Brontofobia
Estaba echada a lo largo del sofá,
adormecida, cuando me pareció oír el timbre de la puerta. Abrí los ojos y me quedé
expectante.
Serían las cuatro de la tarde, pero el
salón se hallaba extrañamente en penumbra, como si fuera tarde avanzada
.
Oí
un trueno y el timbre volvió a sonar. El caso era que no deseaba recibir ni hablar con nadie.
Pero el timbre sonó de nuevo. Bajé los
pies del sofá y quedé sentada, apoyada en las rodillas.
El agrio olor a vinagre de los restos de la
ensalada que había almorzado llegó hasta mi.
Me serví una nueva copa de licor de café.
Encendí un cigarrillo. Di varios sorbos y casi al instante sentí un pequeño
vahído.
Fuera
estalló un trueno morrocotudo, y acto seguido la lluvia empezó a repiquetear con fuerza en los cristales del
ventanal.
Apagué el cigarrillo, e iba a estirarme
en el sofá, cuando el timbre sonó nuevamente.
Apenas se veía en el salón. Encendí la
luz de la lámpara de pie y me dirigí a la puerta de entrada notando como mi cuerpo
se cimbreaba a cada paso. No estaba borracha, al menos no aún del todo.
Hacía tres días que no salía de casa e iba en pijama, por lo que mi
aspecto debía ser lamentable para recibir visitas. Antes de contestar traté de alisarme el
cabello con las manos
-
¿Quién es? –
pregunté al fin
No contestaron. Abrí la puerta cuanto
daba la cadenilla y oí unos pasos que bajaban la escalera
-
¿Qué deseaba? –
volví a preguntar
Quien fuera desandó los escalones.
Se trataba de una mujer de unos treinta
y siete o treinta y ocho años. En cualquier caso más joven que yo. Yo ya he
sobrepasado los cuarenta. Tenía una hermosa mata de pelo rizado que le caía
sobre los hombros. Ojos negros y enormes e
iba vestida con un traje de chaqueta gris demasiado estrecho, como si
fuera de una temporada anterior. Sostenía un maletín en la mano derecha.
-
Pensé que no
había nadie – dijo
-
¿Qué quiere?
-
Me llamo Laura. Vendo
enciclopedias generales, específicas y para niños – me espetó la mujer sin más
-
¿Enciclopedias…? Creía
que vender enciclopedias puerta a puerta era cosa del pasado
-
Sí…
E inopinada y súbitamente cerré la puerta, quité la cadenilla y volví a
abrir
-
Me llamo Maite
– dije
Nos estrechamos las manos.
-
Disculpe mi aspecto,
pero… no esperaba visitas
-
No quisiera
molestarla – dijo – Si es un mal momento puedo pasar otro día – dijo
-
Si cree que es un
mal momento… – insinué
La
mujer vaciló
-
Bueno, qué demonios,
ya que estoy aquí – dijo
Cerré la puerta tras ella y al pasar al
salón tratando de esquivarla me dí tal empellón con el hombro en el marco de la
puerta que de buena gana hubiera exclamado cualquier barbaridad.
-
¿Se ha hecho
daño?
-
No, no – mentí –
Espere un momento.
Hacía más de tres horas que había
almorzado pero aún tenía la mesita de centro puesta. En verdad, siempre la
tenía puesta. Desayunaba, almorzaba y cenaba allí, y casi nunca quitaba el pequeño mantel de tela
de hule, para qué. Tan sólo cambiaba los
utensilios, pasaba por encima un paño húmedo, y poco más.
-
Disculpe el
desorden. Será un momento.
Puse
el tenedor sobre el plato de la ensalada,
dejé la botella de vino y de licor y me
dirigí a la cocina. Dije:
-
Siéntese donde
quiera
Cuando volví al salón la mujer seguía
de pie, indecisa, mirando fijamente el ventanal. Me senté en el sofá y encendí
un cigarrillo
-
¿No quiere
sentarse…? – dije. Ensimismada, no
contestó. Añadí – : Sí se arrepiente de haber pasado, puede marcharse
-
¿De verdad está
usted interesada en comprar una enciclopedia? – dijo
-
No, creo que no
-
¿Entonces por qué
me ha dejado pasar?
-
No lo sé – dije -
Ni siquiera tenía pensado abrir la
puerta. Seguramente ha sido por ser usted desconocida. Los desconocidos en este
pueblo no abundan.
-
Necesita hablar
con alguien – dijo
Fuera se oyó un nuevo trueno y la lluvia
arreció hasta golpear con virulencia los cristales del ventanal. Tal vez fuera
granizo
-
Menuda tormenta –
dijo
-
A mi madre le
daban terror.
-
No soy muy buena
conversadora – dijo
-
En ese caso
podemos estar en silencio hasta que escampe.
La mujer dejó el maletín y el bolso en el
suelo y se sentó en uno de los sillones de orejeras
-
¿Quiere beber
algo? – dije después – ¿Una copa, un café…? Lo tengo hecho
-
¿Contiene
alcohol? – dijo señalando la botella de crema de café
Asentí
con la cabeza
-
Entonces, si lo
tiene hecho un café estaría bien
Preparé su café en la cocina. Cuando
volví al salón, la mujer observaba la gran librería. Era una librería que
ocupaba toda la pared lateral del salón. Hecha a medida, en madera noble, pero
ahora se hallaba vacía, completamente vacía: ni libros, ni portafotos, ni
objetos decorativos, nada. Dejé la bandeja sobre la mesita y volví a sentarme.
Ella se sirvió la infusión con dos terrones de azúcar. Fuera los truenos
parecían replicarse unos a otros.
-
Vive sola – dijo
en algún momento
No contesté, qué podía contestar.
- A veces se hace insoportable – añadió
Permanecimos calladas. Ella miraba a uno
y otro lado, con discreción.
-
Brontofobia –
dijo la mujer al rato – Así se llama el
miedo a los relámpagos y truenos: brontofobia
Brontofobia, repetí
en mi cabeza.
Entonces recordé que mi madre,
durante las tormentas, cerraba a cal y canto todas las puertas y
ventanas de nuestra casa y se encerraba
en su habitación, completamente a oscuras.
-
¿Quiere que
cierre la persiana del ventanal? – dije
-
¿Me haría ese
favor?
Bajé la persiana y antes de sentarme
pregunté:
-
¿Quiere otro
café?
-
No. Preferiría
una copa de esa crema. Si no la importa
-
En absoluto
-
Al fin y al cabo
no estoy de servicio – dijo sonriendo mientras me dirigía a la vitrina –
Siempre me han chiflado esas cremas
La mujer se sirvió media copa. Dio un
pequeño sorbo, cerró los ojos e hizo un
ruido nasal de delectación. Me recordó cuando fumo después de varias horas de
no poder hacerlo. Luego, sin soltar la copa, siguió bebiendo a cortos pero continuados
tragos
-
¿Trabaja a
comisión?
-
Sí, más un
pequeño sueldo
El humo del cigarrillo me cegó en ese
instante. Lo apagué y me recosté en el respaldo del sofá.
Nunca me ha resultado
violento permanecer en silencio en compañía de alguien. Por suerte, a ella
tampoco parecía importarle.
-
¿Tiene hijos? –
preguntó
-
Sí – dije – Dos
niños, de trece y catorce años. También se fueron.
De la calle nos llegaba de vez en cuando el
sonido de la bocina de algún coche o el ruido de sus neumáticos en el en el
pavimento mojado
-
¿Sólo vende
enciclopedias?
-
Sí, sólo
-
¿No vende otro
tipo de libros?
-
No, sólo enciclopedias. No somos una editorial. ¿La gusta…
– la mujer se interrumpió, como si se arrepintiera de lo que iba a decir
-
No. Nunca me ha gustado leer, si eso es lo que iba
a preguntar. A él sí. Y a ellos también.
Tenían sus cuentos y sus libros ahí, en esa librería
-
Comprendo. – dijo
mirando el mueble con detenimiento
Me disculpé y fui al servicio tratando de mantener el equilibrio. Me apoyé en el
lavabo y me miré en el espejo. Tenía la piel
amarillenta y los labios resecos. Estoy borracha, me dije, aunque no era
cierto del todo. Casi nunca lo es. Me mostré los dientes en el espejo
haciéndome una sonrisa esperpéntica. Mis blancos y níveos diente. Siempre había
estado orgullosa de su blancura.
Después de apretar el botón de la
cisterna abrí el armario del baño, cogí un paño, lo humedecí y lo pasé por el
lavabo y la taza del váter. No sé por qué lo hice.
Fuera seguía lloviendo
-
¿De dónde es? –
pregunté
-
De Valladolid –
dijo
-
Ellos ahora viven
allí, en Valladolid. A veces voy a verles. Cuando les va bien
-
Es duro – dijo
-
No pudieron
soportar la presión.
-
Se llevaron todos
sus libros, ¿eh?. Ellos cuando te abandonan, casi nunca se llevan nada. Eso
creen.
Hablábamos despacio,
lentamente, como si tras de cada palabra
hubiera siempre puntos suspensivos, como si reflexionáramos el significada de
cada frase.
-
Me hospedo en el
hotel Rembrandt – dijo – Es un hotel muy
cuco
-
Sí, es el único
hotel del pueblo. No hace mucho que lo han abierto. Los dueños antes tenían un
restaurante de comidas junto a la carretera. Menús baratos para camioneros y
eso, ya sabe. Pero al hijo no le gustaba ese negocio, y entonces montaron el
hotel.
-
¿Y cómo es que se
le ha ocurrido venir a este pueblo a vender enciclopedias puerta a puerta?
-
No, no. Siempre
concertamos las visitas por teléfono.
Esta tarde a las dos he tenido una. De allí venía cuando se desató la
tormenta. Mañana por la mañana temprano
tengo otra visita. Lo que ocurre es que últimamente he empezado a saltarme las
consignas del cursillo de formación que nos dieron
-
¿Y qué tal le ha
ido?
-
No muy bien. Si
hubiera sido por él, tal vez, pero ella...
-
Este pueblo es
pequeño, muy pequeño, y temeroso.
-
Entiendo. Ahora,
si me disculpa, soy yo quien necesitaría
ir al váter
-
Por esa puerta
justo enfrente – dije
La mujer se levantó, cogió su
bolso y me miró sonriendo. Tenía una
bonita figura, aunque sus andares eran un poco bruscos. Fuera seguía lloviendo,
si bien ahora con menos intensidad. Luego oí la cisterna.
-
¿Le importa que
le coja un cigarrillo? – dijo. – Hace tres años que lo dejé… - encendió el
cigarrillo y dijo después de exhalar una gran bocanada: - Este es el primero
desde entonces – luego dio varias chupadas. Dijo –: Es duro seguir viviendo en la misma casa
Empezaba
a sentir fuertemente los efectos del licor, ese sentimiento beodo, pero
gratificante, que nos hace creer que no existe nada más que lo que se nos
muestra ante los ojos.
-
Dormiré esta
noche aquí y mañana me iré. Será la última visita que haga. Estoy harta de este
trabajo
La mujer se sirvió más licor.
La lluvia parecía haber cesado, aunque a veces se oía algún trueno débil, como
a lo lejos.
-
Debería llenar
esa librería – dijo – Ellos no volverán.
Ellos nunca vuelven por esas cosas
Y así seguimos hablando, como hasta ese
mismo instante, entre silencios interminables, con infinitas pausas, a veces,
incluso de cosas diferentes.
Cuando
se fue, entrada la noche, hacía ya mucho rato que había escampado
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