sábado, 16 de septiembre de 2017

                           Brontofobia                 


       Estaba echada a lo largo del sofá, adormecida, cuando me pareció oír el timbre de la puerta. Abrí los ojos y me quedé expectante.

       Serían las cuatro de la tarde, pero el salón se hallaba extrañamente en penumbra, como si fuera tarde avanzada
.
       Oí un trueno y el timbre volvió a sonar. El caso era  que no deseaba recibir ni hablar con nadie.

        Pero el timbre sonó de nuevo. Bajé los pies del sofá y quedé sentada, apoyada en las rodillas.

        El  agrio olor a vinagre de los restos de la ensalada que había almorzado llegó hasta mi.

         Me serví una nueva copa de licor de café. Encendí un cigarrillo. Di varios sorbos y casi al instante sentí un pequeño vahído.

         Fuera estalló un trueno morrocotudo, y acto seguido la lluvia empezó  a repiquetear con fuerza en los cristales del ventanal.

        Apagué el cigarrillo, e iba a estirarme en el sofá, cuando el timbre sonó nuevamente.

        Apenas se veía en el salón. Encendí la luz de la lámpara de pie y me dirigí a la puerta de entrada notando como mi cuerpo se cimbreaba a cada paso. No estaba borracha,  al menos no aún del todo.

       Hacía tres días que no  salía de casa e iba en pijama, por lo que mi aspecto debía ser lamentable para recibir visitas.  Antes de contestar traté de alisarme el cabello con las manos

-        ¿Quién es? – pregunté al fin  

       No contestaron. Abrí la puerta cuanto daba la cadenilla y oí unos pasos que bajaban la escalera

-        ¿Qué deseaba? – volví a  preguntar

       Quien fuera desandó los escalones.

       Se trataba de una mujer de unos treinta y siete o treinta y ocho años. En cualquier caso más joven que yo. Yo ya he sobrepasado los cuarenta. Tenía una hermosa mata de pelo rizado que le caía sobre los hombros. Ojos negros y enormes e  iba vestida con un traje de chaqueta gris demasiado estrecho, como si fuera de una temporada anterior. Sostenía un maletín en la mano derecha.

-        Pensé que no había nadie – dijo
-        ¿Qué quiere?
-        Me llamo Laura. Vendo enciclopedias generales, específicas y para niños – me espetó la mujer sin más
-        ¿Enciclopedias…? Creía que vender enciclopedias puerta a puerta era cosa del pasado
-        Sí…

        E inopinada y súbitamente  cerré la puerta, quité la cadenilla y volví a abrir

-        Me llamo Maite –  dije

        Nos estrechamos las manos.

-        Disculpe mi aspecto, pero… no esperaba visitas
-        No quisiera molestarla – dijo – Si es un mal momento puedo pasar otro día – dijo
-        Si cree que es un mal momento… – insinué  

        La mujer vaciló

-        Bueno, qué demonios, ya que estoy aquí – dijo  

        Cerré la puerta tras ella y al pasar al salón tratando de esquivarla me dí tal empellón con el hombro en el marco de la puerta que de buena gana hubiera exclamado cualquier barbaridad.

-        ¿Se ha hecho daño?
-        No, no – mentí – Espere un momento.

        Hacía más de tres horas que había almorzado pero aún tenía la mesita de centro puesta. En verdad, siempre la tenía puesta. Desayunaba, almorzaba y cenaba allí, y  casi nunca quitaba el pequeño mantel de tela de hule, para qué.  Tan sólo cambiaba los utensilios, pasaba por encima un paño húmedo, y poco más.

-        Disculpe el desorden. Será un momento.    

        Puse el tenedor  sobre el plato de la ensalada, dejé la botella de vino y de licor y  me dirigí a la cocina. Dije:

-        Siéntese donde quiera

        Cuando volví al salón la mujer seguía de pie, indecisa, mirando fijamente el ventanal. Me senté en el sofá y encendí un cigarrillo

-        ¿No quiere sentarse…? –  dije. Ensimismada, no contestó. Añadí – : Sí se arrepiente de haber pasado, puede marcharse
-        ¿De verdad está usted interesada en comprar una enciclopedia? – dijo    
-        No, creo que no
-        ¿Entonces por qué me ha dejado pasar?
-        No lo sé – dije -  Ni siquiera tenía pensado abrir la puerta. Seguramente ha sido por ser usted desconocida. Los desconocidos en este pueblo no abundan.

-        Necesita hablar con alguien – dijo  

    Fuera se oyó un nuevo trueno y la lluvia arreció hasta golpear con virulencia los cristales del ventanal. Tal vez fuera granizo

-        Menuda tormenta – dijo
-        A mi madre le daban terror.


-        No soy muy buena conversadora – dijo
  
-        En ese caso podemos estar en silencio hasta que escampe.

    La mujer dejó el maletín y el bolso en el suelo y se sentó en uno de los sillones de orejeras

                                               

-        ¿Quiere beber algo? – dije después – ¿Una copa, un café…? Lo tengo hecho
-        ¿Contiene alcohol? – dijo señalando la botella de crema de café

Asentí con la cabeza

-        Entonces, si lo tiene hecho un café estaría bien

        Preparé su café en la cocina. Cuando volví al salón, la mujer observaba la gran librería. Era una librería que ocupaba toda la pared lateral del salón. Hecha a medida, en madera noble, pero ahora se hallaba vacía, completamente vacía: ni libros, ni portafotos, ni objetos decorativos, nada. Dejé la bandeja sobre la mesita y volví a sentarme. Ella se sirvió la infusión con dos terrones de azúcar. Fuera los truenos parecían replicarse unos a otros.

-        Vive sola – dijo en algún momento

    No contesté, qué podía contestar.

-  A veces se hace insoportable – añadió


       Permanecimos calladas. Ella miraba a uno y otro lado, con discreción.

-        Brontofobia – dijo la mujer al rato  – Así se llama el miedo a los relámpagos y truenos: brontofobia

        Brontofobia,  repetí  en mi cabeza.

         Entonces recordé que  mi madre,  durante las tormentas, cerraba a cal y canto todas las puertas y ventanas de nuestra casa y  se encerraba en su habitación, completamente a oscuras.

-        ¿Quiere que cierre la persiana del ventanal? – dije
-        ¿Me haría ese favor?

        Bajé la persiana y antes de sentarme pregunté:

-        ¿Quiere otro café?
-        No. Preferiría una copa de esa crema. Si no la importa
-        En absoluto
-        Al fin y al cabo no estoy de servicio – dijo sonriendo mientras me dirigía a la vitrina – Siempre me han chiflado esas cremas

        La mujer se sirvió media copa. Dio un pequeño sorbo, cerró los ojos e hizo  un ruido nasal de delectación. Me recordó cuando fumo después de varias horas de no poder hacerlo. Luego, sin soltar la copa,  siguió bebiendo a cortos pero continuados tragos
 


                                              
-        ¿Trabaja a comisión?
-        Sí, más un pequeño sueldo 




        El humo del cigarrillo me cegó en ese instante. Lo apagué y me recosté en el respaldo del sofá.
Nunca me ha resultado violento permanecer en silencio en compañía de alguien. Por suerte, a ella tampoco parecía importarle.



-        ¿Tiene hijos? – preguntó
-        Sí – dije – Dos niños, de trece y catorce años. También se fueron.

    De la calle nos llegaba de vez en cuando el sonido de la bocina de algún coche o el ruido de sus neumáticos en el en el pavimento mojado


-        ¿Sólo vende enciclopedias?  
-        Sí, sólo
-        ¿No vende otro tipo de libros?
-        No, sólo  enciclopedias. No somos una editorial. ¿La gusta… – la mujer se interrumpió, como si se arrepintiera de lo que iba a decir
-        No.  Nunca me ha gustado leer, si eso es lo que iba a preguntar.  A él sí. Y a ellos también. Tenían sus cuentos y sus libros ahí, en esa librería
-        Comprendo. – dijo mirando el mueble con detenimiento


        Me disculpé y fui al servicio tratando  de mantener el equilibrio. Me apoyé en el lavabo y me miré en el espejo. Tenía la piel  amarillenta y los labios resecos. Estoy borracha, me dije, aunque no era cierto del todo. Casi nunca lo es. Me mostré los dientes en el espejo haciéndome una sonrisa esperpéntica. Mis blancos y níveos diente. Siempre había estado orgullosa de su blancura.

        Después de apretar el botón de la cisterna abrí el armario del baño, cogí un paño, lo humedecí y lo pasé por el lavabo y la taza del váter. No sé por qué lo hice.
        Fuera seguía lloviendo


                                                   
-        ¿De dónde es? – pregunté
-        De Valladolid – dijo
-        Ellos ahora viven allí, en Valladolid. A veces voy a verles. Cuando les va bien
-        Es duro – dijo
-        No pudieron soportar la presión.


-        Se llevaron todos sus libros, ¿eh?. Ellos cuando te abandonan, casi nunca se llevan nada. Eso creen.

Hablábamos despacio, lentamente,  como si tras de cada palabra hubiera siempre puntos suspensivos, como si reflexionáramos el significada de cada frase.  

-        Me hospedo en el hotel Rembrandt – dijo –  Es un hotel muy cuco
-        Sí, es el único hotel del pueblo. No hace mucho que lo han abierto. Los dueños antes tenían un restaurante de comidas junto a la carretera. Menús baratos para camioneros y eso, ya sabe. Pero al hijo no le gustaba ese negocio, y entonces montaron el hotel.



                                                          


-        ¿Y cómo es que se le ha ocurrido venir a este pueblo a vender enciclopedias puerta a puerta?
-        No, no. Siempre concertamos las visitas por teléfono.  Esta tarde a las dos he tenido una. De allí venía cuando se desató la tormenta.  Mañana por la mañana temprano tengo otra visita. Lo que ocurre es que últimamente he empezado a saltarme las consignas del cursillo de formación que nos dieron
-        ¿Y qué tal le ha ido?
-        No muy bien. Si hubiera sido por él, tal vez, pero ella...
-        Este pueblo es pequeño, muy pequeño, y temeroso.  
-        Entiendo. Ahora, si me disculpa,  soy yo quien necesitaría ir al váter
-        Por esa puerta justo enfrente – dije 


La mujer se levantó, cogió su bolso y me miró sonriendo. Tenía  una bonita figura, aunque sus andares eran un poco bruscos. Fuera seguía lloviendo, si bien ahora con menos intensidad. Luego oí la cisterna.

-        ¿Le importa que le coja un cigarrillo? – dijo. – Hace tres años que lo dejé… - encendió el cigarrillo y dijo después de exhalar una gran bocanada: - Este es el primero desde entonces – luego dio varias chupadas. Dijo –:  Es duro seguir viviendo en la misma casa



                                                           

Empezaba a sentir fuertemente los efectos del licor, ese sentimiento beodo, pero gratificante, que nos hace creer que no existe nada más que lo que se nos muestra ante los ojos.



-        Dormiré esta noche aquí y mañana me iré. Será la última visita que haga. Estoy harta de este trabajo

La mujer se sirvió más licor. La lluvia parecía haber cesado, aunque a veces se oía algún trueno débil, como a lo lejos.



-        Debería llenar esa librería – dijo –  Ellos no volverán. Ellos nunca vuelven por esas cosas



        Y así seguimos hablando, como hasta ese mismo instante, entre silencios interminables, con infinitas pausas, a veces, incluso de cosas diferentes.

        Cuando se fue, entrada la noche, hacía ya mucho rato que había escampado


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