mi mirada se detuvo en el hombre  que impasible leía el periódico, sordo y ciego a lo que le ocurría. Debía sobrepasar la cincuentena. Tenía el pelo gris e iba peinado con esmero y parecía un hombre culto.
 

De pronto el hombre alzó la cabeza, miró a la que hoy es mi mujer, y dirigiéndose a mi, dijo con enervante indiferencia:
 

- Esa chica está en estado catatónico.

E imperturbable, el viejo,  pasó una nueva página y siguió leyendo su periódico. Juro por Dios que odié con toda mi alma la indolencia y falta de empatía de aquel viejo.
 

Ella, al punto, abrió  los ojos, y sin abandonar su rigidez, dijo:

- Sácame de aquí


                               LA NIÑA REGAN, BELCEBU, EL PADRE KARRAS       
 
                                            Y BRUCE LEE

Su voz sonó profunda. Tenía las cuencas hundidas y los ojos la brillaban con una intensidad casi siniestra. Luego, inopinadamente,  se asió a los laterales del asiento, se pegó al respaldo y colocó los pies sobre uno de los travesaños.
 

Y la silla, de pronto, ante la estupefacción de los allí presentes, empezó a moverse hacia delante y hacia atrás. Primero poco a poco, y más tarde, adquiriendo una velocidad impropia y circense, pues se balanceaba  justo hasta el extremo para no caer al suelo, bien de espaldas, bien de bruces sobre la mesa

- ¿Cómo demonios hace eso? – dijo el joven de camisa a rayas

Traté de averiguarlo, pero no observé signo alguno en su cuerpo que indicara que era ella quien producía el impulso de la silla. Sus pies no tocaban el suelo, y su espalda se hallaba literalmente adherida al respaldo.

 Su torso envirotado parecía atado y bien atado al asiento, como si su cuerpo formara parte del mismo. Cómo lograba aquel efecto, no lo sé; y después de haber pensado en ello durante mucho tiempo, jamás me he podido dar  una explicación mínimamente convincente.
 

La bibliotecaria  atraída por el ruido que hacían las patas de la silla sobre el parquet se acercó corriendo a nosotros
 

- ¿Qué pasa? – preguntó
- No… lo sé – dije acongojado
- Ayúdame – me dijo
 

La bibliotecaria entonces se colocó detrás de la silla y yo desde uno de los costados aunamos nuestras fuerzas hasta detenerla. 

- ¿Te encuentras bien? – la preguntó la bibliotecaria. Y al inclinarse sobre ella y ver su rostro descompuesto, iba a añadir algo, pero el viejo del periódico, exclamó con la misma y despreciable indiferencia:
 
- Esquizofrenia. – y como un oráculo de lo incuestionable, agregó -: Esa joven es esquizofrénica

Nunca he odiado más a nadie que aquel viejo. Ella, por el contrario, reaccionó a sus palabras y giró  lentamente la cabeza. Tenía el rostro  exánime y sin expresión.  Clavó sus ojos ahora violáceos en el viejo,  como si deseara fulminarlo,  y dijo con toda la rabia del mundo:

- Viejo apóstata.  ¡Hijoputa!

Era la primera vez que la oía  insultar gravemente a una persona mayor. Mi sorpresa, lógicamente, fue mayúscula. Ya no tan sólo por los improperio, sino por la gravedad de su tono.
 

- Vigilarla. – dijo la bibliotecaria -  El teléfono no funciona. Voy a avisar a alguien.
 
- No tarde - dije

Una vez que la bibliotecaria desapareció, oí que uno de los jóvenes decía, como para sí:
 

- Yo llamaría a un sacerdote.

Luego se estableció un largo silencio. Me acuclillé de nuevo a su lado y rogué que la ayuda no tardara.
 

- ¿Qué significa apóstata? –dijo otro de los jóvenes. Estos se hallaban detrás de mi.
 

De la calle llegaban lejanos ecos, como si ésta, la calle, fuera un mundo paralelo, ahora inalcanzable e irreal

- Debe ser una palabra extranjera. 

Estaba aterrado sin saber qué hacer. Cada segundo desde que marchara la bibliotecaria era una eternidad

- Está poseída  - dijo uno de los jóvenes hablando entre ellos
- ¿Tú crees?

Ni siquiera podía racionalizar las palabras de los jóvenes. Lejos de censurarles sus disparates, casi los agradecía, de algún modo empujaban el tiempo. El joven de menor edad  se sentó entonces frente a ella, cruzó los dedos de las manos sobre la mesa e impostando la voz, dijo:
- ¿Hay alguien dentro de ti?
 ¿Es el capitán Howdy? ¿Cuál es el nombre de soltera de mi madre?
- ¿Quieres callarte, idiota?. – salté. Entonces el joven de la camisa a rayas se levantó de la silla y desapareció -  ¿Te encuentras mejor? –  la pregunté  -  Aguanta un poquito más. La bibliotecaria no tardará en llegar.

Al poco el joven de camisa a rayas volvió a aparecer. Se colocó frente a mí, al otro lado de la silla en la que la enferma estaba sentada. Había descolgado el crucifijo de la pared.

- ¡Satán, espíritu inmundo! – declamó de pronto  alzando el crucifijo
- ¡Pero qué haces! –dijo  su amigo quitándole el crucifijo de las manos – ¿Es que no te acuerdas de lo que hacen las endemoniadas con los crucifijos, o qué?
- Es verdad. ¡Madre mía! – dijo, al tiempo que  desaparecía de nuevo

- Quiero irme – volvió a decir ella.
 
- Creo que lo mejor es esperar a la bibliotecaria. Traerá ayuda. - contesté

Pero el joven fatigoso de camisa a rayas volvió a hacerse presente. Esta vez en lugar del crucifijo portaba el retrato de Franco.
 

- ¡Belcebú! ¡Belcebú! – gritó vehemente -  ¡Escucha! -  Mira la imagen de nuestro  generalísimo Francisco Franco. Salvador de la patria para gloria infinita de Dios.  Pesadilla de rojos, ateos y herejes. Centinela de occidente.  Fundador del Nacionalcatolicismo. ¡Oh Franco!, salva a tu sierva
- Oye…, ¿por qué no imitas la voz de Franco? – dijo su amigo
 ¡Calla, hostias!- dijo éste. Y prosiguió -: ¡Tiembla ante él, Becebú! Príncipe de todos los asesinos. ¡Viejo hereje! ¡Carroña! Puerco degenerado.  ¡Lechón!
- ¿Lechón? – dijo el amigo - ¿Llamas lechón a Belcebú?
 
- Sí, qué pasa. ¡Yo te conjuro! ¡Huye espíritu hostil! – y el joven calló, como haciendo memoria -  Ah, sí- dijo - ¡Vade retro me, Satanás! –  y volvió a callar, luego dijo mirando a uno de sus amigos - : Oye, me ha quedado bien eso de Vade retro me, ¿verdad?
- La mar de bien, sí

De pronto, lentamente, la futura madre de mi hija, apoyándose en la mesa, se incorporó de la silla. El joven al verla, quedó petrificado. Ella dio dos pasos hacia él  y le miró con intensidad

- ¿Padre Karras? - dijo dirigiéndose al joven exorcista

Éste,  paralizado, atónito como todos los que presenciábamos la escena, dejó caer la foto de Franco. Ella, entonces, giró su cuerpo y… ¡zas!, le arreó tal patada en la entrepierna, que me pareció ver las amígdalas del improvisado exorcista.
 

El joven dobló su cuerpo por el dolor. Cuando volvió a enderezarse, craso error, la que en ese momento pasaba por la niña Regan Teresa MacNeil, alias Bruce Lee, alzó de nuevo la pierna, y… ¡zas! ¡zas! y ¡zas!
Y, oh milagro, sin truco ni cartón, el joven, durante largas décimas de segundo, levitó.
 


                                      EL CLUB, UN TRINARANJUS
                                                Y
 
                                        LOS ROLLING STONE
 

- Sácame de este lugar – dijo ella después
 

Parecía a punto de desmayarse.

- ¿Crees que puedes andar? – repuse
- Sí

Hubiera querido pasar su brazo por mis hombros y rodearla por la cintura como a un herido de guerra, pero no me atreví. Ella me ofreció entonces su mano

Apenas nos habíamos girado cuando oímos de nuevo la voz del viejo del periódico. Habló con la misma indiferencia irritante

- No deberíais marchar. -  dijo  – Esa chica está enferma. Es posible que gravemente  – e indolente mojó con la lengua la yema de su dedo medio, pasó una nueva página del periódico y siguió leyendo.
 

Dudé de que no tuviera razón aquel detestable viejo.

- Por favor – me imploró ella

Lentamente salimos de la biblioteca y  bajamos las escaleras. 
Su mano ardía
Fuera, el aire ahora era húmedo por la lluvia caída, y del pavimento, antes candente se elevaba un leve vaho.

- ¿Estás bien? – dije
- Sí.

Después de lo sucedido me sentí en la obligación de preguntarle si quería que la acompañase a su casa.
 
Era lo correcto.
 

- ¿Quieres que nos tomemos algo en Club? – dije saltándome la corrección
 

Para mi satisfacción, ella asintió.
 

- Ya estoy mejor. – dijo retirándome la mano
 

Cruzamos la calle. Por suerte,  parecía restablecerse a cada paso que dábamos.
 

El Club era una sala de fiesta que abría los días festivos. El resto de la semana sólo el bar que daba paso a la discoteca se hallaba abierto. Sus asiduos estaban formados principalmente por adolescentes como nosotros. Debido a las vacaciones los parroquianos no eran muy numerosos. Por indicación suya nos sentamos en una mesa del fondo del local.

- ¿Quieres tomar algo? – dije
 
- Un Trinaranjus

Me levanté y fui hacia la barra. Alguien introdujo una moneda en la máquina de música y empezó a sonar La reina bruja de Nueva Orleans.
 

Mientras esperaba la bebida no dejaba de hacerme preguntas. Algunas absurdas y otras inquietantes.  Palabras como esquizofrenia, epilepsia, paranoia, hijoputa y locura aparecían y desaparecían en mi cabeza como peligrosos satélites desorbitados.
 

 No hacía mucho tiempo que nos habíamos conocido en los pasillos del instituto, entre clase y clase de nocturno.

A los quince años es muy difícil distinguir entre amor y arrebato. Pero algo me decía, o mejor dicho, me hacía sentir que aquella adolescente extrovertida, parlanchina y desbordante era la futura madre de la novia.

En cualquier caso, y evitando los tópicos, en aquel momento, lo que sentía era muy claro y simple: sencillamente me sentía el adolescente más desgraciado del mundo. Y no. No me haría más preguntas sobre lo sucedido en la biblioteca. Tampoco se las haría a ella.  Tal vez más adelante, me dije. Si, tal vez … 
 

El camarero me devolvió el cambio. Volví a la mesa con su bebida, una tónica y dos vasos largos con hielo. Serví  los refrescos en silencio y comencé a girar mi vaso entre las manos observando las burbujas. Por fin me atreví a mirarla Su rostro, por fortuna, había vuelto a su espléndido color natural. Sus ojos brillaban ahora con intensidad pero sin temor, y sus labios tornaron a su frescura sonrosada.

- Te encuentras mejor – dije
- Un poco cansada, pero mucho mejor.
 

La música de Pink Floid sustituyó a Redbone.
 

- Te he asustado, ¿verdad? – dijo ella
 
- No… - contesté sin mucha convicción.

Parecía a punto de llorar.
 

- Estoy avergonzada – dijo. Luego respiró profundamente y añadió -: No sé qué pensarás de mi después de lo sucedido en la biblioteca.
 
- Nada – dije
Pensar…, - pensé-  yo y los demás. Yo, nada. Yo no quería pensar, y no pensaría nada. Los demás… Si padecía aquella enfermedad terrible que dijo el viejo del periódico, estaba seguro que amigos y familiares me aconsejarían que abandonaran aquella relación.
 

Pero… ¿cómo abandonarla? ¿También me lo dirían los demás? ¿Me dirían cómo abandonar a alguien en la cual se piensa casi obsesivamente? ¿Me dirían cómo abandonar a alguien, cuya ausencia, aún sólo siendo de horas, uno envidia incluso a las personas que se cruzan con ella en la calle? Ellos, los demás, ¿me lo dirían?
 

Todo se olvida. Sí. Eso me dirían. Todo se olvida. Pero…¿y si yo…no lograba olvidarla? ¿Y si yo fuera la excepción? ¿Qué dirían entonces los demás? ¿Lo siento?
 

Bebí un largo trago de tónica y me recriminé mi actitud. Aquel silencio oneroso y agotador que mantenía. Debía decir algo.

Todos, o casi todo el mundo, me tiene por un tipo introvertido,  algo cáustico a veces, bien es verdad, pero ocurrente. Por lo tanto, sonsacarla una sonrisa no debería ser un gran obstáculo para mí 

Al punto, los mismísimos Rolling Stones acudieron  en mi ayuda. En el bar sonaron los primeros  acordes de Angie. 
 

- Te preguntarás qué me ha pasado - dijo.
 

A la adolescente  se le inundaron los ojos de lágrimas.
 
- ¿Te gusta esta canción? Es estupenda, ¿verdad?- dije
- Pensarás que estoy loca pero…
- Bueno… no a todos nos tienen que gustar las mismas canciones
- Sí, la canción me gusta mucho. Pero no me refería a eso – dijo con media sonrisa
- Sé a lo que te refieres.
 No tiene importancia, simplemente te horrorizan las tormentas.  
- No
 
- ¿Sabes?, - argumenté -  mi madre en los días de tormenta se encierra en su dormitorio, y a oscuras, reza una y otra vez el rosario hasta que escampa.
- Pero yo…
- Tú... – la interrumpí – tú en vez de rezar a oscuras, le arreas un par de patadas en los testículos a cualquier impertinente que se te cruce. Más o menos es lo mismo
- No, no es lo mismo – dijo sonriendo  ´- Pobre chico. Pero necesito que sepas algo sobre mí. Es algo que debes saber
- No creo que sea el momento- dije- Me lo puedes decir mañana, o la semana que viene, o el año que viene…
- No, necesito decírtelo ahora

Apenas me quedaba tónica en el vaso. Removí los cubitos de hielo y agoté el último sorbo. Luego, para rebajar la tensión me concentré en la voz atiplada de Mick Jagger.

- ¿Cuánto tiempo hemos estado en la biblioteca? – preguntó. No hubiera podido hacer el cálculo con la prontitud que se me requería. Por suerte, ella se me adelantó - : Casi tres horas
- Sí- dije en un murmullo
- En silencio… - dijo haciendo una pausa transitoria, como si yo debiera llegar a una conclusión
- En silencio…  ¿Y? – repetí aventurándome a parecer estúpido
- ¡Sin hablar! – dijo.
- Sin hablar… - volví a repetir como un autómata
- Sí – dijo

Ambos callamos. Ella me miró ávida esperando una reacción que no llegó

- Ha sido horrible. – dijo ante mi colapso mental.
Por fin, me atreví a decir inseguro de haber entendido sus palabras:
- ¿Quieres decir que… todo lo sucedido en la biblioteca se debe a que no has podido hablar durante tres horas?
- Sí. – dijo- ¿No te ha parecido insoportable?
- Pues… -  empecé a decir entre aliviado y perplejo.
 

Con infinita satisfacción,  la adolescente y futura madre de la novia apoyó de pronto su frente en mi hombro

- Dios mío- dijo – Eres una rata de biblioteca.
- ¿Yo?
- Sí, tú. Una enorme rata de biblioteca
- ¿Sabes que me has dado un susto de muerte? – dije

Ella parecía absolutamente repuesta

- La verdad es que he exagerado un poquito el ataque de ansiedad… Lo siento ¿Te has enfadado?
- No. Estoy decepcionado. Ni padeces síndrome catatónico, ni estás poseída por el gran Belcebú, y ni  siquiera eres esquizofrénica.

Ella rió.

- ¿Nos vamos? – dijo.

El club, sin darnos cuenta se había abarrotado de clientes. Nos levantamos y salimos. Fuera empezaba el largo crepúsculo veraniego.

- Oye…
 
- ¿Sí?
- ¿Ni siquiera eres maniaco-depresiva?
 
- No
 
- ¿Ni un poquito?


1 comentario:

  1. Aqui la madre de la novia. Que quede claro, que yo jamás he leído una revista de moda en la biblioteca y que mucho antes de conocer al padre de la novia, yo iba a la biblioteca a estudiar. Pero por contrapunto, me encanta q pasados tantos años siga recordando como pelabamos la pava. Te quiero

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